¿Quién mató a Evelina?
Con su corazón conflictuado, él cerró con llave la puerta del despacho, no sin antes tomar recaudos acerca de sus acciones en el interior. Borró toda prueba de su intromisión y solo dejó evidencias de su complicado trabajo administrativo. El cerrojo resonó a lo largo del desolado pasillo, donde él permanecía en pie. Sus compañeros se habían ido y solo quedaba el equipo de seguridad en el edificio, quienes lo esperaban en la planta baja.
Caminó, acompañado por la soledad y el cansancio del día. Se detuvo frente al elevador y oprimió el botón para llamar a la cabina. La luz parpadeó y el ascensor comenzó a moverse. El sonido de los mecanismos llenó el silencio, no obstante, sus pensamientos llevaban muchos minutos aturdiendo sus sentidos, tanto, que no se percató cuando la puerta se abrió ante a sus ojos. Regresó su mirada a la cabina y logró detener el cierre automático antes de que pudiera completarse. Emprendió rumbo a la planta baja, mientras relamía sus labios con la lengua seca.
La puerta se abrió y caminó en dirección a la salida, casi de forma automática, sin mirar a los guardias que le saludaron o a los pocos trabajadores que aún se hallaban inmiscuidos en sus tareas. Dejó las oficinas atrás y salió del edificio a paso rápido.
Durante todo el trayecto de regreso, se lamentó por haber leído aquellos mensajes, por investigar la identidad de aquel hombre y por entrar en conciencia de que él nunca hubiera tenido una oportunidad con Evelina. Ellos dos llevaban varios meses intercambiando correspondencia, pero... ¿Por qué nunca lo hizo oficial? ¿Acaso tenía algo que ocultar?
Las numerosas preguntas que acudían a su mente le hicieron saber que, una vez más, estaba frente a un callejón sin salida, pues solo Evelina conocía las respuestas. Ni siquiera su novio sabía sobre su paradero, ni el jefe, pero él tenía un presentimiento, uno extraño, pues creía conocer con exactitud el lugar donde se encontraba. No obstante, le parecía una locura estimar el sitio exacto, parte de sus ensoñaciones y de su imaginación apurada. Al mismo tiempo, se sentía decepcionado por la existencia de aquel hombre, pero no sorprendido por ello.
Una patrulla esperaba frente a su casa, el oficial en su interior se hallaba distraído con su celular. El oficinista bostezó, cansado luego de un largo día de trabajo, no obstante, se sentía algo animado, pues todavía le quedaba parte de la noche para divertirse y olvidar, por un momento, de la tragedia de su amada y de su mala suerte. La llave entró en el cerrojo y giró de inmediato para abrir paso a su hogar. Un particular perfume le dio la bienvenida, uno dulzón que disfrutó tan pronto invadió sus fosas nasales. Cerró la puerta a sus espaldas y caminó hasta el salón principal, donde un sillón y el televisor le esperaban para pasar la noche, como era usual en él.
El artefacto respondió a la orden del control remoto y se encendió en un instante. Sintonizó el canal de noticias, donde un periodista se hallaba señalando un edificio muy familiar para él: su lugar de trabajo. Fue entonces que se inclinó hacia la pantalla y escuchó, con más atención, las palabras del reportaje.
―Aquí fue la última vez que se vio con vida a Evelina Luna―dijo, señalando el gran edificio―, los administrativos se negaron a responder a nuestras preguntas, pero aseguran haberle dicho todo a la policía.
―¿La policía tiene un sospechoso en la mira? ―preguntó el conductor.
―Sí, pero se han negado a dar detalles―respondió.
El recuerdo del oficial acudió a su mente y, confundido, Valentín volteó hacia la ventana para ver si la patrulla seguía ahí. Sus luces se hallaban apagadas, el policía continuaba entretenido con su celular y no parecía interesado en vigilar su casa. Aun así, él sintió una gran presión en su pecho y fue invadido por una irracional necesidad de huir, de buscar un lugar seguro, más que su propio hogar. Su corazón comenzó a latir con mayor fuerza y sus pensamientos a resonar con gran potencia mientras el periodista continuaba su reportaje. Las luces de la sirena emitieron una deslumbrante luz y él se puso de pie de forma casi automática.
El motor se encendió y la patrulla partió enseguida con destino desconocido. Valentín observó la desolada calle mientras el periodista continuaba hablando, aunque ya no le prestaba atención. Escuchó el rumor de las sirenas a lo lejos, pero las mismas desaparecieron en la lejanía hasta volverse un eco apenas audible. Regresó a su asiento, suspiró y llevó sus manos a sus muslos, respiró profundo y centró su atención en el televisor.
¿Por qué lo buscaría la policía? Él no era responsable de la desaparición de Evelina.
¿Por qué se sentía tan nervioso? Quizá las películas y novelas policíacas le habían comenzado a pasar factura, pues aquella paranoia solo podía deberse a un exceso de novelas sensacionalistas. Temía que lo fueran a acusar sin pruebas, o con ellas, pero inventadas por expertos en armar causas judiciales. Temía a ser culpado, pero también sabía que, en el fondo, lo único que importaba era su conciencia.
El reportaje cambió enseguida y una pantalla de alerta fue presentada por el noticiero, arrebatando su atención de inmediato. La misma reflejó el rostro de una periodista, una mujer con un largo cabello cobrizo y ondulado, de mirada cansada y con un tapado elegante del cual sobresalía el cuello de su camisa. Enfocaron el río que discurría a sus espaldas, donde un grupo de policías se hallaba patrullando desde un yate.
Habían encontrado el cuerpo de una mujer blanca y de largo cabello negro, lo cual coincidía con la descripción básica de Evelina Luna. Unos buzos se tiraron al agua, mientras tanto, la periodista continuaba con un diálogo carente de sentido, cargado de teorías y de innecesarias descripciones acerca del supuesto estado del cadáver y su obvia causa de muerte: asfixia por ahogamiento.
Era oficial: ella estaba muerta, y la policía buscaba potenciales culpables. Valentín se dejó caer en el sillón y observó con detenimiento la teoría que barajaba la prensa, pues se creía que su novio, Luciano Romero, era culpable de su asesinato. Sin embargo, le resultó evidente que también lo llamarían para declarar, después de todo, fue una de las últimas personas que tuvo el privilegio de verla con vida.
Un remordimiento invadió su pecho, él lo rechazó enseguida.
―Pero yo no maté a Evelina, no lo hice.
Porque ella no mantuvo el equilibrio. Porque ella se cayó.
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