1. Yozo, el Pequeño
Con la sonrisa de alguien feliz de la vida, Yozo caminaba por el desierto azul con su parka favorita puesta.
—¡Al fin! —gritó hacia sí al divisar a lo lejos unos edificios en medio del desierto. Y corrió.
Blurora era la ciudad con el calor más penetrante del globo. Sus áridos relieves azules provocaban una suerte de asfixia para el turista que, como lo indicaba la estadística, solía requerir apoyo ventilatorio.
Mientras Yozo paseaba en la ciudad, los oriundos se preguntaban dos cosas: primero, "¿cabello verde?" y segundo, "¿cómo puede estar tan abrigado?". A su vez, el joven caminaba intrigado: buscaba entre la gente a una persona en particular, al Sr. Morn, un médico-brujo famoso, tan famoso que había llegado a los oídos de su maestra, en el pequeño y alejado puerto de Floyles.
La señorita Beletelet, profesora del peliverde, le había contado que Morn era un gran profesional y que tenía un espíritu docente inigualable. Sin embargo, no le había hablado de su apariencia, así que, según la descripción que había obtenido de unos oficiales de policía, Yozo necesitaba encontrar a un viejo con peinado de fraile, de unos 190 centímetros, fornido y que solía usar lentes de sol.
—¡Hola! ¿sabrá dónde vive el Sr. Morn? —preguntaba en cada tienda que veía.
—¿El doctor? —le respondían todos desconcertados.
—¡Sí!
—No, ni idea.
Así se fue repitiendo el ciclo, principalmente porque Yozo nunca preguntó dónde trabajaba el Sr. Morn, ni dónde podría encontrarlo. No, él solo preguntaba dónde vivía.
—Hay que darnos por vencidos —dijo Angroth, el dios al que estaba unido.
Yozo se sentó en el escalón de la entrada de una tienda y cerró los ojos. De pronto se encontraba en una casa, en el fondo del mar. Estaba de pie en el living, frente a la televisión. Detrás de él se encontraba un sofá grande, como para una familia de 5 personas; tras mirarlo un rato, se sentó. A ambos lados de la habitación había tinieblas que impedían la vista y que, por lo mismo, nunca había cruzado. Cuando por primera vez conoció ese espacio, donde podía hablar con Angroth a libertad, se preocupó, pero al darse cuenta de que podía respirar con normalidad, decidió visitarlo con mayor frecuencia.
—¿Eso crees? —preguntó Yozo, mirando el televisor apagado.
Una voz gruesa y profunda replicó:
—Debemos dirigirnos a Wriland, ahí sobran los médicos. Los de verdad.
Angroth sonaba angustiado. "Debe ser por lo sofocante del ambiente" pensó Yozo.
—Tómatelo con calma, Angroth. —Sonrió el chico—. Nuestra aventura acaba de empezar.
Yozo recordó lo que le decía su madre: "siempre que estés en aprietos, mira hacia arriba". Abrió los ojos y miró al cielo. No había nubes, ni aves, ni nada por el estilo, él solo vio un viejo poste de luz, pero con eso bastaba.
—¿Crees que si me subo podré encontrar al Sr. Morn? Parece alguien fácil de distinguir.
—¿Te digo la verdad? Me da igual.
El chico rio.
—¿Por qué eres tan enojón?
Yozo saltó hacia el poste y se agarró de brazos y piernas, moviéndose rítmicamente hasta llegar a la cima. Cuando se halló arriba, como a 4 metros del suelo, se dispuso a inhalar muy profundo, como no lo había hecho desde que había entrado en el desierto. Miró los alrededores, pero había muchos edificios que estorbaban, así que siguió subiendo, esta vez por uno de ellos.
—¡Vaya, Blurora es más grande de lo que pensaba! ¡No puedo identificar a nadie desde esta altura! —dijo mientras reía.
—Déjame darte una mano, Yozo.
El travieso joven relajó el cuerpo y comenzó a brillar. De esta forma Angroth tomaba el control de su cuerpo mientras el peliverde esperaba en la "casa", desde el sofá, mirando todo por la televisión. Angroth concentró su brillo en los ojos del joven y miró abajo. El dios vio en detalle la ciudad y su gente. Toda la basura de las calles, la gran cantidad de pobres, los robos, las quejas, el hambre, violencia, muerte, ira, furia...
—¡Ahí está, Angroth, mi futuro maestro! —dijo Yozo, desde el interior.
Angroth espabiló, pero ya no pudo hacer nada, porque Yozo había vuelto a contraer sus músculos y recuperó el control de su cuerpo. El joven quiso saltar, pero una voz jadeante lo detuvo. Era un policía que gritaba desde la calle.
—¡Bájese de ahí en este instante!
—¡Bueno! —dijo al momento en que dio un salto y relajó los músculos para que Angroth evitara recibir daños. Sin embargo fue demasiado tarde, pues su cuerpo cayó sobre el policía.
Una cortina de arena se había levantado, por lo que ni Yozo ni el policía podían ver nada.
—¡¿Qué fue eso, niñato?! Si no fuera porque soy yo... ¡Cualquier otro ya estaría muerto! ¡Vendrás conmigo! —gritó el oficial hacia la nube de arena ante él.
—¡No puedo, perdón! —dijo al momento en que echó a correr. Entonces se dijo a sí mismo—. Esto es más importante.
De pronto, una espada se clavó en el piso, justo frente a sus narices. Yozo volteó para ver al policía cara a cara: parecía de unos 25 años, pero estaba desarreglado como un niño pequeño, pues tenía su uniforme negro desteñido, su cabello café despeinado hasta los hombros y una barba de chivo.
—¿Qué fue todo ese espectáculo? ¿Eres usuario? Olvídalo, claro que lo eres.
—¿Usuario? —le susurró a Angroth.
—Ni idea —respondió desde el interior.
—Mira bien. —El oficial rompió sus mangas: incontables cicatrices subcentimétricas le dotaban a ambos brazos un color carmesí—. ¿Sabes cómo me las gané? He encarcelado a tipos hasta 10 veces tu tamaño y 50 veces más peligrosos que tú.
Yozo se detuvo a pensar un momento: "¿Cómo que diez veces? eso es como dieci...".
—¡¿Diecisiete metros?!
—Sí, más o menos. ¡Ahora pon las manos sobre la cabeza! ¡Resistirse solo hará todo peor para ti!
El joven tragó saliva. "Está bien, con el poder de Angroth puedo vencerlo... No, espera, atacarlo es algo ilegal... Pero si me entrego me va a encerrar y no voy a poder salvar a Erin...".
—Oye, Yozo, huyamos —dijo Angroth.
Como si de una orden se tratara, Yozo se relajó y Angroth echó a correr.
El oficial suspiró mientras lo veía alejarse.
—Era tan simple como poner las manos sobre la cabeza, chico.
Angroth miró hacia atrás y Yozo pegó un grito: el oficial lo perseguía a toda velocidad, acercándose a pasos agigantados.
—¿Cómo es tan rápido, Angroth?
—No sé, no lo sé todo.
—¡Vamos a tener que enfrentarlo!
—Esto te pasa por no ir a Wriland desde un principio.
Angroth se volteó y concentró su brillo en las manos de Yozo.
El policía se detuvo en seco. Parecía endemoniado, como si la velocidad de Yozo le hubiese confirmado una cosa.
—¡Muéstrame tu aura!
—¿Eh? —dijeron Yozo y Angroth.
—Caer desde más de 15 metros y salir ileso... Correr a tanta velocidad sin un aura evidente... Está claro...
—¿Aura? ¿Se refiere a tu brillito, Angroth?
—Guarda silencio —replicó su compañero interno.
—¡Estás unido a un demonio!
Yozo se acercó curioso a la televisión. "Angroth es un dios, no un demonio". Sin embargo, tras esa afirmación, Angroth se dispuso a volver a correr, pero el chico peliverde contrajo los músculos.
—¡¿Qué haces?! —dijo Angroth, desesperado.
—¿Eres un demonio, Angroth? —dijo Yozo seriamente.
Angroth no supo responder. Estaba en una encrucijada, pues, en su cabeza, todo lo que dijera podría ser cuestionado. Absolutamente todo.
—Un asqueroso demonio... Yozo, nunca vuelvas a tomarme por uno de esos monstruos.
De pronto, el joven sintió un gran peso en el hombro. Llevó la mirada hacia atrás solo para ver al Sr. Morn con una cara larga, como de decepción. El gran hombre desplazó a Yozo hacia atrás y se acercó al policía.
—Jester, tanto tiempo —dijo acercándose al policía, que permanecía quieto como una piedra.
—Doctor...
Morn se acercó a su oído. El policía sólo asintió un par de veces y se marchó.
El hombre de tez morena con sus característicos lentes de sol de marcos naranja no miró a Yozo, pero le preguntó:
—¿Cuál es tu nombre?
—Yozo Igirune.
—¿Igirune? Con razón.
—Sí, ¿conoció a mi tatarabuelo? —preguntó ilusionado.
—No conozco a nadie con ese apellido, menos mal. Dicen que traen mala suerte.
—Ah... No sabía.
—Tengo un par de dudas, Yozo Igirune —dijo dando media vuelta, esta vez haciendo contacto visual.
Pero entonces vio que Yozo tenía la mano levantada.
—Oiga, doctor, tengo una consulta...
—¡No puedes preguntarme antes! ¡Yo hablé primero!
—No se enoje, doctor...
Morn levantó la pierna e intentó asestarle un golpe a Yozo, pero Angroth reaccionó a tiempo.
—¡¿Y eso qué fue?! —gritó Yozo desde el interior.
—Tu maestro nos quiere matar —dijo Angroth, mirando el cráter creado por la patada.
Morn rió.
—El demonio al que estoy unido se llama Gured, y me da superfuerza...
Yozo volvió en sí.
—¿De... Demonio? —preguntó Yozo.
—Sí, ¿y tú con quién estás unido?
—Angroth... pero no es un demonio.
Morn rió más fuerte.
—Los demonios suelen decir que no lo son para que te unas a ellos. Son incapaces de vivir sin nosotros.
La risa de Morn le era indiferente a Yozo, quien no supo cómo reaccionar, así que atinó a decir lo único que tenía en mente.
—Angroth es un dios.
La risa cesó.
—Un dios...
Al ver que la cara de Morn comenzaba a temblar, así como sus hombros, Yozo dio un paso hacia atrás.
—Igirune, ¿verdad? —dijo Morn.
—Sí.
Morn volvió a reír, esta vez con mayor intensidad, con carcajadas, lágrimas y hasta mocos.
—Sí... Sígueme, por favor.
Ambos fueron a la tienda de Morn, donde había un montón de cosas exuberantes, desde frascos con reptiles vivos hasta calderas que despedían un hedor a azufre y pimienta.
—Estoy confundido ¿Esto es un sí?
—Solo quería mostrarte con lo que trabajarás desde ahora, para que vayas familiarizándote.
—¡Genial!
Yozo comenzó a indagar más en la tienda, vio que habían muñequitos con púas en las extremidades, tubérculos de distintos colores que llenaban repisas y cartillas con información en todas las paredes.
—Parece que su cabeza no almacena toda la información que un médico debería manejar. Vámonos a Wriland cuanto antes.
—Para mí que todos tienen esto, ¿no? En mi pueblo era así.
—Entonces son todos mediocres en tu pueblo, ¿es eso?
—No son expertos memorizadores, ni mucho menos médico-brujos —dijo mientras intentaba alcanzar un frasco morado de una repisa.
—¿Y qué te hace pensar que Morn sí es un experto? ¿Es solo por lo que te dijo tu profesora?
—Pues claro.
—No confío en él. Está unido a un demonio.
—Compa, ¿qué tan malo puede ser? Si no resulta como creo, nos vamos y ya, ¿ok? El plan B es ir a Wriland.
Yozo tomó el frasco y lo acercó a su cuerpo, pero se le deslizó de la mano y dio con el piso antes de que pudiera darle el control a Angroth. El ruido alertó a Morn, que se dirigió hacia el joven lo más rápido que pudo.
—¡Lo siento, soy muy descuidado!
Morn lo vio tirado pidiendo disculpas, por lo que su corazoncito se enterneció y replicó:
—Está bien, no pasa nada, es solo un frasco de... —El viejo se agachó para recoger la etiqueta que se había desprendido de un trozo de vidrio—... Oxicodona...
Morn se quedó callado mirando el pedazo de papel.
—¿Oxicodona?
La cara del anciano se tornó completamente roja hasta que por fin farfulló:
—¡Sí, oxicodona, maldito mocoso idiota! —Suspiró—. Lo siento, es que he trabajado mucho tiempo para conseguir un poco, pero está bien, solo págame y estamos a mano.
Yozo tragó saliva.
—Pero... yo no tengo nada de dinero, Sr. Morn.
—¡Pues usa tus dones para conseguirlo!
Yozo se tocó la nariz.
—¿Alguna sugerencia?
Morn botó todo el aire que le quedaba por la nariz. No podía concebir la idea de que un chico con una unión no hubiese usado nunca sus poderes para conseguir dinero, así que, con el último esbozo de misericordia que le quedaba, el viejo levantó el brazo y le apuntó la entrada de su tienda.
—Vuelve cuando tengas el dinero, son cien mil millones de Toggies, mocoso.
Yozo se incorporó de la forma más lenta y calmada posible y, caminando de espaldas, intentó buscar la perilla de la entrada.
—Y que no se te ocurra huir —dijo Morn.
—Podemos olerte —dijo Gured.
Yozo estaba vagando por las calles, pateando una piedra y hablando con Angroth.
—¿Cómo le voy a hacer ahora? Este viaje no podía empezar peor —dijo Yozo, enojado.
—No tengo ganas de pelear contigo.
—¿Acaso pretendes que vaya a Wriland así sin más? ¿Y si nos sigue?
—Pues huimos.
—Pero no podemos huir para siempre.
—¿Por qué no? Siempre se me ha dado bien.
—No creo que aplique en este caso, ya los oíste, conocen nuestro olor.
—¿Tú les crees?
—No sé... Pero lo que sí sé es que necesito ganar dinero. Si te soy sincero... Sí tengo, pero está estrictamente destinado a comida.
—¿O sea que le mentiste? Eso no me lo esperaba de ti.
El chico siguió caminando por las azules arenas de Blurora, buscando algún cartel, o algún aviso o a alguien que le ofreciera un trabajo. Pero nada.
—¿Por qué crees que no puedo mentir?
—Porque eres solo un niño.
—Los niños mentimos.
—Sí, lo sé... Ya lo sabía.
—¿Puedo decirte algo? No soy el más inteligente de mi clase, pero de verdad estoy haciendo un gran esfuerzo por creerte, Angroth.
El dios suspiró.
—No soy un demonio, soy un dios. Esa es la verdad. No gano nada mintiéndote.
—Déjame hacerte una pregunta más.
—Adelante, no quiero que nuestra convivencia comience a ser hostil.
—¿Por qué quieres ir con tanto ahínco a Wriland?
Angroth se tomó unos segundos para responder.
—Estoy buscando a una amiga.
—¿Una diosa?
—No es solo una diosa, Yozo. Ella es la Diosa de este mundo.
—¿Tan así? Yo creía que los dioses no existían. Que los únicos reales eran los demonios.
—Los dioses somos más complejos, por eso no saben tanto de nosotros.
—¿Cuántos dioses existen?
—Muchos, Yozo, somos innumerables.
El chico siguió caminando. Miraba cada tienda, cada poste de luz, y cada persona que pasaba a su lado. Incluso vio cómo una muchacha con rastas rojizas pateaba la puerta de una licorería y comenzaba a correr.
—Quizás lo que más nos diferencia de los demonios es que nos indignamos ante cosas como esa.
Yozo se le quedó mirando. La chica corría como si la estuvieran persiguiendo, pero en realidad nadie la seguía.
—Ya veo.
—No me estabas escuchando, ¿verdad?
—La verdad no, lo siento.
—Es igual. De todas formas es probable que, si sigues al lado de ese tal Morn, terminemos haciendo cosas como esa. De verdad no confío en un demonio, se me hace inadmisible...
—Cállate un poco.
—¿Eh? Qué descortés.
—Creo que tengo una idea.
Angroth vio la televisión: los ojos de Yozo seguían mirando a aquella chica.
—No piensas robar el dinero que debes, ¿o sí?. Cuando dije que terminaríamos haciendo cosas así, no lo quise decir como algo inevitable, ni mucho menos me refería a que lo hiciéramos ahora mismo.
Yozo levantó los brazos y sonrió.
—¡Voy a entrar a una competencia de atletismo!
Angroth, aunque era una entidad ajena al inconsciente de Yozo, pudo sentir con total claridad la indescriptible indiferencia de ese chico. "¿Habrá algo de odio o incluso amor dentro de este mortal?", se preguntó.
—Por supuesto, Yozo, hagámoslo a tu manera.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro