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━ 𝐗𝐋𝐕: Besos a medianoche

──── CAPÍTULO XLV ───

BESOS A MEDIANOCHE

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        AQUELLA ERA UNA NOCHE DE LUNA LLENA. Su luz de plata se colaba tímidamente entre los edificios, extendiéndose por las arterias de piedra oscura e iluminando cada rincón, cada recoveco. Sus brazos de alabastro confiriéndole a la ciudad un aspecto fantasmagórico, casi espectral. Desde que había sido tomada por el Gran Ejército Pagano, muy pocas veces se quedaba en silencio, pero cuando lo hacía, York parecía clamar por aquellos que habían perecido durante el asalto. Sajones que antes habían atestado sus calles, colmándolas de vida, de alegría, de sueños esperanzadores y promesas incumplidas. Ahora era el alborozo de los nórdicos lo que llenaba el aire, una baraúnda de voces, risas y música que no parecía tener fin. Ni siquiera cuando la oscuridad de Nótt se cernía sobre ellos como un lobo hambriento.

Drasil había empezado a perder la noción del tiempo. Desde que se habían hecho con el control de York, masacrando a todo hombre, mujer y niño, sus rutinas se habían reducido a entrenamientos con Eivør, discusiones con Liska, encontronazos con Ivar y evasiones en la taberna, donde bebía y bebía hasta que sus problemas y preocupaciones no eran más que una maraña de pensamientos brumosos e inconexos.

Las estruendosas carcajadas de Iben se colaron sin previo aviso en sus oídos, haciendo que saliera de su ensimismamiento, de aquel pozo negro que amenazaba con engullirla. Runa no demoró en unirse a la rubia, al igual que Eivør, siendo la hija de La Imbatible la única que se mantuvo silente.

Observó a sus amigas con desinterés, sin molestarse tan siquiera en descubrir la causa de su regocijo —dado que hacía varios minutos que había perdido el hilo de la conversación—, para después centrar toda su atención en su jarra de cerveza. Sus falanges trazaron con ociosidad el contorno del recipiente, que ya estaba prácticamente vacío. Trató de no pensar demasiado en el dolor punzante que martilleaba sus sienes, empeorando su estado de humor, que ya de por sí no era el mejor.

Había demasiado ruido, demasiada exaltación. Demasiado todo. Y ella comenzaba a agobiarse, a sentirse ridículamente oprimida. Esa noche ni la música ni el alcohol le estaban haciendo de efecto calmante. Por más que intentase dejar su mente en blanco, esta no paraba de bullir debido a los turbulentos pensamientos que la agitaban.

Y era agotador. Muy agotador.

Inspiró por la nariz y se llevó la jarra a los labios, terminándose lo que le quedaba de cerveza de un trago. Luego de secarse las comisuras con el dorso de la mano, se puso en pie, acaparando la atención de sus compañeras, que le lanzaron una mirada inquisitiva.

—Vuelvo enseguida. —Fue todo lo que dijo, la única explicación que les brindó antes de girar sobre sus talones y dirigir sus apresurados pasos hacia el interior del establecimiento, donde el ambiente era muchísimo más bullicioso.

Sorteó varias mesas, en su mayoría ocupadas por hombretones cuyos sentidos ya empezaban a nublarse debido al alcohol que habían ingerido, y se detuvo junto a la barra. Se situó frente al pequeño barril que había sobre el mostrador —una tabla de madera astillada— y procedió a rellenar su jarra.

De manera instintiva sus iris esmeralda se desviaron hacia una de las mesas que había a su derecha. Una corriente eléctrica le recorrió todo el cuerpo al establecer contacto visual con Ubbe, que se hallaba en compañía de Hvitserk y un puñado de guerreros a los que ella no conocía, al menos no personalmente.

Sus orbes celestes, que titilaban a la luz de las lámparas de aceite como estrellas en el firmamento, fueron como un bálsamo para ella, una caricia suave y gentil. Verlo allí, a tan solo unos metros de donde ella se encontraba, la reconfortó. Como si su sola presencia bastara para que la presión de su pecho se aflojase, para que la carga que llevaba sobre los hombros se tornase más ligera. Más soportable.

Depositó el recipiente en la barra y las yemas de sus dedos rozaron cuidadosamente los nudillos de su otra mano, que descansaba laxa sobre la fría superficie. La hinchazón había desaparecido y las heridas que antes habían tiznado su piel ahora estaban prácticamente curadas, apenas unas costras de sangre seca y coagulada.

Los recuerdos de aquel día, del mimo y el cuidado con los que el chico había limpiado sus raspaduras, esas llagas ocasionadas por el roce de la dura piedra contra su delicada carne, despertaron en su interior un sinfín de emociones insospechadas. Las imágenes de ella atacando ferozmente su boca, enredando las piernas alrededor de sus caderas y adhiriendo su menudo cuerpo al suyo, en cambio, la hicieron arder.

Volvió a focalizar toda su atención en Ubbe, que reía a mandíbula batiente ante un comentario que le había susurrado Hvitserk al oído.

Suspiró. Ninguno de los dos había conseguido reunir el valor suficiente para hablar de lo que sucedió aquella noche, de lo que estuvieron a punto de hacer en aquella carpa. Y una parte de ella lo agradecía, puesto que aún se sentía demasiado avergonzada. Aunque era consciente de que tarde o temprano tendrían que hacerlo.

—Esta situación me resulta familiar, ¿a ti no?

Drasil se puso rígida, tanto que sus músculos se resintieron.

Conocía muy bien aquella voz.

—Aven... —logró articular, una vez que se hubo volteado hacia él.

Con una mano apoyada en el borde del mostrador y la otra sosteniendo un cuerno vaciado, el aprendiz de herrero la sometió a un riguroso escrutinio. Paseó su ensombrecida mirada por el apetecible cuerpo de la skjaldmö, que se quedó inmóvil, todavía demasiado abrumada a causa de su repentina aparición. 

Estaba más delgado, los huesos de sus pómulos y de sus clavículas más marcados de lo habitual, y... ebrio. De hecho, apestaba a alcohol, con sus mejillas arreboladas y sus ojos color miel cubiertos por una leve pátina de niebla.

—Nos conocimos en una de las tabernas de Kattegat, durante el Solsticio de Invierno del año pasado —esclareció Aven tras unos instantes más de fluctuación. Tenía el cabello revuelto y una barba de varios días le oscurecía el mentón—. ¿Lo recuerdas o te importa tan poco que ya lo has olvidado? —espetó debido al silencio de su interlocutora, que no pudo hacer otra cosa que tragar saliva. Su mordacidad le había pillado con la guardia baja—. Ya veo... Dime, Drasil. ¿Hubo algo real en nuestra relación? ¿Te llegué a importar, aunque solo fuera un poco? —La susodicha se mantuvo firme, con la espalda recta y la vista al frente—. Supongo que no, ya que me utilizaste a tu antojo. —Alzó su cuerno y dio un generoso sorbo a lo que quisiera que este contuviera. Por el olor parecía bjorr.

La muchacha se cruzó de brazos, tratando por todos los medios de no caer en sus provocaciones. La presión de su pecho había regresado, tan opresiva y asfixiante como una losa de piedra. Sus uñas se hundieron con saña en las mangas de su vestido, buscando con aquel pellizco de dolor que la mente se le despejara.

No habían vuelto a hablar desde su disputa en el castillo del rey Ecbert, desde que Aven había descubierto todo lo que había estado haciendo a sus espaldas, cuando aún eran amigos. Y Drasil lo comprendía. Entendía que no quisiese nada con ella, que estuviese molesto. Entendía que la odiase. Pero sus palabras dolían igualmente, así como el tono huraño que estaba empleando para dirigirse a ella, como si fuese el ser más ruin sobre la faz de la tierra.

—Estás borracho.

La hija de La Imbatible trató de escabullirse, olvidándose por completo de su jarra de cerveza, que continuaba sobre la barra. Forzó a sus agarrotadas piernas a que se pusieran en movimiento, ansiosa por salir de allí lo antes posible, pero el joven se lo impidió interponiéndose en su camino.

El aire se le quedó atascado en los pulmones cuando Aven acortó la distancia que los separaba, apegando su musculosa anatomía a la de ella, que quedó encajonada entre él y el mostrador. Estaban tan cerca el uno del otro que sus hálitos se entremezclaban, haciendo saltar todas sus alarmas.

—Me has hecho daño. Me... me has mentido, humillado y manipulado —bisbiseó el aprendiz de herrero. Le estaba costando bastante no trabarse a la hora de hablar—. Y aun así... —Drasil se tensó todavía más cuando Aven posó la mano que tenía libre en su cintura—. Y aun así te echo de menos. No te imaginas cuánto.

Se inclinó para besarla, pero la escudera lo frenó a tiempo. Le torció la cara y utilizó sus brazos a modo de barrera. Sus manos lo apartaron de un enervante empujón.

—Por favor, para. —La voz de Drasil sonó firme e inflexible.

Aven arrugó el entrecejo, pero fue lo suficientemente inteligente como para no intentar sobrepasarse de nuevo. Los iris de la skjaldmö brillaban con desaprobación y rabia contenida.

—¿Sigues encaprichada de ese principito de tres al cuarto? —masculló el aprendiz de herrero entre dientes. Desvió la mirada hacia el rincón donde se encontraba Ubbe, que no les quitaba el ojo de encima. Aquello, junto con la forma en que comprimía la mandíbula, le generó una enorme satisfacción—. No pensaste mucho en él cuando te abriste de piernas para mí. Ni tampoco cuando te hice gemir de placer. ¿O sí? —Volvió a fijar la vista en Drasil, cuyo rostro estaba lívido—. Tal vez era a él a quien veías en lugar de a mí.

En un acto impulsivo, la castaña estampó la palma de su mano en una de las mejillas de Aven. El cuello del muchacho rotó involuntariamente hacia el lado contrario al golpe y las conversaciones que se sobreponían las unas a las otras y que inundaban el establecimiento, haciendo eco en las paredes, bajaron de volumen.

Drasil procuró adoptar una expresión serena e impasible, pero ya no se sentía la dueña de su cuerpo ni de sus emociones. No después de escuchar esos comentarios tan hirientes. 

Definitivamente aquel no era el Aven que ella había conocido. El joven de sonrisas dulces y mirada afable ya no estaba. Y eso solo hizo que se sintiera aún más miserable, porque de sobra sabía que todo había sido por su culpa.

Resguardándose tras una máscara de indiferencia, se zafó de su agarre y se apartó de él. Sus piernas temblaban bajo la falda de su vestido y los ojos le escocían a causa de las lágrimas reprimidas, pero no se permitió flaquear. No delante de tantas personas. No cuando la salida estaba a tan solo unos pasos...

Las falanges de Aven se cerraron en torno a su muñeca izquierda como un cepo, reteniéndola. Podía sentir las miradas de todos los presentes clavadas en ellos. En ella.

—Es... espera... —balbuceó el aprendiz de herrero. Su agarre se hizo más fuerte y posesivo—. Yo no... No quería decir eso. —Su semblante reflejaba arrepentimiento, como si la bofetada le hubiese proporcionado algo de lucidez.

La hija de La Imbatible giró sobre su cintura para poder encararlo. A su alrededor, la gente había comenzado a cuchichear.

—Suéltame. Me haces daño —le exigió.

Pero Aven no parecía estar dispuesto a ceder. Al menos no tan fácilmente.

—Te ha dicho que la sueltes.

De nuevo, Drasil palideció. Viró la cabeza hacia su derecha, topándose con la imponente figura de Ubbe, que se había aproximado a ellos. Su voz había sido más bien un gruñido, ronco y antinatural. Una amenaza velada.

El aludido lo observó con irritación. El ápice de cordura que antes pudiera haber demostrado se desvaneció sin dejar rastro en cuanto posó sus ojos en el guerrero. Había odio en ellos. Odio, rencor y... despecho. Una combinación peligrosa. Muy peligrosa.

—Has tardado más de lo que esperaba en entrometerte, Ragnarsson. —Soltó su apellido como si fuera un insulto, ganándose un siseo por parte de la escudera. Esta sacudió el brazo que tenía preso, pero Aven ni se inmutó. Estaba demasiado ocupado desafiando con la mirada a Ubbe.

—No lo volveré a repetir —le advirtió el primogénito de Ragnar y Aslaug. Había algo en su manera de hablar, de dirigirse a él, que hizo que Drasil se estremeciera—. Suéltala. Ahora. —No era una petición, sino una orden.

La castaña intercaló miradas entre ambos con expresión alarmada. Por encima del hombro de Ubbe pudo ver cómo Hvitserk se levantaba de su asiento y se ponía tenso, quizá temiendo lo mismo que ella. La taberna había quedado sumida en un silencio sepulcral y Drasil se encomendó a todos y cada uno de los dioses para que Aven entrara en razón.

Sus plegarias fueron escuchadas y, tan pronto como el aprendiz de herrero la soltó, otra mano tomó su antebrazo derecho. Los dedos del caudillo vikingo fueron desgarradoramente gentiles con ella. Su agarre fue tan suave y delicado que no encajaba con la furia que podía atisbarse en el fondo de sus orbes azules.

—Estoy bien —dijo en un vano intento por tranquilizarle.

Pero Ubbe no le hizo caso. La atrajo hacia sí y la colocó tras él en un ademán protector. Aquello hizo que la joven arrugara la nariz con disgusto. Tuvo que apretar los labios en una fina línea para contener la réplica que se deslizaba por su lengua.

No necesitaba que la protegieran.

No era ninguna muchachita desvalida.

Sabía arreglárselas sola.

Aven los observó con una ceja arqueada. No le habían pasado desapercibidos el afecto y la ternura con los que el Ragnarsson había tocado a Drasil, ni tampoco la mirada que le había dedicado en el proceso. Esa imperiosa necesidad de querer alejarla de todo mal.

Las piezas encajaron solas.

—La quieres... Estás enamorado de ella —musitó el aprendiz de herrero sin poder disimular su asombro. Un músculo pequeño sobresalió en el lateral del cuello de Ubbe, y fue ahí cuando supo que estaba en lo cierto. La skjaldmö, por el contrario, se había quedado muda. No obstante, fue el fulgor que destelló en sus ojos, esa tímida esperanza que podía entreverse en sus rasgos faciales, lo que provocó que una línea caliente de ira rebanara sus sentidos—. Pero ¿quién te dice que no le esté calentando la cama a otro mientras flirtea contigo? —Silencio. Uno tremendamente inquietante y perturbador—. Sería justicia divina, en tal caso —se mofó.

Todo pasó demasiado rápido. En menos de un pestañeo Ubbe se abalanzó sobre Aven, a quien le resultó imposible eludir su brutal acometida. Lo agarró por la pechera de su camisa y, con una furia ciega, descargó su puño cerrado en el rostro del aprendiz de herrero. Una y otra vez, sin descanso.

Drasil se quedó congelada en el sitio. Quiso intervenir, detener aquella locura antes de que ocurriera una desgracia, pero todo cuanto podía hacer era mirar. El temblor que azotaba su cuerpo se hizo mucho más evidente, expandiéndose por todas y cada una de sus extremidades. Había dejado de ser la dueña de sí misma para convertirse en un títere, una marioneta que nada podía hacer contra los hilos que la mantenían prisionera.

Otro golpe.

Se oyó un chasquido que le puso el vello de punta —seguido de un grito ensordecedor—, y supo que se trataba de la nariz de Aven cuando esta empezó a sangrar profusamente. Ubbe alzó de nuevo su puño, cegado por la cólera que corría anárquica por sus venas, pero, antes de que pudiera estamparlo contra uno de los pómulos del aprendiz de herrero, Hvitserk entró en escena y lo apartó de él.

La hija de La Imbatible se sobresaltó al notar unos brazos deslizándose por su cintura. Se volteó y se encontró con Eivør, que lucía tan pálida como ella, puede que hasta incluso más por no saber lo que estaba sucediendo.

Por encima de sus propios latidos y de las voces de todos aquellos que se habían congregado a su alrededor para disponer de una mayor visibilidad, pudo escuchar el «¿te encuentras bien?» que formuló su mejor amiga. Aunque no fue capaz de brindarle una respuesta coherente.

Tras ellas aparecieron Iben y Runa.

—No vuelvas a tocarla. Jamás —rugió el primogénito de Ragnar y Aslaug, fuera de sí. Hvitserk lo cogió del codo para evitar que perdiera otra vez el control—. Ni a hablar así de ella. ¿Me has entendido? —Lo señaló amenazadoramente con el dedo índice. Su mano estaba ensangrentada y sus nudillos abiertos debido a los golpes.

—Basta —dictaminó Drasil, interponiéndose entre ambos—. Ya basta.

Le lanzó una mirada cargada de advertencias a Ubbe y se acercó a Aven, que había acabado en el suelo, completamente mareado y aturdido. Sin importarle lo más mínimo que sus movimientos estuvieran siendo monitoreados por numerosas personas, se arrodilló a su lado, procurando ignorar las manchas carmesíes que salpicaban su ropa y determinadas zonas del suelo y de la barra, y tragó en seco.

«Todo es culpa tuya. Mentirosa, falsa, manipuladora, traicionera...», canturreó una insidiosa vocecilla en su cabeza. Su corazón se apretó tanto que dolió.

A sus oídos llegaron las inconfundibles voces de Eivør, Iben y Runa, que habían comenzado a despachar a los hombres y mujeres que, movidos por la curiosidad —o ansiosos por presenciar una buena pelea—, habían abandonado la comodidad de sus asientos para no perder detalle de la trifulca.

Drasil se lo agradeció con un sutil asentimiento mientras el aprendiz de herrero berreaba a causa del dolor. Su cara había empezado a hincharse y a amoratarse, y la sangre continuaba manando de sus fosas nasales. Era bastante probable que tuviese la nariz rota, a juzgar por el crujido del cartílago segundos atrás.

—Aven —pronunció ella con cautela. Extendió un brazo hacia el mencionado y posó una mano en su hombro, pero este enseguida se apartó, repeliendo su mero contacto—. Aven, por favor... —Volvió a intentarlo, obteniendo el mismo resultado. A su espalda, Ubbe farfulló algo ininteligible—. Déjame ayudarte. —Y ahí estaba, aunque la hubiese humillado y vejado, aunque hubiese insinuado cosas horribles sobre ella. Ahí estaba, ofreciéndole su apoyo. Intentando enmendar su error.

El aprendiz de herrero no se dignó a mirarla.

—No me toques. —Fue lo único que atinó a decir.

Se levantó como buenamente pudo, reprimiendo los quejidos que pugnaban por brotar de su garganta, y sin más dilación se precipitó hacia la salida del establecimiento.

—Drasil, espera —pidió Ubbe sin dejar de caminar. La hija de La Imbatible se había marchado al poco tiempo de que lo hiciera Aven, alegando que necesitaba estar un rato a solas para poner sus pensamientos en orden. Pero él había salido tras su estela para interceptarla y hablar con ella de lo que había ocurrido en la taberna. Porque la conocía lo suficiente como para saber que aquel desafortunado episodio le había afectado más de lo que quería admitir—. Dras... —insistió.

Varios metros por delante de él, la susodicha chistó de mala gana.

—Déjame tranquila —le espetó de malas maneras—. No me apetece hablar, y mucho menos contigo. —Torció en una esquina y aligeró el paso para aumentar la distancia entre ambos. No le sirvió de mucho, dado que al Ragnarsson aquello no le supuso ningún problema. No con esas piernas largas y musculosas.

Sobre ellos, la luna llena se encontraba en su pleno apogeo. Aunque en esa parte de York, situada en una de las periferias, reinaba más la oscuridad que la luz debido a la distribución y orientación de las viviendas. Las sombras fluctuaban en las paredes de sólida roca, bosquejando tétricas formas que parecían danzar al son de la brisa nocturna.

—¿Por qué estás enfadada?

Ante aquella interpelación, la escudera se paró abruptamente para poder mirarlo con la frente poblada de arrugas. Sus labios se habían fruncido en una mueca desdeñosa y sus ojos refulgían de tal modo que nada tenían que envidiarles al millar de estrellas que centelleaban en el oscuro terciopelo que los sobrevolaba.

Ubbe también se detuvo. Su mano derecha palpitaba con tanta virulencia que parecía gozar de vida propia. La sangre ya empezaba a secarse en torno a sus dedos y nudillos, adquiriendo un desagradable tono parduzco. Sangre que le pertenecía tanto a él como al aprendiz de herrero, a quien esperaba haber dado un buen escarmiento.

—¿Y todavía me lo preguntas? —le increpó ella. Un sofocante ardor calentaba su cara y su cuello—. ¿Se puede saber a qué ha venido eso? ¿De verdad era necesario golpearle de esa forma? —Adquirió una posición en jarras, como una madre reprendiendo a su hijo.

El chico se encogió de hombros.

—Se lo merecía —respondió con simpleza.

Drasil chasqueó la lengua.

—Por todos los dioses, Ubbe...

Echó de nuevo a andar, reanudando su camino hacia la carpa que compartía con sus amigas y compañeras de armas. Apenas había dado un par de zancadas cuando el primogénito de Ragnar y Aslaug apresó su muñeca y tiró de ella con suavidad, obligándola a que se volteara hacia él y lo encarase. Tuvo que hacer un grandísimo esfuerzo para no ahogarse en el mar de sus ojos, para no perderse en aquella magnética mirada que no parecía querer apartarse de ella.

—Te ha faltado al respeto —sentenció Ubbe, muy serio—. Que esté molesto contigo no le da derecho a hablarte de ese modo —manifestó.

La castaña se desasió de su agarre, furibunda.

—¿Pero por qué tienes que meterte en mis asuntos? —bramó, sintiendo cómo una nueva llamarada de enojo la recorría de pies a cabeza—. ¿Acaso te he pedido que me defiendas? —Cuadró los hombros e irguió el mentón con soberbia, como solo ella sabía hacer.

—No me iba a quedar de brazos cruzados viendo cómo ese mequetrefe te trataba así —declaró el caudillo vikingo. La luz de la luna incidía en su atractiva fisonomía, iluminándola parcialmente—. Puedes enfadarte conmigo todo lo que quieras. Lo volvería a hacer —aseveró con la convicción grabada a fuego en sus titilantes pupilas.

—¿Es que no lo entiendes? ¡Lo has empeorado todo! —exclamó Drasil. No podía más. Estaba harta de contenerse—. ¡Eres un bruto! ¡Un maldito salvaje! —Golpeó su pecho con el puño cerrado, forzándole a retroceder un paso.

Ubbe la observó con desconcierto. El dolor de su mano no fue comparable a la sensación que lo desgarró por dentro cuando la skjaldmö rompió a llorar, liberando todo aquello que había estado guardándose para sí misma desde su desencuentro con Aven. Aunque de sobra sabía que aquellas lágrimas no eran solo por él, sino por todo a lo que había tenido que hacer frente en los últimos meses.

Drasil intentó acallar su propio llanto. Giró sobre sus talones, dándole la espalda al Ragnarsson, y se mordisqueó el interior del carrillo. Los sollozos presionaban las paredes de su garganta, luchando por salir, y sus hombros habían empezado a convulsionarse.

Sintió aversión de sí misma. Por ser tan débil y vulnerable, por dejar que sus problemas y preocupaciones, sus miedos e inseguridades, la dominaran de esa manera, por haber traicionado la confianza de Aven, por ser tan injusta con Ubbe... Por ser simplemente ella.

Se lo merecía todo. Merecía todas y cada una de las cosas que le había dicho el aprendiz de herrero. Porque no eran nada más que la verdad.

Aguantó involuntariamente la respiración cuando el joven la abrazó por la espalda, ciñéndola contra él y susurrándole palabras reconfortantes al oído. Sus manos grandes y seguras, aquellas que habían explorado infinidad de veces su cuerpo desnudo, se aposentaron en su estómago, que se contrajo ante su cálido toque. Y ella... Ella dejó de ser consciente de todo para centrarse únicamente en aquel momento de conexión entre los dos.

Ubbe la arrulló con cariño, demostrándole con aquel simple gesto que estaba ahí, con ella. Poco a poco Drasil dejó de temblar; sus hipidos cesaron y la expresión de su semblante se suavizó. La arruga vertical entre sus cejas desapareció y, con ella, la desazón que constreñía sus entrañas.

—Lamento haber perdido el control de esa forma —murmuró el primogénito de Ragnar y Aslaug. Su cálido aliento rozó el lóbulo de su oreja, provocando que el vello de la cerviz se le erizara—. Yo... lo siento. —Drasil se volteó hacia él, aún con sus fuertes brazos envolviéndola como un escudo protector. Su respiración se agitó debido a la proximidad entre sus respectivos rostros—. Pero no me culpes por querer defenderte, porque lo haré siempre que pueda. Aunque sepa que eres perfectamente capaz de hacerlo tú misma —apostilló. Alzó una mano y secó sus lágrimas con tanta dulzura que algo dentro de ella se quebró—. Solo... déjame estar contigo.

La hija de La Imbatible no dijo nada, ya que sus cuerdas vocales se habían agarrotado a causa de la represión de emociones. En su lugar, puso una mano en el pecho de Ubbe, justo sobre su corazón. Sintió el fuerte latido resonando en su piel y retumbando en sus huesos.

Su mano fue ascendiendo hasta alcanzar su poderosa mandíbula, donde trazó pequeños círculos con el pulgar. El ronroneo que dejó escapar el caudillo vikingo hizo que sus mejillas ardieran.

Y entonces lo besó.

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N. de la A.:

¡Hola, mis amados lectores!

Ay, no os imagináis lo mucho que me gustó escribir este capítulo. O sea, me dio pena por la pobre Drasil, que últimamente no levanta cabeza (soy horrible, lo sé xD), pero es que el Drabbe es tan bonito y maravilloso que dfghegkrjljwek. AMO escribir sus escenas. Son mis bebés consentidos, no lo puedo evitar, jajaja. Pero bueno, mejor vayamos por partes que sino se me olvida lo que quiero decir.

¿Pensabais que nuestro querido Aven se había ido para no volver? Pues no. Aún tiene que ofrecer mucho drama y salseo a la historia. Debo reconocer que la primera escena me partió el corazón, pero creo que es bastante realista su comportamiento. Es decir, ni los buenos son tan buenos, ni los malos tan malos. Que siempre hayamos visto la mejor parte de este personaje no significa que no tenga su lado «oscuro», por así decirlo. Y la traición de Drasil le ha afectado muchísimo. Que eso no justifica lo mal que se ha portado con ella en este capítulo, but era de esperarse que el muchacho acabase explotando.

Y Ubbe también lo ha hecho (vikingos siendo vikingos, jeje). Le tenía ganas desde hacía tiempo, así que no ha podido resistirse a partirle la cara xD Pero le perdonamos ese arranque de macho alfa que ha tenido porque no puede ser más tierno con Dras *lloranding con sus últimas líneas de diálogo*.

Creo que ya os podéis imaginar lo que se viene en el próximo cap., jeje (͡° ͜ʖ ͡°)

Y eso es todo por el momento. Espero que os haya gustado el capítulo. Si es así, no olvidéis darle a la estrellita y dejar algún comentario, que eso me anima muchísimo a seguir escribiendo. También aprovecho para desearos una feliz Navidad y un próspero Año Nuevo.

Un besazo ^3^

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