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XXVII | La posibilidad de arrepentirse







La posibilidad de arrepentirse


El tiempo transcurrió lo suficiente hasta que los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses.

Tres meses.

Tres meses de besos robados y promesas susurradas en los pasillos.

Tres meses de ser ella, el cotilleo favorito de sus compañeras, y él, ser la envidia de sus compañeros.

Tres meses de saber que su mirada destilaba un sentimiento tan intenso cuando Leo aparecía delante de ella, pero no cuando lo miraba a él.

Saber que mientras ellos entrelazaban sus manos, se abrazaban de costado y se besaban a escondidas, él no lo haría.

Y, a su misma vez, había supuesto tres meses de sufrimiento, dolor y rabia.

De una tristeza tan profunda e impotente, que solo bastaba dirigirle una mirada para saber que algo dentro de él había dejado de funcionar de la manera que lo hacía.

Y que, solo ella, solo sus ojos grises, se habían molestado en mirar más allá.

Nashira se había asegurado de evitar que Orión tuviera que presenciar eso todo lo que podía. Había presenciado cada una de las veces en que su amigo tigot se había encogido y hundido de hombros.

A ella tampoco le hacía demasiada gracia la posición de mantenerse al margen sobre esa relación. Si es que se podía llamar así. Porque desde el minuto uno, tenía la sospecha de que algo faltaba.

Algo fallaba.

Porque tenía el presentimiento de que había gato encerrado y, con el transcurso de los meses, esa corazonada solo se arraigó con más fuerza en ella cuando empezó a ignorarla.

La conocía lo suficiente bien para saber que Fayna, nunca, jamás, habría hecho algo así durante tanto tiempo.

Ni siquiera cuando estaban enfadadas habían logrado estar más de un día sin hablarse.

—No puedo más —confesó Orión en voz baja, mientras andaban por el pasillo—. Sé que dije que sería feliz mientras ella lo fuera. De verdad que quiero que sea feliz, Nashira. Pero no así. No con él.

—Lo sé. A mí tampoco me hace mucha gracia.

Apoyó una mano sobre su brazo y le dio un pequeño apretón, en forma de consuelo como había hecho tantas veces con anterioridad.

Sin embargo, ella cada día estaba más desconsolada.

Cada día reconocía menos a la chica de cabello blanco y mirada azulada, a la chica tímida que conoció en el colegio y con la que juró desde el primer día siempre protegerse.

Y, ahora, sentía que esa promesa se había roto de alguna forma.

Y, que por mucho que intentará negárselo a si mismo, sabía que Orión también tenía esa sensación, de que no estaba protegiendo a su mayantigo, que estaba incumpliendo su deber.

Los dos sabían que Leo no era bueno para ella y, aun así, no habían hecho nada para cambiar lo que comenzó hace tres meses... y que seguía ocurriendo.

—Ahora es muy tarde para siquiera intentar cambiarlo —habló Orión de nuevo, en un murmullo tan débil que Nashira no sabía si se lo estaba diciendo a él mismo o se dirigía a ella.

Se percató de que su amigo se tensaba de pies a cabeza, fijándose en como la vena en el cuello que había visto hincharse veces pasadas, lo volvía a hacer cuando apretó la mandíbula con fuerza. Nashira siguió la dirección de su mirada hasta observar un punto del pasillo, quedándose igual de tensa que Orión.

Leo tenía acorralada a Fayna en una esquina del pasillo de manera juguetona.

Iba repartiendo besos sin pudor por todo su rostro, cuello y clavícula mientras que la tenía rodeada por la cintura, acercándola cada vez más a su cuerpo. Fayna forcejeaba por soltarse, aunque no dejaba de reírse cuando él hacía una especie de gruñido.

Cuando dejó de hacerlo, una bonita sonrisa, que había llevado semanas sin ver, se le dibujó en la cara al clavar la mirada en el pelirrojo.

Nashira apartó los ojos de la pareja, centrándola de nuevo en su amigo, que seguía observándolos. Orión tenía la mirada cristalizada.

Ella le dio, de nuevo, un pequeño apretón a través de las manos y él pestañeó un par de veces, volviendo a recuperar la máscara fría que había adornado su rostro durante todas estas semanas.

—Vámonos a clase.

No lo dejó objetar nada mientras lo arrastraba hacia el pasillo contrario, hasta que comenzó a seguirla por voluntad propia.

En estas últimas semanas se habían convertido en la roca del otro para apoyarse, en el hombro en el que llorar y en la persona con que poder desahogar su frustración frente a la situación.

Tenía la pequeña sospecha de que habían manipulado la mente de Fayna.

No sabía ni cómo, ni dónde, ni cuándo, ni quién, pero sí que lo habían hecho.

Que habían modificado y borrado su mente para protegerla y al final, ¿para qué?

«¿Para qué se besuqueara con la persona que había entregado a su propia madre a una sentencia de muerte segura? ¿Para que le dedicara palabras como «te quiero» a quien la había engañado y secuestrado? ¿Para qué...?», pero decidió cortar su hilo de pensamientos al darse cuenta de que volvía al mismo círculo vicioso de siempre.

—Debes pasar página, Orión —masculló, volviendo a entrelazar sus manos y dándole un apretón antes de soltarla—. Yo voy a empezar a hacerlo.

Orión no respondió, pero se fijó en que fruncía el ceño y formaba una línea recta con los labios, manteniendo la vista clavada en el suelo.

Suspiró, volviendo a retomar el camino hacia la clase, dejando a su amigo pensativo sobre qué haría la próxima vez que viera a la chica, la cual juró proteger y de la que se enamoró, en manos de su peor enemigo.

***

Las dudas volvieron a surgir.

Después de todo, Orión seguía debatiéndose en lo que era correcto y en lo que no.

Como tigot protector era su deber asegurarse de que su mayantigo estuviera a salvo y tuviese una vida plena y feliz.

Miró por encima del hombro a través de la ventana, encontrándose a Fayna en su habitación sonriendo de la misma forma que la había visto hacer durante estos meses.

Igual que su risa, que había inundado los pasillos del instituto, e incluso había captado al detalle las veces que se sonrojaba cuando soltaba una carcajada más fuerte de la cuenta.

Apartó los ojos de ella y volvió a colocarse la camiseta blanca antes de mirarse en el espejo.

No se había atrevido hacerlo en bastante tiempo, mucho menos sabiendo el chico demacrado que le iba a devolver el reflejo.

Su pelo había crecido mucho, llegándole por debajo del mentón y estaba más desordenado que nunca; sus ojos, que siempre habían reflejado una vitalidad que, a veces, ni sentía, estaban inertes y hundidos, con unas sombras violetas debajo de ellos; su piel pálida había adquirido un tono enfermizo, y, la vena del cuello no dejaba de palpitar con fuerza.

Las marcas en «V» de su espalda escocían con un ardor insoportable cada vez que la imagen de Leo, con sus manos sobre el cuerpo de Fayna aparecían en su mente, una y otra vez, en una especie de bucle infinito de tortura. Era como estar encerrado en una pesadilla continua en la que daba igual si abría los ojos y se despertaba, porque seguiría rondando su cabeza.

Aún así, intentó apartar esos pensamientos.

Se enderezó frente al espejo, aguantando la respiración frente a la imagen. Entonces, colocándose una última vez la camiseta, notó las manos sudadas y se las frotó contra el pantalón, antes de acercarse al alfeizar.

Cada uno de los árboles de la avenida tenían las copas decoradas por flores, característico de la primavera, haciendo las calles coloridas y menos sombrías cuando estos estaban desnudos y eran más hoscos en invierno.

Se vio tentado a escalar por el árbol que había entre las dos casas, desnudo y hosco como se había mantenido durante años sin importar la estación. Escalarlo como había hecho tantas veces de pequeño, para después tocar la ventana de Fayna y colarse por ella a su habitación o al revés.

Aunque sabía que, si esta vez hiciese eso, no sería tan bien recibido.

Se quedó con la mirada fija en el horizonte, esperando el momento idóneo para interceptar a Fayna. El cielo azulado de hacía unas horas había sido sustituido por tonalidades rosáceas y naranjas, decoradas con varias nubes que ocultaban el sol.

Entonces, escuchó unos pasos acercándose a su calle. Apartó la mirada del cielo y la clavó en la dueña de dichos pasos, que resultó ser la ctónic con aspecto de tigot.

No se lo pensó dos veces.

Salió de su habitación y bajó las escaleras con prisas, sin siquiera medir lo que le diría o las consecuencias que habría después de hacerlo. No tenía ni idea de lo que iba a pasar, solo sabía que necesitaba hablar con ella. Abrió la puerta de su casa y caminó con paso rápido hasta llegar a la altura de Fayna, en el momento justo en que estuvo a punto de abrir la puerta de su casa.

—¡Fayna! —la llamó, advirtiéndole de su presencia.

En cuanto pronunció su nombre, ella giró sobre sus talones. La mirada de ella se clavó en la de él y durante un par de segundos solo hicieron eso, mantenerse las miradas, sintiendo ese escalofrío que siempre lo recorría en su presencia, volvía a hacerlo, incluso con más intensidad que antes.

Orión notaba que le hormigueaban las puntas de los dedos por querer entrelazar su mano con la de ella, o retirarle el mechón que se había escapado de su coleta, o, simplemente, abrazarla y sentir el calor abrasador que desprendía, contrastando su tacto gélido.

Tragó saliva con dificultad antes de atreverse a hablar de nuevo.

—Te he echado de menos —soltó de sopetón.

Ni siquiera sabía muy bien por qué había decido confesarlo.

Fayna parpadeó un par de veces, sorprendida. Dejó la mochila en el banco que había en su terraza delantera y bajó las escaleras con paso lento hasta que pisó la calle y corrió hasta llegar a su altura, pillándolo desprevenido cuando lo abrazó.

Aún sorprendido por el gesto, no tardó en reaccionar y envolvió su cintura mientras que ella escondía el rostro en el hueco que hacía su hombro con el cuello. Inhaló el aroma tan característico que siempre la acompañaba y se dejó engullir por la calidez que emanaba a través de la ropa, del tacto ardiente de sus dedos mientras rodeaba su cuello, acercándolo más a ella. Siendo capaz de escuchar su corazón latiendo con fiereza contra sus costillas, igual de acelerado que el suyo.

—Yo también —susurró ella contra su piel—. Mucho.

Orión sintió una calma extraña invadiéndole cada parte de su cuerpo cuando la tuvo entre sus brazos.

No podía concebir un mundo en el que ella no estuviese en su vida.

No era capaz.

No quería.

Entonces, le azotó con fuerza lo que había estado pasando durante estos tres meses y que había intentando ignorar todo ese tiempo.

Ahora, sin embargo, la determinación de quererle hacer cambiar de parecer —o al menos intentarlo— no dejaba de dar vueltas por su cabeza.

O, si no era capaz, no le importaba conformarse con ser solo su amigo, pero necesitaba tenerla más cerca o no tan distante como hacía unas semanas.

Porque al final del día su corazón y alma tenían nombre y apellido, y nada ni nadie iba ser capaz de cambiarlo.

Así que se había conformado con eso, con ser solo su amigo, con que solo lo viera así.

Al cabo de unos minutos, fue Fayna quien rompió el abrazo entre los dos, con una sonrisa decorando su rostro, idéntica a la que tenía él en el suyo, hasta que volvió a hablar y ambas desaparecieron.

—No me gusta que salgas con Leo.

Orión notó que Fayna se tensaba bajo su tacto, parpadeando un par de veces, sorprendida antes de alejarse un par de pasos de él.

—¿Quién te crees que eres para decirme con quien puedo salir o no? —cuestionó con voz ausente, dejando atrás lo que antes habían sido abrazos y sonrisas—. Me tiene que gustar a mí, Orión. No eres ni mi padre ni mi madre para decir esas cosas.

—¡Soy tu amigo!

E hizo el amago de acercarse a ella. Pero cuando Orión daba dos pasos hacia delante, Fayna retrocedía cuatro, negando con la cabeza sin ser capaz de mirarlo a los ojos.

Sabía que no esperaba que le fuese a decir algo así.

Él tampoco.

Fayna se giró, dándole la espalda y empezó a caminar con paso rápido en dirección a su casa, dispuesta a entrar y hacer como si nada de esto hubiese pasado.

Solo fue capaz de introducir la llave en la cerradura antes de que Orión le rodease la muñeca, impidiendo que pudiera girarla. Fayna no le devolvió la mirada, así que él se limitó a observar su perfil, notando que un nuevo escalofrío sacudía su cuerpo con mayor ferocidad que antes.

—Por favor, mayan...—Orión se cortó de inmediato—. Por favor, Fayna. No quería decirlo así.

—¿Qué has dicho antes? —preguntó, devolviéndole la mirada, sin apartar su mano sobre la de ella.

—¿Por favor?

—Lo otro —dijo, acercándose más a él, entrecerrando los ojos—. Orión, o me lo dices, o me largo.

Fayna retiró su mano de la muñeca y recogió la mochila del suelo, colocándosela sobre el hombro, todavía mirándolo. Él volvió a acortar la distancia entre los dos cuando hizo el amago de hacer girar el pomo, esta vez rodeándole brazo, obligándola a estar frente a frente con él.

—Mayantigo —susurró. Fayna lo observó confundida ante la palabra—. Es un mote. Olvídalo.

—Nunca me habías llamado así.

—Antes solía hacerlo. Antes de... mhm, el accidente.

—No lo recuerdo —soltó ella de sopetón—. Pero ese no ese no el punto, Orión. Eres mi amigo y debes aceptar que estoy enamorada de él.

Orión fue capaz de escuchar como se rompía su corazón de nuevo. Como ese órgano vital iba despedazándose en su interior mientras la frase caía sobre él al igual que un balde de agua fría, devolviéndolo a la realidad.

A esa donde ella estaba enamorada de Leo y no de él.

—No —siseó con enfado, no muy seguro si consigo mismo, con Fayna o con la situación en general.

—¿No?

—No —repitió en un siseo, intentando contener las ganas que tenía de gritarle todo lo que sentía—. No puedo aceptarlo. No si te está manipulando, haciendo a su antojo lo que quiere contigo.

—¡No lo está haciendo!

—¿No? Mírate, sí que lo hace —dijo con voz calmada.

Aunque por dentro quisiera romper la primera cosa que se cruzase por su camino o rasgar la camiseta que cubría las marcas de su verdadera naturaleza, para desplegar las alas y desaparecer entre las nubes.

Fayna soltó un suspiro, acortando la distancia entre los dos, apoyando una mano sobre su hombro, dándole un pequeño apretón.

Esta vez, cuando sus miradas se encontraron, no le gustó observar la profunda tristeza que emanaba de ella.

—Si tengo que elegir entre los dos, lo elegiré a él. Lo sabes, ¿verdad? —preguntó con un hilo de voz.

—Entonces... —dijo, apartándose de su toque y bloqueando cualquier emoción que pudiera experimentar en ese momento—. Espero que no te arrepientas.

Se dio la vuelta sin esperar una respuesta. Caminó y caminó hasta salir de la avenida, cuando empezó a correr en dirección al bosque del Norte, notando las ansias de liberar las alas.

En cuanto se adentró, zigzagueando entre un par de árboles, las liberó y alzó el vuelo con una violencia que no había experimentado desde que habían secuestrado a Fayna. Ascendió, batiendo las alas con fuerza, hasta notar los músculos de la espalda tensos y la dificultad de respirar a tan alta altura.

Entonces, gritó.

Gritó con fuerza hasta que le ardió la garganta.

Porque sabía que había pasado algo, porque ya no era una sospecha sino una certeza, y estaba dispuesto a todo para averiguarlo.

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