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EPÍLOGO


Después de horas de arrastrar los pies por los pasadizos subterráneos del pabellón, hubo un punto en el que el príncipe Aiden Immanuel Arcoelli de Ylia, dejó de sentir sus piernas. Quiso seguir intentando, pero su cuerpo le rogó detenerse en una esquina oscura y solitaria.

Sus pisadas no eran más que un chisporroteo por los charcos de agua que se formaban allí abajo, producto de las filtraciones que irrumpieron las envejecidas paredes rocosas que olían a humedad e iluminadas por unas cuantas antorchas que encontraba cada veinte pasos, e iba encendiendo con su magia.

En el único rincón seco que encontró en todo su recorrido, dejó el cuerpo que había estado cargando en brazos. Al soltarla tuvo cuidado, como si de algún modo ella podría romperse por su brusquedad, como si estuviera hecha de algo tan frágil como los suspiros, las hojas marchitas o la esperanza.

Una vez comprobado que ella estaba bien, se sentó en medio de un charco, con las rodillas elevadas hundió su cabeza entre sus piernas y empezó a llorar con todas sus fuerzas.

No le importaba mojarse o algo tan superficial como estropear sus ropas, no cuando estaba metido en un aprieto como ese: perdido y desorientado en un mundo que no era el suyo.

Ese mismo día habían trazado un plan, pero el tuvo miedo de arriesgarse a salir por el mercado de las brujas y ser atrapado con Hécate en sus manos, por lo que decidió probar suerte en los pasadizos secretos, pero varias horas deambulando sin rumbo fueron suficientes para percatarse de que estaba perdido.

Hacía ya mucho rato desde el momento en que se había deshecho de su collar con forma de reloj de arena que le regaló la diosa élfica, porque ya había llegado a su final y él no tenía escapatoria. Había arriesgado tanto y sin embargo le falló a todos, y ahora no volvería a ver a sus padres, sus amigos, sus tierras o mucho menos su Ivy.

Esos pensamientos, no hicieron más que elevar la intensidad de sus llantos.

—Hermano, ¿eres tú? —musito una dulce y jovial vocecita. —Te he echado de menos.

¿Cuando despertó del trance? ¿Acaso fue su culpa?

El príncipe sintió que sus manos estaban empapadas cuando liberó su cara de ellas para levantar la mirada hacia Hécate, no sabía si se debía a sus lágrimas o al agua.

No pudo responderle a la diosa, sintió el deseo de corregirla y decirle que él no era su hermano, que lo había confundido con Hypatias, pero sus lágrimas se lo impidieron.

A tan solo un metro de distancia, iluminada por la paupérrima luz de una antorcha, con su vestido brillante arrugado, sus rizos tan suaves como la mantequilla enmarcando una piel de porcelana, la pequeña bruja lo miró con unos ojos que él deseó jamás perder de su memoria.

Su ojo derecho era morado, mientras que el izquierdo era azul. Ambos de tonos intensos, y le recordaban a Aiden la magia, el cielo, el océano y la fe en lo divino.

—¿Por qué lloras? —preguntó la primera de todas las brujas.

—¡Porque estoy perdido! —sollozó—. Me perdí cuanto más me necesitaban, y ya no puedo regresar con mis amigos.

Decir la verdad cruda en voz alta raspaba su garganta, lo hacía sentir más miserable de alguna forma. No era más que una rata perdida en una alcantarilla por causa de su ineptitud.

La joven diosa se puso de pie y metió sus pies descalzos entre el agua para acercarse a él. Aiden se sintió culpable de que ella se mojara, quiso decirle que se detuviera pero hasta eso le resultaba imposible.

—Debiste haberlo pedido, sabes que puedo llevarte a ese lugar donde tanto te necesitan —ofreció Hecate.

El príncipe la miró con nuevos ojos. Tragó varias veces en seco y atónito empezó a respirar con dificultad.

Debió haberlo pensado antes, se reprimió, ella era la bruja más poderosa de todas, su poder era ilimitado y podía hacer todo cuanto su mente imaginase.

La diosa de las cosas irracionales.

Pensó que tal vez no se le había ocurrido socorrer a su ayuda con anterioridad, porque esa figura tan inocente de una niña pequeña lo engañaba, era fácil de olvidar que tan importante era ella cuando lucía no mayor a los diez años y también porque él no estaba seguro de cómo la iba hacer despertar del sueño.

Para el príncipe esto era lo mejor que le habían ofrecido en toda su vida, para la diosa era tan solo un favor más.

Cuando ella entrelazo sus dedos contra los de él, el príncipe pensó que nunca había tocado una piel tan suave. Su agarre fue delicado, pero él ni se atrevió a hacer la más mínima presión, ya sea por miedo, escepticismo o ambos.

Hecate cerró los ojos, y Aiden de pronto sintió como el aire de sus pulmones se vaciaba y transformaba, al igual que las paredes de los pasadizos oscuros y la humedad, que pasaban de ser una cosa a no ser nada. Sintió su piel hormiguear, tal y como cuando usaba mucho de su magia en un solo día sin descansar, porque esto era magia pura, magia condensada y puesta en uso para la voluntad de Hécate.

Pero el hormigueo se detuvo cuando se dio cuenta de que ahora el escenario era distinto, que el suelo mojado se había secado y que ahora estaba pisando el trozo de roca más oscuro que había visto en toda su vida. Que las antorchas fueron reemplazadas por la luz de miles de estrellas que brillaban resplandecientes y tan cerca de ellos que daba la impresión de que podía alcanzarlas con tan solo estrechar la mano, las estrellas esa noche no acompañaban a una luna sino un puñado de ellas, de diversos tamaños y desperdigadas por todo el cielo.

—El hogar de tus amigos es magnífico —apreció la diosa maravillada—. Jamás había visto una noche tan espléndida.

Lo cierto es que, para mala suerte del príncipe, él tampoco había visto algo así; porque no tenía idea de a dónde Hecate los había traído. 

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