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Epílogo

En aquel pabellón, no había sonido alguno más que el repiqueteo de los pies del joven contra la hermosa cerámica en tonos dorados que decoraba el suelo. Su respiración no era uniforme, producto del estrés que le causaba su posición, ya que su odioso trabajo consistía en ser él que informaba las malas noticias.

El joven odiaba su trabajo, pensaba que no era justo que le tocase esa labor sin el haberlo pedido. Pero al fin de cuentas así eran las cosas, estaba pagando el precio por el favor que pidió su padre a los Dioses hace muchísimo tiempo atrás. El favor debía ser pagado con toda la vida de trabajo de su padre, si tan solo el hubiese sabido que moriría antes de tiempo y que su hijo ahora pagaba las consecuencias. Jamás habría aceptado ese favor, pensó el joven.

El rumor del agua que corría por los lados, decorando la pasarela que conducía al trono, lo relajó un poco. Él amaba el agua, y el hecho de que todos esos canales decorativos que salían de las paredes y adornaban el lugar estuviesen allí, siempre lo ayudaba a forjar esa perfecta careta de solemnidad que se cargaba al cumplir su labor.

— Peetah. — El señor en el trono llamó su nombre tan pronto reparó en su presencia. — Informes.

El joven llamado Peetah, hizo acopio de todo el autocontrol que había aprendido en esos miles de años que llevaba trabajando allí cuando bajó la cabeza, nunca era fácil hacer estas cosas.

— La enviada a la Academia no ha reportado nada nuevo en todo el día, no desde que nos indicó que había llegado a la Ciudad y sus sospechas apuntaban al castillo.

Escuchó los pasos de su señor caminando a lo ancho del pasillo, como si estuviera caminando alrededor del lugar en círculos, considerando sus palabras. Él joven solo se imaginó todo eso, no se atrevió a levantar la vista a su señor. No tenía permitido levantar la vista, no era correcto.

— En caso de que la enviada estuviese muerta, ¿Cuantas quedarían en el castillo?

— Cincuenta y cuatro demonios. Junto a ellos, novecientos ocho huéspedes bajo nuestro control, señor. — Se apresuró a responder sin titubear.

Su señor dejó de caminar, probablemente estaría ahora de espaldas, contemplando el cielo, el eterno atardecer que decoraba las afueras del pabellón.

— Quiero el recuento general. — Ordenó.

— En Ylia hay cuatro mil ocho demonios, cuatrocientas bestias y el numero de huéspedes debe rondar por los ochenta mil, señor. Sumándolo a todo Midg, serían doscientos mil demonios bajo nuestro control.

Bien, hasta ahora las cosas marchaban bien, pensó Peetah. A pesar de que no sabía muy bien contra que estaban peleando el pensó que lo tendrían controlado.

Desde la gran guerra, su señor no había bajado la guardia, había erradicado a esos mestizos que querían el control sobre su mundo. Que exigían ambiciosos un derecho que no merecían. Bajar la guardia contra ellos sería un error, significaría que toda su gente terminaría en un destino similar o peor al de los Ángeles. Que dieron su vida por salvarlos a todos y fallaron en el intento.

— Dupliquen la cantidad de demonios, que escarben las respuestas en sus mentes y no tengan piedad. Si deben destruirlos, que lo hagan, ya no hay justificación para mantener la sutileza.

Peetah no ocultó su jadeo. Semejante idea significaba demasiado trabajo y recursos. Aun más de los que estaban invirtiendo.

— ¿Acaso estamos bajo amenaza señor?

— Aun no, pero es cuestión de tiempo si alguien se nos adelanta en la búsqueda.

El joven pensó sus palabras. Aunque tenía muchas peguntas por hacer, se las reservó. No podía arriesgarse a cometer un error en su posición.

— ¿Cómo está la niña? — Lo sorprendió el señor nuevamente.

— La niña está bien. — Respondió Peetah automáticamente. — Pero las bestias que crea, son cada vez peores. Hemos perdido a tres hombres esta semana tratando de capturarlas.

— Es una lastima. — El señor arrastró las palabras con cierto pesar. — Puedes retirarte.

Peetah se despidió con un movimiento de cabeza, y regresando por la misma pasarela ya sabía lo que tenía que hacer. Eran las cosas mas primordiales en su lista de pendientes, lo que debía hacer cada día de su existencia sin rechistar, y lo que había hecho su padre antes de morir.

Primero: verificar los nuevos informes de los demonios.

Segundo: enviar a Midg las bestias para deshacerse de ellas.

Tercero: asegurarse de que la niña tome su medicina.

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