XXXIII | Su última esperanza
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Su última esperanza
Tras el incendio en el acantilado, la tensión se había colado en cada uno de los ctónics en Echeyde. La caída de cuatro de los protectores reales, calcinados por el fuego, no pasó desapercibido para el resto de habitantes. Cada uno de ellos se preguntaban lo mismo: «¿Quién había tenido tal poder para provocar aquello?».
Pero a ninguno se le vino a la cabeza la imagen de una adolescente que había perdido a su madre y que el fuego era en respuesta al corazón roto que eso había supuesto.
Leo, por otro lado, se había convertido en el héroe que detuvo el fuego. Las quemaduras en su rostro en lugar de darle un horrible aspecto, eran capaces de resaltar su monstruosa belleza y resultar, incluso, más atractivo que antes. Uno de sus ojos estaba por completo inyectado en sangre por culpa del golpe que se dio y, sorprendentemente, eso captaba aún más la atención de los ctónics.
El heredero al trono había demostrado que no se dejaba amedrentar por nada ni por nadie, sin importar las consecuencias que aquello podía acarrear a su propia persona y como, para los ctónics, él había salvado a su propia madre del infierno de las llamas. Lo que no sabían era que, en realidad, ocurrió todo lo contrario.
El gran y heroico Leo, salvador del pueblo se había ovillado, permitiendo que las llamas furiosas y sedientas de venganza de su prima lamiese su piel a su antojo mientras que él solo gritaba del dolor, dejándose consumir. Y que, fue Ker quien se interpuso y drenó la escasa magia que fue capaz de aclamar frente al poder de Tizirri para ser capaz de detener la furia de Fayna.
Así que la gente del reinado llevaba dos semanas engañada.
Seguramente, seguirían viviendo bajo dicha mentira.
Sin embargo, a pesar de la falsa calma en que los habían convencido, estaban sedientos de venganza, exigiendo y aclamando un juicio contra tal monstruosidad que había sido capaz de carbonizar el santuario de Tizirri y que había salido impune tras haber hecho uso de su poder. Ker y Leo se habían negado todas y cada una de esas veces.
Ahora, tras el fuego de Fayna, el acantilado había adquirido una tonalidad aún más oscura, dándole un aspecto mucho más siniestro del que ya tenían. Provocando de esa forma que se especulase incluso con más vehemencia las habladurías de que el acantilado estaba maldito.
Durante esas semanas varios murmullos se habían ido esparciendo por los habitantes junto a diversas teorías.
La primera, que Tizziri apareció después de siglos y siglos dormitando y había bendecido al heredero del trono su sangre ardiente que recorría los bajos del acantilado. Interpretando así que había sido elegido por ella para ser coronado.
La segunda, que un ctónic achicaxa, con toda la rabia contenida que había en su interior y estaba consumido por el odio más profundo y la envidia más venenosa en contra de los Guayota.
La tercera, que era la menos hablada, afirmaba que se trataba de un tigot aclamando venganza, con sed de justicia y decidió emplear el pago de ojo por ojo, porque era un secreto a voces que normalmente, si un tigot fallecía después de usar demasiado su poder, se iba a la caza de su linaje familiar.
La última, que resultaba ser la más cercana a la realidad, era la que menos se relataba. Alioth seguía sin comprender eso, ¿cómo era posible que la más veraz de todas, fuese la menos contada?
Levantó la vista de la pequeña mesa de roble que hacía esquina en su cuarto. Se vistió de con sus botas militares que solo usaban cuando iban de expedición al mundo Maho, a su vez se colocó sobre su cabeza la capucha, ocultando ligeramente su rostro bajo la tela. Había estado durante tres días dándole vueltas a todas sus opciones y ahora, después de días planteándoselo, tenía claro lo que debía hacer.
Salió de su alcoba, andando de puntillas de la manera más sigilosa posible a través del pasillo. Para un espectro del Abora no era demasiado complicado pasar desapercibido ante el silencio, sin embargo, lo que debía disimular el aroma que dejaba impregnado tras su paso. Se acercó al final que había ubicado en uno de los salientes del pasillo.
Cuando estuvo a escasos metros de él cogió carrerilla, acortando la distancia a una velocidad vertiginosa, sintiendo como la adrenalina se desataba dentro de su torrente sanguíneo con cada paso que daba y saltó hacia el vacío sin mirar atrás.
Sus rodillas se doblaron en el instante en que sus pies tocaron el suelo y se desequilibró en respuesta, aunque no tardó en recuperar el equilibrio y enderezarse. No perdió el tiempo. No podía permitírselo. Así que, sin mirar una última vez hacia la torre a sus espaldas, caminó con paso rápido, calle abajo en dirección a la peor zona de Echeyde.
Ni siquiera en pleno amanecer el manto de oscuridad que la rodeaba se despejaba. Era el lugar donde se encontraba los ctónics más agresivos y hambrientos, capaces incluso de alimentarse de su propia especie. Entre esas callejuelas no había miramientos ni diferencias, todo lo que tuviese pulso era alimento. Se rodeó el rostro con un trozo tela, dejando tan solo sus ojos a la vista, intentando contener las arcadas que le invadían al percibir el hedor a muerte que predominaba.
Tragó saliva al escuchar los rugidos monstruosos, reverberando en la oscuridad junto a la sonido de la piel resquebrajándose y los gemidos de dolor. También oía los charcos que pisaba al caminar, aunque intentaba no pensar demasiado ello, porque era demasiado consciente de que no serían charcos de agua o barro ya que Echeyde jamás llovía.
Serían charcos de... sangre.
Fue capaz de llegar hasta el final del oscuro callejón, tensa de pies a cabeza, con el único sonido del chapoteo como acompañante. Todas sus alarmas estaban encendidas, sabiendo perfectamente que en cualquier momento podrían atacarla. Los ctónics que concurrían esta zona no podían considerarse realmente ctónics. Su naturaleza se asemejaba más a los tibicenas, esas bestias de pelaje negro y alas membranosas con largos colmillos que eran capaces de anclarle el diente a cualquier cosa que se cruzase por su camino.
Cuando entrevió el resplandor violáceo del portal, frenó su paso y cerró los ojos, armándose del valor que había ido menguando cuanto más cerca estaba. Lo que estaba a punto de hacer podría considerarse traición si alguien la descubriese. Traición a la corona, aunque en realidad la estuviese salvando.
Por eso mismo, no le importaba que llevase el título de achicaxa si daba un nuevo paso, adentrándose a la luz.
Porque Fayna se había convertido en su esperanza.
Y, su abuela solía decir que, la esperanza era lo último que se perdía.
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