━ 𝐗𝐗𝐗𝐈𝐈: No merezco tu ayuda
N. de la A.: cuando veáis la almohadilla #, reproducid el vídeo que os he dejado en multimedia y seguid leyendo. Así os resultará más fácil ambientar la escena.
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•─────── CAPÍTULO XXXII ───────•
NO MEREZCO TU AYUDA
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EL OLOR A SANGRE IMPREGNABA EL AIRE. Allá donde mirase, Drasil solo veía muerte. Los gritos, los llantos, los relinchos de los caballos, el choque del acero contra el acero... Todo aquello había propiciado que el campo de batalla se convirtiera en un truculento maremágnum donde tan solo los más fuertes sobrevivían. Sin embargo, no era miedo lo que mordisqueaba sus entrañas. No era temor lo que se veía reflejado en su ensangrentado semblante, sino excitación. Un inmenso furor alentado por la victoria que ya podía empezar a paladear, por el inminente triunfo de su pueblo sobre los sajones.
Tal y como había ocurrido con Ælla y su insignificante séquito, los guerreros de Wessex habían pecado de ingenuos y confiados. Su cabecilla, el príncipe Æthelwulf, hijo del rey Ecbert, había actuado tal y como los Ragnarsson esperaban. Y es que, dos días antes de entrar en combate, Björn y Ivar creyeron conveniente inspeccionar el terreno donde tendría lugar el enfrentamiento para así usarlo a su favor a la hora de luchar. Gracias a aquella idea pudieron confundir a los cristianos, a quienes hicieron correr de un lado a otro para colmar su paciencia y, ya de paso, agotarles.
Aquel extraño —además de irritante— comportamiento por parte de los paganos surtió el efecto deseado en Æthelwulf, quien, harto de tanta majadería, puso rumbo hacia la costa, donde sabía que hallaría el bien más preciado de esos malditos salvajes: sus barcos. No obstante, aquello fue precisamente lo que El Deshuesado vaticinó cuando les comentó a sus hermanos el plan que tenía en mente, la estratagema que, según él, les proclamaría dignos vencedores.
Æthelwulf y sus hombres fueron sorprendidos a medio camino por un grupo de vikingos que no lo dudó a la hora de acribillarles con una lluvia de flechas, lo que les obligó a replegarse. Ninguno fue plenamente consciente de que se habían metido en la boca del lobo hasta que fue demasiado tarde.
El Gran Ejército Pagano se les echó encima en un abrir y cerrar de ojos.
Y ellos no pudieron hacer nada para evitarlo.
La batalla había alcanzado su punto álgido.
Las oscuras nubes que encapotaban el cielo habían descargado toda su furia contra ellos, provocando que la tierra del suelo se transformara en barro. Aquella explanada se había convertido en un peligroso —y sumamente resbaladizo— lodazal donde hasta el más mínimo descuido podía suponer la muerte.
Muchos habían sufrido en sus propias carnes los escarnios de aquel tiempo tan imprevisible. El banco de niebla que se había asentado en esa recóndita parte del valle dificultaba enormemente la visión, crispando los ya alterados nervios de los combatientes.
Drasil se tomó unos segundos para mirar a su alrededor. Junto a ella yacía el cadáver del último soldado contra el que había estado peleando. Un hombre de mediana edad al que parecía haberle desconcertado —y hasta incluso horrorizado— que una jovencita como ella, de apariencia frágil y delicada, formase parte de las temibles huestes nórdicas.
La había subestimado por el simple hecho de ser mujer, y había pagado por ello. Al igual que muchos otros antes que él.
La skjaldmö no mostraba ningún tipo de piedad en el campo de batalla. Arremetía contra todo aquel que portara un arma y supusiese una amenaza, dejando a un lado los sentimientos, tal y como su progenitora le había enseñado que hiciera. Porque Kaia le había recordado en incontables ocasiones que en combate una buena escudera debía librarse de las emociones.
«Mantén la calma, atrae al oponente a la batalla utilizando su ira. Así te resultará más fácil vencerlo». Las palabras de su madre resonaron en su mente con la misma claridad con la que las había escuchado la primera vez, hacía ya muchos inviernos. Por aquel entonces, ella era una chiquilla impulsiva y visceral que fantaseaba con convertirse en una gran guerrera. Y aunque seguía siéndolo, dado que tendía a actuar antes de pensar, estaba aprendiendo a doblegar esa parte de sí misma.
Sin embargo, aquella vez no había sido capaz de sepultar esa vorágine de sensaciones contradictorias que se agitaba en su interior. Los últimos acontecimientos, entre los que destacaban su desencuentro con Ivar y su discusión con Ubbe, habían contribuido a ello.
Desde que habían llegado a Inglaterra todo había ido de mal en peor. Las cosas se habían complicado más de la cuenta, y eso era algo que la enervaba a más no poder. Porque odiaba no tener el control, el dominio absoluto de todo lo que sucedía en su día a día. La hacía sentir débil y vulnerable, como si no fuese la forjadora de su propio destino. Como si se tratase de un simple títere, la marioneta de unos dioses pérfidos y caprichosos.
Sus iris verdes escrutaron con atención los alrededores, mientras trataba de normalizar el ritmo de sus acelerados latidos. La tinta de su maquillaje tribal se había corrido, mezclándose con el lodo del suelo y la sangre de sus enemigos. De todos aquellos que habían tenido la osadía de cruzarse en su camino.
Buscó con la mirada a Eivør, a quien no veía desde hacía varios minutos, pero no logró atisbarla por ningún lado. Así como tampoco encontró rastro alguno de los Ragnarsson, al menos en aquella zona. A quienes sí pudo vislumbrar, en cambio, fueron a Harald y a Halfdan. Estos luchaban codo con codo a muy pocos metros de ella. A juzgar por la expresión de sus rostros, los dos parecían estar disfrutando enormemente de la matanza, al igual que ella y que el resto de sus compatriotas.
Un grito la puso nuevamente en guardia.
Con sus armas en ristre, giró sobre sus talones, quedando frente al sajón que había echado a correr hacia ella. Sus labios esbozaron una sonrisa traicionera en el momento en que la espada de aquel sujeto —de más o menos su misma edad— impactó contra su escudo. Sin darle tiempo a reaccionar, Drasil elevó su otro brazo, dirigiendo el filo de su acero hacia la cabeza de su adversario, que no pudo hacer nada para eludir el cintarazo.
Un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando su espada se hundió en el cráneo del muchacho, produciendo un espeluznante chasquido. Tal era la bestialidad con la que lo había embestido que la hoja traspasó el yelmo. La sangre no demoró en borbotear, deslizándose sinuosamente por la fisonomía del cristiano, cuyo globo ocular derecho se había salido de su cuenca debido al golpe.
Con el mismo brío con el que lo había ensartado, la castaña liberó su espada, ocasionando que el cuerpo del individuo cayera a sus pies con un ruido sordo. Algo dentro de ella se sacudió al contemplar cómo aquel pobre infeliz se retorcía en el suelo, agonizando. La visión de sus dedos moviéndose erráticamente y de su boca abriéndose y cerrándose en una perturbadora estereotipia hizo que el estómago se le encogiera.
Parecía estar pidiéndole con la mirada que lo rematara.
Que terminase lo que había empezado.
Sin querer malgastar ni un segundo más, enarboló de nuevo su arma, para finalmente asestarle el golpe de gracia. La presión que se había instaurado en su pecho pareció aligerarse ante aquella acción, ante aquel acto de falsa misericordia. Expulsó por la nariz todo el aire que había estado conteniendo una vez que el sajón dejó de moverse y, por tanto, de sufrir.
Aquel fue su primer error. Distraerse de lo verdaderamente importante.
No reparó en que otro cristiano se le había acercado por la espalda hasta que este se abalanzó sobre ella, pillándola desprevenida. Drasil giró sobre su cintura, con la respiración entrecortada y el corazón latiéndole con fuerza bajo las costillas, y alzó torpemente su escudo, lo justo para poder contrarrestar la inesperada ofensiva del soldado. Comprimió la mandíbula con fuerza cuando su brazo izquierdo se resintió a causa del impacto. Una descarga de dolor le recorrió toda la extremidad, desde la punta de los dedos hasta el hombro.
Quiso retroceder, salvaguardar una distancia prudencial con el que se había convertido en su nuevo contrincante, pero este se lo impidió. Todas sus alarmas saltaron cuando, haciendo uso de un potente mandoble, la despojó de su escudo. La única protección de la que disponía cayó al suelo, a un par de metros de ella.
El pánico comenzó a extenderse por todo su cuerpo como el más letal de los venenos. Apretó con fuerza la empuñadura de su espada, clavándose en la palma su sencillo diseño, y le enseñó los dientes al cristiano en una mueca feroz.
Con la rabia relampagueando en sus titilantes pupilas, Drasil avanzó a grandes zancadas hacia él, dispuesta a tomar la iniciativa.
Se dejó llevar por la ira que la corroía por dentro. Descargó en aquel sujeto todo lo que había estado guardándose para sí misma desde que habían abandonado Hedeby, desde que un Ragnarsson en particular había irrumpido en su vida. Y lo hizo sin tan siquiera darse cuenta de que estaba cometiendo otro error garrafal.
La muchacha fintó, logrando acertarle en un antebrazo, muy cerca de la muñeca. Observó con satisfacción cómo el hombre reculaba en un acto reflejo, con la extremidad herida pegada a su pecho, donde la sangre no tardó en manchar la tela de su jubón. Su rival rugió con exasperación en tanto inspeccionaba fugazmente el corte.
Drasil sonrió con petulancia. El miedo había desaparecido, dando paso a una inconmensurable euforia. Un éxtasis aderezado por la adrenalina que corría anárquica por sus venas.
Se impulsó sobre la punta de sus pies para precipitarse hacia él, permitiendo que aquella exaltación la embargara por completo, vigorizándola. Concentrada en su tarea, hizo chocar su espada con la del sajón, que lucía pálido debido a la pérdida de sangre que estaba experimentado.
Los dos forcejearon con ahínco. Sus armas formaron una cruz aspada y fue ahí, mientras Drasil empleaba todas sus energías para que ambos filos se dirigieran a la yugular de su oponente, cuando este liberó una de sus manos para asestarle un fuerte puñetazo en la mejilla.
El cuello de la skjaldmö rotó involuntariamente hacia el lado contrario al golpe, a la par que un molesto pitido se instalaba en sus oídos. Un sabor metálico inundó su boca, seguido de una terrible quemazón allá donde había recibido el guantazo. No obstante, aquel dolor no fue comparable al que sintió instantes después.
El aire se le quedó atascado en la garganta cuando la espada del cristiano se hundió con saña en su abdomen, justo en el flanco izquierdo, perforando su peto de cuero endurecido.
Un sonido ahogado se escabulló de sus labios. La mano en la que sostenía el arma se abrió, ocasionando que esta cayera al suelo. Un nuevo alarido surgió de lo más profundo de sus entrañas cuando su adversario le extrajo la espada de un brusco movimiento.
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Drasil retrocedió unos pasos, tambaleante. Se llevó las manos al costado, allá donde el acero de aquel malnacido había sajado su carne. Estas no demoraron en teñirse de rojo, aunque hizo todo lo posible para no perder los nervios, para no dejarse dominar por el miedo. Sus orbes esmeralda buscaron su espada, que desafortunadamente se hallaba fuera de su alcance.
Sus pies tropezaron el uno con el otro cuando intentó ir a por su escudo, haciendo que cayera inexorablemente al suelo. El oxígeno ardía dentro de sus pulmones y el dolor que provenía de su abdomen no hacía más que embotarle la cabeza y obnubilarle los sentidos.
El cuerpo del guerrero ocupó nuevamente su campo de visión y ella no pudo hacer otra cosa que arrastrarse por el fango en un intento desesperado por escapar de sus garras. No consiguió llegar muy lejos, dado que su contrincante no titubeó a la hora de colocar uno de sus enormes pies en la espalda de la joven, ejerciendo la presión suficiente para que esta no pudiera seguir alejándose de él.
Drasil jadeó, sintiendo cómo las irregularidades del terreno se le clavaban en el pecho y en el vientre. Con gran dificultad, estiró los brazos y cogió una piedra del suelo, para luego lanzarla con todas sus fuerzas por encima de su hombro.
El gruñido que dejó escapar el cristiano fue prueba suficiente para saber que había dado en el blanco. El peso muerto de su espalda desapareció poco después, lo que le permitió girar sobre sí misma, quedando bocarriba.
Tosió en tanto contemplaba cómo su rival se limpiaba el hilillo de sangre que había brotado de un profundo corte en su frente. Apenas un instante después, los ojos del sujeto, que se habían oscurecido debido a la cólera, se posaron en los suyos, arrancándole un estremecimiento.
De manera inconsciente, su mano izquierda descendió hacia su cinturón, mientras la derecha continuaba presionando la herida. Algo en su mente se activó cuando estableció contacto con la vaina horizontal en la que tenía guardado su cuchillo, el seax de su tía Jórunnr.
Sus labios se fruncieron en una mueca desdeñosa una vez que el soldado volvió a posicionarse delante de ella. Este parecía sumamente contrariado por todos los problemas que le estaba causando, por lo mucho que se le estaba dificultando la labor de deshacerse de una simple mocosa.
Tras un enérgico bramido, el hombre izó su espada, propulsándola después hacia delante. Ignorando el dolor que le atravesaba el costado, Drasil se apartó antes de que la hoja pudiera alcanzarla y utilizó su pierna para asestarle un potente garrotazo en el muslo que logró desequilibrarle. Una segunda patada —esta vez en la espinilla— propició que el cristiano apretara los dientes y se desplomase a su lado.
Sin darse un solo respiro, la escudera rodó hasta rebasar los escasos centímetros que los separaban. Le propinó un golpe seco en la muñeca, obligándole a soltar su espada, y se colocó encima de él. Le aprisionó los brazos con las rodillas, tal y como había aprendido en sus múltiples clases de glima, y desenfundó su puñal. El sajón se removió bajo ella, histérico.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Drasil perdió la cuenta del número de veces que le había clavado el cuchillo en el torso cuando sobrepasó la decena.
La herida de su abdomen se resintió ante aquel inquietante ensañamiento, de modo que, en cuanto se aseguró de que ya no respiraba, se dejó caer a su lado. Una oleada de calor se expandió por su interior, provocando que el vello de la cerviz se le erizara. Inspiró profundamente, a fin de mitigar la angustiante sensación que le oprimía las entrañas. Pero el dolor era demasiado intenso, demasiado sofocante.
—Maldita sea... —farfulló con esfuerzo.
Con la retirada de los cristianos —aquellos que habían sobrevivido a la masacre—, la batalla llegó a su fin y, con ella, la llovizna que les había acompañado durante todo el enfrentamiento. Los paganos rieron y vitorearon en tanto los sajones que aún quedaban en pie huían como ratas despavoridas, encabezados por el príncipe Æthelwulf.
Eivør alzó la vista al cielo y extendió los brazos, dando gracias a los Æsir y a los Vanir por su bien merecido triunfo. En su sudoroso semblante podían apreciarse algunas manchas de barro y sangre, al igual que en su vestimenta. El filo de su espada ya no lucía su característico tono grisáceo, sino uno carmesí. La clara evidencia de que había peleado como una auténtica valquiria.
Sonrió cuando Iben y Runa se aproximaron a ella para estrecharla entre sus brazos, eufóricas por la inminente victoria. Mientras estas hablaban, contando sus escaramuzas durante el tiempo que había durado la reyerta, la morena echó una rápida ojeada a su alrededor, buscando a alguien en particular.
Le extrañó no vislumbrar a Drasil por ninguna parte. Era cierto que le había perdido la pista desde que prácticamente había comenzado la ofensiva y que aquella explanada era bastante amplia —y ellos muy numerosos—, pero el hecho de no verla por allí cerca, cuando hacía varios minutos que todo había acabado, hizo que un molesto nudo se aglutinara en su garganta.
Se despidió de Iben y Runa, que seguían parloteando, y luego de enfundar su arma se dispuso a buscar a su mejor amiga. El banco de niebla se había dispersado un poco, lo que agradeció enormemente, puesto que así podría contar con una mayor visibilidad.
Caminó por aquel cementerio de almas con la vaga convicción de toparse con Drasil en cualquier momento. Porque eso era lo que debía pasar: ambas se reencontrarían, bromearían sobre sus desaliñados aspectos y festejarían juntas el hecho de que otro reino cristiano estaba próximo a caer rendido a sus pies.
La inquietud fue creciendo en su interior a medida que avanzaba sin tener noticias de su compañera. Buscó su rostro en las skjaldmö con las que se cruzaba, de nuevo sin éxito. Poco a poco el nudo de su garganta se fue haciendo más asfixiante y opresivo, hasta el punto de sentir una mano invisible constriñéndole las cuerdas vocales.
Se negó a bajar la mirada, a intercalar su desesperada búsqueda con los cadáveres que había esparcidos por el suelo, donde el agua de los charcos se había mezclado con la sangre de todos aquellos que habían caído en combate. Se negó a pensar que Drasil fuera uno de esos cuerpos inertes, carentes de vida. Simplemente se negó a creer que su amiga hubiese abandonado Midgard para reunirse con los dioses.
Fue entonces cuando sus iris pardos divisaron en la lejanía a Aven, el aprendiz de herrero con el que Drasil parecía haber estrechado lazos. El muchacho reía junto a un grupo de hombres a los que ella no conocía, aunque eso no la disuadió de acercarse a ellos y llamar la atención del joven, cuyo talante también dejaba mucho que desear tras la revuelta.
Aven se volteó hacia ella, que lucía una expresión mortalmente seria.
—Estoy buscando a Drasil —consiguió decir Eivør sin que le temblase la voz—. ¿La has visto? —quiso saber, ignorando las miradas lascivas que le lanzaban los otros hombretones, que no dejaban de cuchichear entre ellos.
Ante la ansiedad que transmitía su postura, el chico borró la sonrisa que hasta ese preciso momento habían hilvanado sus labios. Podía percibir la angustia que expelía la escudera por cada poro de su piel, así como su desasosiego. Era evidente que estaba preocupada, y mucho.
—No, no la he visto —respondió Aven con desconcierto.
Eivør dejó escapar un exabrupto. Se pasó una mano por la cara en tanto su mente se ponía a trabajar a toda velocidad. Todo ello bajo la atenta supervisión del aprendiz de herrero, que había empezado a agitarse.
—Yo no... No la encuentro —confesó la morena, que no dejaba de cambiar su peso de una pierna a otra. A cada minuto que transcurría estaba más alterada, y eso era algo que no la beneficiaba en absoluto—. Temo que le haya ocurrido algo —manifestó, acongojada.
Aven palideció al escucharlo.
Sin querer ponerse en lo peor, posó una mano en el hombro de Eivør y lo estrechó con suavidad, en un intento por reconfortarla. La muchacha lo miró con el temor centelleando en sus orbes oscuros.
—Tranquila, la encontraremos —sentenció el chico.
Eivør tan solo asintió, esperando que así fuera.
Los vikingos habían comenzado a reagruparse en el centro del valle. Se formaron grupos para buscar posibles supervivientes entre la cantidad ingente de cadáveres que se amontonaban unos encima de otros. Eivør y Aven habían decidido separarse para así ampliar el radio de búsqueda, de manera que, una vez concretado el punto de encuentro, el aprendiz de herrero tomó la dirección contraria a la que había seguido la skjaldmö, cuyo grado de tensión había alcanzado cuotas críticas.
Mientras caminaba por la llanura, Aven se encomendó a todos y cada uno de los dioses, rezando para que Drasil estuviese sana y salva. Aún no se había desvanecido la desazón que lo había embargado cuando escuchó de boca de Eivør que no lograba dar con la castaña. Esta se había arraigado a sus huesos, acelerando el ritmo de sus desenfrenados latidos e instaurando una molesta presión en su pecho.
Una gruesa capa de sudor se aposentó en su frente mientras continuaba con la ardua tarea de buscar a Drasil. La respiración se le entrecortó al tantear la posibilidad que ni él ni Eivør se habían atrevido a pronunciar en voz alta.
Entonces la vio.
Distinguió una silueta en la lejanía, una figura menuda y delgada que permanecía cubierta de lodo. Esta caminaba renqueante, con una mano en el costado izquierdo y la mirada gacha.
Con el corazón latiéndole desbocado bajo las costillas, Aven echó a correr hacia ella y la tomó con cuidado por los hombros. La escudera ladeó ligeramente la cabeza y clavó la vista en él, aturdida.
—... ¿Estás bien? —Le oyó decir al muchacho—. Drasil, por favor. Di algo —suplicó al tiempo que acunaba su rostro con delicadeza. Se alarmó al percatarse de que el brillo había desaparecido de sus ojos verdes.
—Yo... —La hija de La Imbatible atrapó las manos de Aven entre las suyas, apartándolas de sus mejillas. Estaba demasiado conmocionada—. Me han herido. No... no me dio tiempo a esquivar la estocada y... —explicó, a lo que su interlocutor compuso una mueca de auténtico pavor—. ¿Dónde... dónde está Eivør? —quiso saber.
Forzó a sus agotadas piernas a que se pusieran nuevamente en movimiento, guiada por la imperiosa necesidad de reunirse con su mejor amiga, de cerciorarse de que se encontraba bien, pero un ramalazo de dolor la conminó a mantenerse inmóvil.
Con gran frenesí Aven la examinó de arriba abajo, avistando aquella espantosa herida en su costado izquierdo. La palidez volvió a adueñarse de su semblante al contemplar cómo la sangre manaba del tajo, humedeciendo su peto de cuero endurecido. Instintivamente tapó la cisura con la palma de su mano, a fin de contener la hemorragia.
—Maldición, Drasil... Te estás desangrando.
La mencionada dejó escapar un gruñido.
—¿Dónde está Eivør? —insistió con voz ronca.
—Está bien, tranquila —contestó Aven, sintiendo un desagradable hormigueo allá donde la sangre de Drasil había entrado en contacto con su piel—. Voy a llevarte con ella.
El aprendiz de herrero rodeó la cintura de la joven con sus musculosos brazos, permitiendo que esta apoyara todo su peso en él. Acto seguido, la instó a caminar, arrancándole un nuevo bramido.
—Te pondrás bien, ya lo verás.
Pero Drasil no estaba tan segura de ello. No cuando aquella maldita herida parecía estar absorbiendo sus energías... Y su vitalidad. Casi podía imaginarse a las nornas preparándose para cortar el hilo de su destino, para ponerle fin a su insignificante existencia.
Aven siguió hablando, tratando de distraerla, pero la chica apenas podía prestarles atención a sus palabras. Tenía la cabeza embotada, tanto que su mente se había convertido en una maraña de pensamientos brumosos e inconexos. Sentía frío y calor al mismo tiempo, como si una parte de ella se encontrara en el gélido Niflheim* y la otra en el ardiente Muspelheim*.
—No merezco tu ayuda... —balbuceó.
Su acompañante articuló algo en respuesta, pero no llegó a oírlo. Todo a su alrededor empezó a dar vueltas, muchas vueltas. Su mirada se desenfocó, generándole una leve sensación de vértigo, y sus piernas fallaron.
Sus rodillas impactaron contra el duro suelo.
Y ella fue engullida por la oscuridad.
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· ANOTACIONES ·
—En la mitología nórdica, Niflheim es el reino de la oscuridad y las tinieblas, el cual está envuelto en una niebla perpetua. En él habita el dragón Níðhöggr, que roe sin cesar las raíces de Yggdrasil. Bajo el enorme, oscuro y gélido Niflheim está el reino de los muertos, Helheim, gobernado por la diosa Hela. Niflheim es la materia fría, lo opuesto a Muspelheim, que es la materia caliente.
—Muspelheim, por el contrario, es el reino del fuego. En él habitan los Gigantes de Fuego, de los que Surt es el más poderoso. En el Ragnarök los cielos se abrirán y Surt saldrá de Muspelheim, seguido de todos sus gigantes, marchando hacia Asgard y destruyendo a su paso el puente Bifröst.
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N. de la A.:
¡Hola, mis pequeños vikingos!
Debo confesar que, en un principio, no iba a publicar el capítulo este fin de semana. De hecho, quería esperar a tener el 33 listo, ya que le he cogido el gusto a esto de tener capítulos de reserva, jajaja. Pero he decidido subirlo hoy porque esta semana voy a estar bastante liada con entregas de trabajos y graduaciones. Así que eso, para que veáis que no soy tan perra como creéis x'D
En fin, a otra cosa mariposa. Sé que muchos me odiaréis mazo ahora mismo (me puedo imaginar los comentarios de algunos lectores xd), pero en mi defensa diré que esto es necesario para el desarrollo de la trama y la evolución de los personajes. Siempre supe que tenía que meter esta escena, así que reprimid vuestros impulsos asesinos, please.
Pero bueno, dejando a un lado el hecho de que casi mando pal' otro barrio a Drasil, ¿qué os ha parecido el capítulo? ¿Os ha gustado? ¿Habéis sufrido tanto como yo al escribirlo? Porque sí, este, al igual que el 30, me ha costado un ovario y medio redactarlo. En serio, lo paso fatal describiendo batallas porque llega un momento en el que no sé cómo explicar las cosas y me frustro >.<
Y aquí os dejo unas preguntillas: ¿será esto lo que vio Hilda en el capítulo anterior, o se tratará de una cosa completamente diferente? ¿Cómo creéis que reaccionará Ubbe, nuestro queridísimo príncipe, cuando se entere de que casi convierten a su (ex) churri en un colador? Sobre Eivør no pregunto porque todos sabemos que le dará un jari cuando la vea en ese estado (el cristiano que hirió a Dras tiene suerte de estar muerto x'D).
En resumen: el próximo cap. va a ser muy intenso y dramático. Rezad para que no me dé la vena asesina.
Y eso es todo por el momento. Espero que os haya gustado el capítulo. Si es así, por favor, no olvidéis votar y comentar, que eso me anima muchísimo a seguir escribiendo =)
Besos ^3^
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