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Yuurei Enamorado

De un segundo a otro, Ash había despertado, después de haber jurado que estaba muerto. Recordó vagamente que había muerto, con la hermosa carta llena de sentimientos de Eiji que éste le escribió antes de irse. Se suponía que había muerto, ya debió de haber muerto, ¿por qué seguía ahí?

Más importante aún, había algunas cosas que lo incomodaban de sobremanera: ¿por qué estaba en lo que parecía ser una casa desconocida, en un cuarto que nunca antes había visto?, y para colmo, ni siquiera parecía estar en el país que la mayoría de su vida vivió, o al menos así lo pudo comprobar cuando se asomó por la ventana del pequeño cuarto y se percató de una tienda que estaba justo enfrente de la casa, con letras japonesas que él nunca entendió. Ash apretó sus labios, sintiendo un raro vacío existencial. Y, observó con nostalgia ajena como llegaban al pequeño local una mujer de cabellos y ojos negruzcos, tomando de la mano a un pequeño niño similar a la mujer. Sus dedos se tensaron y el temor lo inundó hasta el fondo, creyendo que realmente todo era irreal, nada parecía verdadero. Quizás sólo era un sueño, ¿cuándo despertaría?

Apartó la vista envidiosa que estaba manteniendo sobre la madre y el hijo, y levantó la mirada para ver hacia el horizonte, queriendo asimilar a qué hora estaba y poder al menos poner en práctica sus conocimientos de geografía y poder decir más o menos cómo había llegado hasta Japón en tan poco tiempo. 

No pudo hacerlo, porque se detuvo de golpe, al notar su reflejo en el vidrio, todo se revolvió en su mente, sus pupilas del color del jade se dilataron, al percatarse que vestía lo que parecía ser una especia de yukata blanca, y sus pies simplemente desaparecían en una espesa nube, ¡básicamente no tenía pies! Gritó asustado, mirando con sorpresa donde antes debería estar esa parte vital para caminar y sostenerse de pie, pero simplemente no estaba. Tragó grueso y volvió a mirar su reflejo, notando que en su cabeza tenía lo que parecía ser un triángulo blanco hecho de tela y por fin suspiró. Un tanto pesado: así que no estaba soñando, realmente había muerto, y por alguna extraña razón, había llegado a parar a una casa japonesa cualquiera...

«Japonesa», la palabra se reprodujo en su mente en un abrir y cerrar de ojos, sacando sorpresa contenida en los hermosos ojos del rubio. No sabía si eran sus sentimientos, o la vaga idea de que estaba en la casa del japonés Eiji Okumura. Mordió sus labios y aguzó su vista, levantó nuevamente la vista y corrió por todos lados en la pequeña habitación: no podía simplemente pasarlo por alto, pero si ésa era una posibilidad, debía de hacer algo con sus sentimientos y contestar la carta que él le había mandado. Así que buscó, encontrando varias cosas que realmente podrían pertenecer a ese joven universitario.

—Tiene buen gusto de ropa... —acreditó el fantasma Yuurei en modo de asentimiento, al mirar en su armario y notar algunas camisas, pantalones y suéteres que, en efecto, ese chico usaría—. Sí, es el estilo de Eiji —susurró, un tanto apenado. Quiso buscar más pistas, así que siguió deambulando por la habitación, llegando a encontrar un álbum de fotografías que estaba escondido en lo que parecía ser un escritorio, donde el universitario realizaba sus trabajos y tareas. La ilusión lo colmó, al abrir el pequeño libro lleno de memorias que guardaban la infancia de un joven azabache, de infantil mirada y personalidad inocente, genuina y confiable en su niñez, adolescencia y su temprana adultez. Todo cayó en picada sobre sus entrañas, parando en seco al mirar cada una de las fotografías: en una Eiji parecía estar cazando insectos, en otra parecía estar haciendo el hermoso deporte que practicó, saltando en el aire, en otra más parecía estar sonriente, con su familia y en otra parecía estar con una chica y dos chicos más, posando afuera de su universidad. Se le hizo un nudo en la garganta, pensando sin miedos que sí, ambos eran de mundos completamente diferentes, y fue lo mejor que pudo pasar: el separarse, ¿no?

Pronto sacudió su cabeza, dejó su álbum de fotos en el pequeño escritorio y comenzó a buscar entre las pertenencias del mayor algún lápiz o pluma, junto con una libreta. Al final, halló un lápiz y un trozo de papel. 

Ash se recargó sobre el escritorio de madera, sonrió torpemente y dejó que su fría y temblorosa mano escribiera torpemente sobre el lápiz. Al terminar de escribir el mensaje, una pequeña sonrisa empezó a deslizarse de sus labios, y con melancolía, se entregó sin oponer resistencia a la nada, que lo absorbió y lo llevó a quién sabe dónde.

Sa-yo-na-ra... —habló en voz baja el fantasma, silabeando la palabra que le enseñó la persona de la que se enamoró.

Esa noche, Eiji llegó del aeropuerto, y lo primero que encontró al entrar a su habitación fue su armario abierto, su álbum de fotos en el escritorio, y al lado del mismo, una nota que decía: «te amo. Sa-yo-na-ra».

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