¡Yo voto!
¿De qué va esto? En el último año, me costaba horrores encontrar tiempo para escribir y actualizar historias, pues andaba completamente sumergida en los estudios: cada quince días tenía que hacer exámenes y entregar trabajos, unos más amenos que otros.
En uno me pidieron adjuntar un diálogo en el que una persona estuviera a favor del sufragio femenino y la otra no, con los argumentos a favor (como los de Clara Campoamor) y en contra más habituales. Me llamó la atención que parte de los argumentos negativos surgieran de ministras "feministas" como Victoria Kent.
Os podéis imaginar el mono que tenía de escribir cuando, en lugar de limitarme a un diálogo para quitarme el ejercicio de encima, decidí escribir un relato entero (¡necesitaba escribir!).
No hay aventuras, ni fantasmas, ni erótica, ni siquiera zombis. Me ceñí al ejercicio de Historia. que me habían pedido, dentro de lo posible. Seguramente sea un tostón, pero igual lo comparto aquí con mucha ilusión, pues gracias a él saqué notaza y tuve una felicitación especial por parte del profesor.
¡Yo voto!
Margarita se sentaba en uno de los balancines de mimbre de la cocina, junto al fuego y abrazada a su pronunciada panza. Cada vez que escuchaba la campanilla de bronce, pese al dolor de sus tobillos hinchados, corría hacia la planta superior para atender a su abuela enferma. Entretanto, todo el mundo se hallaba en la calle, su marido y hermanos incluidos, debatiendo —a menudo discutiendo— sobre los derechos de los que debía disponer la constitución naciente de la recién aclamada segunda República. Ella, por su parte, solo podía pensar en la inevitable muerte de su abuela, la mujer que la había criado, y el inminente nacimiento de su primer hijo.
No esperaba visita alguna, ni ayuda. Se había resignado a que lo que sucedía afuera era mucho más importante que los cambios que se gestaban en su hogar. Por ello, cuando llamaron la aldaba, jamás pensó que pudiera ser una visita destinada a ella. Incluso estuvo tentada de no abrir. La insistencia de los golpes terminaron de convencerla.
—¡Ya voy! —gritó.
Se puso la bata de las visitas y bajó sin ninguna gana. Por el camino, tuvo que detenerse debido a un fuerte dolor de vientre. Tomó aire y prosiguió. Abrió a tiempo de impedir que Luisa diera un nuevo golpe.
—¿Se puede saber por qué tardabas tanto?
Margarita suspiró. Luisa presentaba un aspecto jovial: aún no se había casado con César, por lo que el agotamiento no hacía mella en su bonito rostro; parecía descansada, vivaz, y mostraba una esbelta figura, embellecida con aquellos ropajes burgueses que tanta justicia le hacían. Ella, en cambio, tras varias noches sin dormir, agotada por los últimos meses de embarazo y teniéndose que hacer cargo de una enferma, se veía a sí misma estropeada e incluso mayor, pese a que recién alcanzaba la mayoría de edad.
—¿Debo recordarte que estoy a punto de parir? —respondió con sequedad.
—Más razón para venir a ver a mi adorable amiga, ¿no? —Añadió un puchero final que arrancó una sonrisa a Margarita.
Pronto, ambas amigas se hallaban en la cocina, degustando café y con la mirada perdida en las llamas de la chimenea.
—¿Cómo te encuentras? Siento no haber venido antes, con todo lo que está sucediendo...
—No te preocupes, Luisa, lo entiendo —la interrumpió Margarita—. Ya me estoy acostumbrando. Además, es bueno que haya mujeres como tú luchando por nuestros derechos. Yo, entre el embarazo y mi abuela, apenas puedo moverme de casa.
Luisa se puso en pie, agarró una olla y la llenó de agua.
—¿Se puede saber qué haces? —la increpó su amiga.
—Hoy cocino yo; tú descansa. Para variar, estará bien que alguien te cuide a ti. —Tomó algunas verduras que tenía al alcance y comenzó a cortarlas con gracia—. No obstante, opino que tu marido o cualquiera de tus hermanos deberían estar aquí, en lugar de dejarte sola.
—¿Con el panorama político que tenemos? —rio Margarita—. Nadie quiere perderse lo que sucede afuera. El mundo cambia, amiga: en las plazas es donde deben estar. Dar a luz y cuidar a mis mayores es mi responsabilidad, ¿no?
Había cierto deje de pena en su voz, lo cual no pasó desapercibido para la joven bien vestida que cocinaba sin preocuparse de que se ensuciaran sus costosas ropas.
—No es justo. Tienes tanto derecho como ellos a alzar la voz, de la misma forma que ellos también deberían cuidar de tu abuela y de ti. Ojalá todo eso cambie algún día...
Margarita se puso en pie, tomó de la mano a su amiga y la miró con fijeza.
—Y cambiará pronto, gracias a mujeres como tú, que no se dejan silenciar. Pronto podremos votar, lo que sin duda es un gran paso, ¿no?
—¿Hablas en serio? —reprochó Luisa—. ¿No me dirás que te crees esa tontería?
De pronto, parecía a la defensiva, mientras que Margarita no atinaba a comprender su reacción.
—¿Por qué no? Tenemos mujeres en política, tú misma estás luchando y te estás quejando de la forma de vida que nos fuerzan a tener a las mujeres. ¿Por qué no vamos a poder votar?
—Ay, Margarita, ¿cómo eres tan inocente? —Volvió la vista a la olla, donde el agua ya burbujeaba, y, tras desprenderse del agarre de su amiga, prosiguió—: Creo que debemos construir una sociedad nueva, una en la que las mujeres puedan ser libres para educarse, pensar por sí mismas, valerse por sus méritos... Y, sin duda, es el momento de iniciar esos cambios. Pero ¿votar? Es demasiado pronto para eso.
—¿Demasiado pronto? —protestó la anfitriona con el entrecejo fruncido—. Me parece mentira que precisamente tú estés diciendo tal calamidad. Soy una persona autónoma, con capacidad de pensar, y quiero votar. ¿Acaso no me consideras capaz? ¿Y tú? ¿Lo eres?
—Mírate, Marga: ¿cómo vas a votar si no puedes ni salir de casa? Además, no tienes suficientes conocimientos: tu voto, quieras o no, estará influenciado por tu esposo o por el sacerdote del pueblo. Te guste o no, no estás en capacidad de tomar grandes decisiones.
—¿Y tú sí?
—Yo soy soltera y mi opinión no viene subordinada por la de ningún hombre, pero entiendo que la mayoría de las mujeres no gozan de las mismas libertades que yo.
Margarita comenzó a dar vueltas de un lado a otro, apretando los puños. Jamás hubiera pensado que Luisa estuviera en contra del voto femenino.
—No puedo creerlo —murmuraba—. Tú sí y yo no, ¿por qué? ¿Por qué estoy embarazada? ¿Y qué tiene que ver el padre Tomás en esto?
—Escucha, Marga... —Luisa la sostuvo del brazo, interrumpiendo así su caminata acelerada, y esperó a que hubiera un contacto visual para explicarse un poco mejor—: Sé que eres una mujer inteligente, pero no puedes negarme que el padre Tomás es muy importante en tu vida.
—¿Y en la tuya no? Te recuerdo que los tres fuimos amigos.
—Ha pasado mucho tiempo desde entonces. El padre Tomás ya no tiene nada de aquel muchacho que se escondía de sus enemigos junto a nosotras. Él ahora es un siervo de la iglesia y un enemigo del progreso. Se mete en hogares como el tuyo y te atemoriza con castigos divinos, dejando clara tu posición como mujer.
—Él me valora.
—Él no está a favor de que votes, y si decides hacerlo, ¿crees que no intentará influenciarte?
—Es posible, el muy fanfarrón insiste en que somos demasiado «emocionales» y que nuestro sitio es en casa, cuidando a nuestros hijos y nuestros maridos. Y lo dice él... La persona más llorica y dependiente que he conocido en mi vida. Lo aprecio, pero en temas como este jamás tendría su opinión en cuenta.
—Vale, puede que a él no, pero ¿qué me dices de tu marido Juan?
—Juan está a favor de que vote y de que decida por mí misma.
Luisa hizo una mueca de incredulidad.
—¿En serio? ¿Y por qué no vas con él a la calle?
—¿Por qué estoy a punto de parir y mi abuela está enferma? Cada uno lucha en medida de lo posible, pero que no salga a la calle en estos momentos, no significa que no esté capacitada para votar o decidir por mí misma. Me subestimas mucho, amiga.
—Ya veo —concedió Luisa—. Pero eres un caso especial. La mayoría de mujeres no son como tú, sino que viven subordinadas por sus esposos.
—¿Y no es eso una razón de más para que salgan a votar?
—Lo sería si hacerlo no les fuera a costar una paliza en casa, pero por desgracia sabemos que no es así.
Hubo un silencio triste en el que ambas recordaron a María Francisca, una amiga a la que habían perdido su boda: su sentencia de muerte. No, María Francisca nunca podría votar... Aunque, ¿no era deber de las que pudiesen, hacerlo por las que no? Margarita no pensaba venirse abajo ante aquel argumento.
—¿Te preocupa que las mujeres casadas no puedan ejercer su derecho a voto por las represalias de sus parejas? Lo entiendo, pero esa es una razón de más para hacerlo.
—No solo es que no las dejen: las que lo hagan, nunca serán libres para hacerlo en total libertad, pues votarán influenciadas por sus esposos —insistió Luisa.
—Esa preocupación es absurda: es normal que un matrimonio comparta ideales políticos. ¿O no votaréis César y tú lo mismo?
—Es diferente, nosotros luchamos juntos y nos informamos juntos, mientras que tu opinión siempre estará sesgada por la de Juan.
—O la de Juan por la mía.
—El que se informa es él, Marga. Él te cuenta su versión...
—Y el padre Tomás la suya y tú la tuya. Además, siempre puedo leer las noticias...
—Tú sí, porque estás en una buena posición, pero ¿qué me dices de todas aquellas mujeres que no saben leer? ¿O las que viven con miedo a su marido? He visto amistades romperse por problemas de opinión, ¿qué sucedería si una pareja no compartiera ideales?
—¿Las que no saben leer están sordas, también? —De súbito, un nuevo dolor de vientre, y también de riñones, arremetió contra Margarita, por lo que su expresión de disgusto se tornó en una de dolor—. Se puede opinar tras haber escuchado varias opiniones y siempre habrá discusiones en los matrimonios, es normal... —pronunció a duras penas, pues no pensaba permitir que una simple molestia le quitara la palabra.
—Cielo, ¿te encuentras bien? —Luisa se acuclilló frente a ella y posó sus manos en la panza—. Tienes el vientre como una roca, me temo que estás de parto.
—Llevo así desde ayer —replicó Marga, con tal de restarle importancia a la contracción—. Mira, Luisa, ¿y si este bebé que viene es una niña? Yo no voy a decidir por mi marido ni por el cura, sino porque mis hijas tengan los derechos que yo no tuve. Y como yo, cientos de mujeres. No puedes ser tan condescendiente. Tú, una mujer que se ha mostrado fuerte y tenaz, poniendo en duda a las demás por carecer de estudios o estar casadas.
—¿En serio quieres seguir discutiendo? —Apagó el fogón y colocó un grueso cojín tras la espalda de su amiga—. Puede que tengas razón, yo sí quiero que todas las mujeres tengamos derecho a votar, solo que considero que aún no es el momento. Ellos llevan años de ventaja en su libertad, en sus estudios, ¡todo! A mí me ha costado mucho ser cómo soy: vivo bajo críticas, ¡y no todas las mujeres están dispuestas a pasar por eso!
—Si algo ha demostrado la historia es que, cuando a una mujer se le da la misma libertad que a un hombre, es capaz de brillar por sí misma.
—Las mujeres que brillaron fueron pudientes. En la mayoría de casos, las mujeres no disponen de la posibilidad de estudiar.
—Luisa, ha habido reinas y tenemos diputadas, ¿una mujer puede reinar, gobernar, pero no votar?
—Una mujer puede hacer cualquier cosa con libertad y la preparación adecuada, pero no estás siendo realista.
—O tú nos subestimas a todas. Yo estoy en casa, cuidando de mi abuela y a punto de parir; tú en la calle luchando por un mundo nuevo. Sin embargo, me temo que mi pensamiento es más libre que el tuyo, que sí se basa en prejuicios. Aparte de mí, ¿a cuántas mujeres has visitado para ver si son capaces de votar o no? ¿Crees que, mediante votos meramente masculinos, las mujeres vamos a alcanzar esos derechos que, según tú misma, nos merecemos?
Hubo un instante de duda. Después, las sonoras campanadas de la catedral las devolvieron al mundo actual. Llevaban más de una hora discutiendo.
—¿Cuánto lleva durmiendo tu abuela? —preguntó Luisa.
—Mucho... Demasiado...
Margarita miró hacia arriba. Estaba convencida de no haber escuchado en ningún momento la campanilla de bronce. Tuvo un mal presentimiento e intentó correr escaleras arriba, aunque debido a una nueva contracción, se detuvo a medio camino. Luisa la tomó de la cintura y la ayudó a subir los escalones.
El cuarto estaba en penumbra y el olor a vejez se expandía entre los rincones. Su abuela yacía sobre la cama, dormida y con una sonrisa grabada en su boca desdentada.
Margarita la acarició, descubriéndola helada, al instante percibió la falta de respiración.
—Ha... ha... ha muerto —pronunció.
Tardó unos segundos en reaccionar. Después el llanto llegó como si una locomotora le atravesara las entrañas. Su amiga se recostó a su vera y la abrazó fuerte, aunque tan pronto como sus cuerpos entraron en contacto, Luisa supo que la muerte no sería la única emoción que llegaría aquel día.
—Marga... Tu camisón...
La embarazada sollozó y se apartó un poco. Su ropa estaba empapada. Al instante, se vio sacudida al ritmo de una nueva contracción, mucho más violenta que las anteriores: tras dejar el pasado atrás, el futuro se abría camino.
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