━ 𝐋𝐈𝐗: Traición de hermanos
•─────── CAPÍTULO LIX ───────•
TRAICIÓN DE HERMANOS
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LAS PRIMERAS LUCES DEL NUEVO DÍA se colaban tímidamente a través del estrecho ventanuco con el que contaba la celda, aquel sucio y húmedo agujero al que habían sido arrojados sin ninguna contemplación, como si no fuesen más que vulgares criminales. El ambiente allí dentro estaba muy cargado, tanto que resultaba opresivo, asfixiante incluso. Se encontraban rodeados de su propia inmundicia, por lo que el aire olía a vómito, heces y orín. No obstante, eran tantas las horas que llevaban ahí metidos, enclaustrados como animales, que ya se habían acostumbrado a aquel insufrible hedor.
El tiempo comenzaba a desdibujarse a su alrededor, aunque el joven estaba convencido de que habían transcurrido dos días desde que aquellos salvajes los habían convertido en sus prisioneros de guerra, desde que su plan para recuperar York había fracasado en el mismo instante en que Æthelwulf había subestimado a los paganos, creyendo que tendrían alguna posibilidad contra ellos cuando había quedado más que demostrado que estos los superaban en número y armamento, además de en perspicacia.
El muchacho se removió con cierta incomodidad en su sitio, provocando que las gruesas cadenas que aprisionaban sus muñecas repiquetearan contra el suelo de piedra. Una punzada de dolor atravesó su flanco izquierdo, haciendo que contuviese el aliento.
Se llevó una mano a esa zona, allá donde aquella misteriosa guerrera lo había herido, y apretó los labios en una fina línea. Se levantó la camisa para poder ver mejor el tajo y se maldijo en su fuero interno al darse cuenta de que no tenía buen aspecto. Era cierto que había dejado de sangrar, pero estaba hinchado y supuraba un líquido amarillento bastante desagradable. Por no mencionar que dolía como mil demonios.
Su cuerpo ya empezaba a sufrir los primeros estragos de la infección: tenía fiebre y se sentía más débil a cada hora que transcurría. Si no lo mataban los nórdicos, lo haría aquella maldita herida, aunque ciertamente lo prefería. Había visto lo que aquel desquiciado, Ivar Ragnarsson, les había hecho a Offa y a Godfrey. Había podido comprobar con sus propios ojos lo crueles y despiadados que podían llegar a ser aquellos demonios de apariencia humana. Las imágenes de sus cuerpos mutilados era algo que tardaría en olvidar, si es que alguna vez lo hacía.
Todo lo que decían sobre ellos era verdad, o hasta incluso peor. Eran bestias desalmadas y carentes de escrúpulos cuya ambición no conocía límites. La masacre que habían llevado a cabo en aquel lugar —y en muchos otros— era imperdonable. Disfrutaban asesinando, violando y saqueando, atormentando y regocijándose en el sufrimiento ajeno. No tenían alma, no tenían empatía, no tenían remordimientos. Sus dioses no eran tales, sino criaturas oscuras y malignas procedentes del más ardiente de los infiernos, al igual que ellos.
Jadeó y apoyó la cabeza en la pared que tenía detrás. Se frotó con suavidad las muñecas, donde la piel ya estaba magullada por el roce constante de los grilletes. El sudor y la suciedad se habían convertido en una segunda piel, aunque poco le importaba su aspecto. Sabía que iba a morir, que su hora estaba próxima, de manera que solo quería que esta llegase cuando antes. Que todo acabase de una vez por todas.
Desde que lo habían encerrado había tenido tiempo de pensar y reflexionar sobre su vida, sobre su familia... ¿Sus padres estarían orgullosos de él? ¿Sus hermanos mayores lo echarían en falta? ¿O simplemente sería una pérdida más, otra tumba vacía que acabaría siendo olvidada con el paso del tiempo?
Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y paseó la mirada por las inmediaciones de la celda. Divisó a Irwin frente a él, en el otro extremo del cubículo, encogido sobre sí mismo, y a Archibald en una de las esquinas, susurrando cosas ininteligibles. Le resultó imposible no compadecerse del segundo, quien no dejaba de arrullarse y hablar consigo mismo. Aquella situación había hecho que perdiera el juicio, aunque no podía culparle. Hasta él mismo se preguntaba cómo era que no se había abandonado también a la locura, dadas las circunstancias.
A sus oídos llegaron una serie de pasos que hicieron saltar todas sus alarmas. Sus orbes, que eran tan negros como las alas de un cuervo, salieron disparados hacia la puerta del calabozo.
Su visión no era del todo nítida, fruto de la fiebre y la extenuación por la falta del alimento, pero pudo distinguir una sombra acercándose por el pasillo. Esta se detuvo frente a los oxidados barrotes, tomándose unos instantes para poder calibrar la situación al otro lado, justo antes de abrir la reja e ingresar en la celda.
Poco a poco esa figura se fue definiendo hasta convertirse en aquella pagana a la que se había enfrentado durante la batalla, la misma que lo había vencido en un abrir y cerrar de ojos. Sus músculos se contrajeron en un acto reflejo, consciente de que era peligrosa... Y letal.
El día anterior también había ido a verle, y ahora otra vez... ¿Qué diantres quería de él? ¿No le bastaba con haberlo herido y abandonado a su suerte, propiciando que lo capturaran? ¿Acaso se estaba regodeando en su desgracia? Era cierto que en su anterior visita se había mostrado... No quería decir cordial, porque no dejaba de pertenecer al bando enemigo, pero sí sorprendentemente natural y accesible. Hasta le había revelado cómo se llamaba, o eso era lo que había creído entender. ¿Cómo era? ¿Drasil? Un nombre de lo más extraño y peculiar, sin duda. Él, por el contrario, no había querido decirle el suyo. No se fiaba de ella, y mucho menos de sus compatriotas, de ahí que no quisiera desvelarle ningún tipo de información.
La chica se situó delante de él con una mueca indescifrable contrayendo sus facciones, que resultaban de lo más hipnóticas y atrayentes. Era alta —más que él, incluso— y delgada, de largo cabello castaño y penetrantes ojos verdes. Vestía una camisa holgada y unos pantalones ajustados que, en su opinión, dejaban muy poco a la imaginación, junto con unas botas de caña alta.
Tal y como sucedió la primera vez que sus caminos se cruzaron, una oleada de nostalgia lo sacudió, desenterrando viejos recuerdos que, durante los últimos años, se había forzado a guardar bajo llave. Y no sabía qué le sentaba peor: que aquellas remembranzas salieran a flote después de tanto tiempo o que fuera precisamente ella quien le hiciera evocarlas.
Ignorando el fétido olor que se había colado sin previo aviso en sus fosas nasales y que amenazaba con hacerla vomitar, Drasil se acuclilló frente a él para así quedar a su misma altura. El cristiano apartó inmediatamente la vista de ella, como si su sola presencia lo contrariara, lo cual era totalmente comprensible y respetable, y más teniendo en cuenta cómo había sido su primer encuentro. Aquello no le pasó desapercibido a la skjaldmö, que entornó los ojos en tanto lo observaba con sumo detenimiento. Su riguroso escrutinio logró agitarlo hasta puntos insospechados, pero trató por todos los medios de no caer en su juego. No iba a darle esa satisfacción.
La joven extendió una mano hacia él con la intención de examinar el corte de su costado —aquel que ella misma le había infligido—, lo que hizo que se pusiera alerta. Pegó un ligero respingo, sobresaltado, y se arrastró por el suelo para salvaguardar una distancia prudencial con ella. Sus iris se encontraron con los de Drasil y centellearon a modo de advertencia. Un primer aviso, una amenaza velada.
La escudera arrugó el entrecejo y suspiró. Resignada, abrió el zurrón que llevaba cruzado sobre el pecho y sacó un frasco de cristal en el que había una especie de cataplasma. Alzó la botellita para que pudiera ver mejor su contenido y enseguida reconoció el olor característico de la cebolla. Ella dijo algo en su lengua y después señaló con un suave cabeceo su abdomen, dándole a entender que se trataba de un emplasto para la herida.
El muchacho la miró con recelo.
¿Primero intentaba matarlo y ahora quería ayudarle?
Contempló el mejunje con la desconfianza latiendo en el fondo de su mirada. El tajo pareció palpitar con más virulencia, como si gozase de vida propia, recordándole que necesitaba ser tratado cuando antes. De lo contrario... Tragó saliva, consciente de cuál sería su final si no recibía los cuidados propicios. Pero una parte de él se negaba a aceptar la ayuda de una pagana, concretamente de ella, que tantos problemas le había ocasionado. Su honor se lo impedía.
Cruzó miradas con Irwin, que no les había quitado el ojo de encima desde que Drasil había irrumpido en las mazmorras, y supo que los estaba juzgando a ambos. A ella por pertenecer al bando opuesto y representar una amenaza para su seguridad e integridad, y a él por el interés que había despertado en aquella vikinga. Archibald, en cambio, ni siquiera les prestaba atención, sumido en uno de sus trances.
Drasil percibió su vacilación, ya que se impregnó los dedos índice y corazón y se los llevó a la mejilla derecha, aplicando la cataplasma sobre una pequeña cisura en su pómulo. El sajón no perdió detalle del proceso, relajándose mínimamente y viendo cómo la skjaldmö depositaba posteriormente el frasco en el suelo, dejándolo a su alcance para que fuera él quien decidiera si usar o no el emplasto. Esta volvió a decirle su nombre, a la espera de que él hiciera lo propio, pero, al igual que el día anterior, no consiguió arrancarle ni una sola palabra. No pareció tomárselo a mal, aunque una sombra de decepción cruzó su rostro. El chico, por su parte, se mantuvo firme e impertérrito, sin la menor intención de dar su brazo a torcer.
Hubo unos segundos de silencio en los que ambos se sostuvieron la mirada, tanteándose. Ella lo observaba con genuina curiosidad, mientras él trataba de encontrarle algo de lógica a aquella situación tan poco usual. Seguía sin comprender qué era lo que la empujaba a comportarse así con él, el motivo por el que ahora lo ayudaba. Quizá buscaba ganarse su confianza para así obtener información que pudiera beneficiarles de cara a un futuro enfrentamiento con Æthelwulf o tal vez solo estuviera jugando con él. Fuera como fuese, no podía permitirse bajar la guardia.
Drasil aguardó unos instantes más, expectante. Al ver que el cristiano no estaba por la labor de cooperar, frunció los labios en una mueca desdeñosa. Era obstinado como él solo y más terco que una mula, y todo parecía apuntar a que ni siquiera usaría la cataplasma que había preparado para él. Su mirada se tornó afilada e incisiva, pero aquello no lo amedrentó. Tenía carácter, de eso no cabía la menor duda.
La escudera recuperó la verticalidad, enderezándose en toda su altura. Consideró oportuno no llevarse la redoma con el emplasto; quizás en su ausencia no se sintiera tan presionado y acabase utilizándolo, aplicándoselo sobre la herida. Quería pensar que no era tan estúpido como para rechazar una ayuda que necesitaba, y de forma urgente además. Aunque, teniendo en cuenta que se trataba de un inglés... No se podía esperar mucho de ellos.
Se sacudió las manos y adquirió una posición en jarras. Esta vez los ojos del muchacho no buscaron los suyos, bajo los cuales podían atisbarse unas prominentes ojeras que evidenciaban lo poco que había dormido esa noche. En su lugar, este se limitó a recostarse de nuevo sobre la pared, evitando cualquier tipo de contacto con ella.
Drasil lo escudriñó desde su posición. Aun habiéndose convertido en un rehén, una parte de él creía que seguía teniendo elección, que continuaba siendo el dueño de su vida y su destino.
Sonrió, ufana.
Pobre ingenuo.
La situación entre los Ragnarsson se había descontrolado, alcanzando un punto de no retorno. Ivar no se había tomado nada bien que Ubbe y Hvitserk hubiesen actuado a sus espaldas, acudiendo al campamento de los sajones para poder hablar con Æthelwulf y así llegar a un acuerdo que beneficiase a ambos bandos.
En cuanto sus hermanos pusieron un pie en la iglesia donde los había convocado —y al reparar en el deplorable estado con el que habían regresado de su incursión al asentamiento enemigo—, El Deshuesado no lo dudó a la hora de burlarse de ellos y dejarlos en evidencia delante de todos, insinuando —o más bien confirmando— una vez más su ineptitud a la hora de tomar decisiones.
El primogénito de Ragnar y Aslaug, cuyo amoratado semblante era prueba más que suficiente del trato tan brutal que habían recibido por parte de los ingleses, trató de explicarse, de exponer sus razones, alegando que solo querían hacer realidad el sueño de su progenitor. Obviamente aquello no fue excusa para Ivar, quien le espetó que se había equivocado y que por culpa de su insensatez los cristianos los habían humillado y vejado, poniendo en tela de juicio el honor y la dignidad de su familia.
Así pues, aprovechando la ocasión para tachar de débil y pusilánime a Ubbe —y dado que Hvitserk no quiso pronunciarse al respecto, refugiándose en un crispante silencio—, el menor de los hermanos dejó caer que ya iba siendo hora de que lo reconocieran como el único líder del Gran Ejército, puesto que él era el único capacitado para ostentar dicho cargo.
Como cabía esperar, aquello enfureció a Ubbe, que se negó en rotundo. Él era el hermano mayor, el segundo en la línea de sucesión después de Björn, por lo que jamás lo aceptaría. No pensaba renunciar a un derecho que le pertenecía tanto como a Ivar. Sería como desatender sus obligaciones o renegar de su nombre. Pero lo que pensara u opinara él, sus deseos, le daban absolutamente igual al Deshuesado, quien estaba empeñado en hacerse con el control absoluto de las huestes.
Pero no fue hasta que Ubbe y Hvitserk descubrieron que la mayoría de sus guerreros y skjaldmö estaban de parte de Ivar, ansiosos por seguir explorando y saqueando, que la brecha que se había abierto entre ellos se tornó insalvable. Fue entonces cuando el primogénito de Ragnar y Aslaug cayó en la cuenta de que no podía continuar ahí, rodeado de traidores que no habían titubeado a la hora de darle la espalda. No pensaba permitir que se le siguiera ultrajando, de ahí que hubiese tomado la decisión de volver a Kattegat, incluyendo a Hvitserk y a todo aquel que todavía le fuera leal en sus planes.
El menor de los Ragnarsson no opuso ninguna objeción, ya que su partida le beneficiaba enormemente. Con sus hermanos lejos de Inglaterra, él se convertiría en el único con derecho a liderar las tropas, lo que le daría vía libre para hacer todo lo que se le antojase. Y de todos era sabido que no pararía hasta ver caer hasta el último reino sajón.
Pero Ubbe ya no podía más.
De quedarse, acabaría mal con Ivar —peor de lo que ya estaban, mejor dicho—, y eso era lo último que deseaba. Puede que el moreno hubiera cambiado, que ya no fuese el mismo chiquillo atormentado y lleno de inseguridades que siempre acudía a él cuando tenía algún problema, pero no dejaba de ser su hermano pequeño, sangre de su sangre. Y precisamente por eso, porque lo apreciaba, prefería irse y hacer que sus caminos se separasen. Porque habían llegado a un punto en el que sus diferencias les impedían estar bien entre ellos.
Y porque sabía que, tarde o temprano, Ivar atentaría contra aquello que más amaba.
Tres días después los navíos estaban listos para zarpar.
Tal y como había señalado Ivar, muy pocos hombres y mujeres habían accedido a regresar con ellos a Noruega, y eso era algo que enervaba a Ubbe a más no poder. Porque no podía creerse que sus camaradas, aquellos con los que había luchado codo con codo desde que habían arribado a territorio inglés, prefiriesen al Deshuesado antes que a él.
¿De verdad pensaban que su hermano pequeño se preocupaba por ellos, que velaba por su seguridad y bienestar? Por supuesto que no. A Ivar lo único que le interesaba era seguir expandiendo su dominio y acumulando riquezas, y si para ello tenía que dejar que medio ejército fuera masacrado, lo haría sin vacilar. Porque en su lista de prioridades él y sus ambiciones siempre ocuparían el primer puesto. Todo lo demás no le importaba, ni siquiera su propia familia. Sigurd era una prueba fehaciente de ello.
En conjunto habían llenado un total de cuatro drakkars. Aún no habían soltado amarras, dado que estaban haciendo un rápido recuento de todo lo que llevaban a bordo para cerciorarse de que no se olvidaban de nada. El primogénito de Ragnar y Aslaug fingía estar revisando su morral para no tener que enfrentarse a la multitud que se había congregado en la orilla y que era encabezada por un hilarante Ivar.
El Deshuesado, no contento con todo lo que les había increpado en el templo cristiano, vociferaba lo ridículos que se veían, huyendo como cobardes en cuanto las cosas se habían puesto difíciles, escabulléndose para así evitar la vergüenza. Y aunque Ubbe trataba de hacer oídos sordos a sus constantes provocaciones, una parte de él no podía evitar darle la razón.
Había cometido un error, lo reconocía. Pero lo había hecho por una buena causa, para que el legado de Ragnar siguiera vigente. El mayor sueño de su padre —aparte de visitar nuevas regiones, claro está— siempre había sido crear colonias en Inglaterra, pequeños asentamientos para que su gente pudiera vivir allí también, donde la tierra era mucho más fértil y fácil de labrar. De manera que no, no se abochornaba de lo que había hecho, porque, en cierto sentido, había sabido mantener la esencia de su progenitor.
Drasil sabía que lo estaba pasando mal, que aquella situación le afectaba más de lo que quería admitir. Solo había que fijarse en la tensión que se había adueñado de sus hombros o en cómo sus orbes celestes habían perdido gran parte de su brillo, tornándose brumosos y opacos. Al fin y al cabo, Ivar no dejaba de ser su hermano. Puede que tuvieran sus diferencias y que estuviesen en desacuerdo la mayor parte del tiempo, pero no dejaban de compartir la misma sangre. Y para Ubbe la familia era lo más importante.
No le gustaba verlo así, tan abatido. Simplemente no lo soportaba: saber que estaba sufriendo y, aun así, no poder hacer nada para ayudarlo, para hacerlo sentir mejor. Había pasado esas últimas noches con él, ofreciéndole su cariño y apoyo. Había dejado que se desahogara con ella, que sacara todo aquello que había estado guardándose para sí mismo desde la muerte de Sigurd. Lo había escuchado y después lo había besado, permitiéndole resguardarse en el calor de sus brazos y de su cuerpo.
Odiaba a Ivar, lo odiaba con todas sus fuerzas. Ya no solo por la infinidad de problemas que les había causado tanto a ella como a sus compañeras de armas, sino por todo el daño que le estaba infligiendo a Ubbe, su propio hermano. De ahí que marcharse resultara una liberación.
No lo había dudado cuando el caudillo vikingo le había confesado su intención de regresar a Kattegat. Había aceptado irse con él, deseosa de volver a su hogar y reencontrarse con sus seres queridos, dejando atrás aquel sitio repleto de infortunio. A Eivør aquello tampoco le había supuesto ningún problema; había recogido sus cosas encantada, pensando ya en recuperar su antigua rutina y seguir labrándose un futuro como escudera.
Ninguna echaría de menos Inglaterra, eso estaba claro.
Observó a su mejor amiga, que se había parapetado en la proa del barco, quizá mentalizándose de los dos largos meses —puede que un poco menos por tratarse de una flota pequeña— que pasarían a bordo de aquella embarcación. Ya podía imaginarse su cara de sufrimiento cuando los meneos del drakkar comenzaran a hacer estragos en su delicado estómago o su mal humor cuando se hartase de estar ahí metida, sin poder apenas moverse.
Escrutó las inmediaciones del navío. Había fardos de tela llenos de provisiones, alforjas de cuero repletas de armas y cofres de madera a rebosar de oro y joyas. Se habían llevado su parte del botín, como no podía ser de otra forma, además de algunos cristianos a los que venderían como esclavos. Estos se hallaban en la popa del barco, atados de pies y manos para que no supusieran ninguna amenaza. La mayoría eran mujeres, a excepción de cuatro hombres.
Su atención se focalizó especialmente en uno de ellos, aquel que ella misma se había encargado de subir a la embarcación.
El soldado sajón que tanta curiosidad había despertado en ella.
Había ido a verle a las mazmorras ese mismo día, llevándose la grata sorpresa de que, finalmente, había decidido dejar su soberbia a un lado y usar la cataplasma que ella misma le había preparado. Esta había surtido el efecto deseado, bajándole la fiebre y la inflamación.
Aquel detalle fue lo que la empujó a sacarlo de allí con ayuda de Eivør, quien podía resultar sumamente intimidante cuando se lo proponía —el carcelero daba fe de ello, puesto que no se había atrevido a contrariarla cuando la morena lo amenazó con abrirlo en canal como no les dejara llevárselo—, y juntarlo con el resto de futuros thralls. Y ahí estaba ahora, en un drakkar vikingo que lo llevaría a un nuevo mundo, a un lugar totalmente desconocido e inexplorado para él.
No lo había hecho por compasión, ni mucho menos. La vida de aquel inglés le traía sin cuidado, pero había algo en él que la incitaba a querer tenerlo cerca, a utilizarlo para saber más acerca de su cultura y su sociedad. Veía en él una fuente de conocimiento, un medio para un fin. Así que no pensaba desaprovechar aquella oportunidad, no cuando los dioses se la habían servido en bandeja de plata.
Sus piernas se pusieron en movimiento y en apenas un par de zancadas se posicionó delante del joven, que alzó pesarosamente el rostro hacia ella. Su ceño estaba fruncido y su fisonomía se había crispado en un gesto adusto. Era evidente que no quería estar allí y que la culpaba a ella de su mala fortuna. Puede que no les entendiera, ya que no hablaban el mismo idioma, pero no era idiota. Sabía lo que le deparaba, y no le agradaba en absoluto la idea de que lo vendieran como si no fuese más que un simple pedazo de carne. Aunque eso a Drasil poco le importaba. Tenía planes para él, y pensaba llevarlos a cabo.
El soldado sajón le lanzó una mirada resentida y ella le respondió con una media sonrisa que le heló la sangre. Ahora no lo quería ver porque el orgullo se lo impedía, pero acabaría dándose cuenta de que le había salvado de una muerte segura. De haberse quedado allí, en aquella mugrienta celda, Ivar lo habría matado, y no de manera indolora precisamente. De modo que le debía una, mal que le pesase.
La skjaldmö se apoyó en la batayola del navío y cruzó los brazos sobre su pecho, todo ello sin romper el contacto visual con el inglés, que no dejaba de fulminarla con la mirada. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo Ubbe se aproximaba a ellos.
—¿De verdad quieres llevarte a este cristiano? —inquirió el muchacho, una vez que se hubo detenido al lado de Drasil. Examinó de arriba abajo al aludido y arrugó el entrecejo. Saltaba a la vista que no se fiaba de él.
La hija de La Imbatible inspiró por la nariz.
—Sí. A partir de ahora será mi esclavo —contestó.
Ubbe entornó los ojos.
—Pero es un guerrero, un soldado —remarcó—. Y sabes que estos tienen una actitud difícil de doblegar. Puede ser peligroso —añadió en un tono más severo.
Drasil negó con la cabeza, en parte enternecida por su preocupación.
Eivør le había dicho exactamente lo mismo, haciendo especial hincapié en que podía tener un carácter impredecible. A fin de cuentas, no sabía nada de él y la forma en que lo había conocido no mejoraba las cosas. Podría darle más problemas que beneficios.
—No me hará daño. No lo hizo en su momento y no lo hará ahora —aseveró, volviendo a centrar toda su atención en el sajón. El Ragnarsson, por el contrario, no parecía tan convencido—. ¿Has oído eso, cristiano? —Alzó ligeramente la voz para que el susodicho la mirase. Le había permitido cambiarse de ropa y asearse un poco antes de subir a bordo, por lo que lucía mejor aspecto que horas atrás—. Eres mío. Ahora tu vida me pertenece. —Sabía que no podía entender nada de lo que le estaba diciendo, pero le daba igual. Le gustaba esa sensación de poder.
Ubbe no insistió, consciente de que la decisión ya estaba tomada y que esta era irrefutable. La escudera estaba empeñada en llevárselo a Kattegat y convertirlo en su thrall, por lo que nada de lo que pudiera decir le haría cambiar de opinión. Era demasiado testaruda. Cuando algo se le metía entre ceja y ceja no había quien se lo sacara.
Drasil se arrimó más a él en tanto con su mano izquierda tanteaba el aire, en busca de la del caudillo vikingo, que estaba apoyada en la baranda de madera. Sus falanges acariciaron su dorso con suma ternura, provocando que los iris celestes de Ubbe se cruzaran con los suyos. Ella le dedicó una cálida sonrisa que hizo que el corazón se le encogiera dentro del pecho.
Se dijeron tanto con una sola mirada que él no pudo hacer otra cosa que entrelazar su mano con la de la skjaldmö y estrechársela con fuerza, besándola después suavemente.
Drasil estaba con él, y eso era lo único que debía importarle.
—¡Ubbe!
El grito de Ivar sobrecogió a la hija de La Imbatible, que giró sobre su cintura para poder encarar a aquellos que se habían quedado en la orilla, desde donde El Deshuesado los observaba con el fuego de la ira latiendo en sus ojos. Daba gracias a los dioses por no tener que soportar más su presencia. Al fin dejaría de escuchar su insufrible voz y de aguantar sus comentarios insidiosos.
No más Ivar, no más problemas.
Todo les iría mejor sin él. Una preocupación menos.
—¡Nadie está contigo! ¡La mayoría está conmigo! —prosiguió el menor de los Ragnarsson, que no demoró en ser vitoreado y aclamado por aquellos que lo respaldaban.
Drasil pudo distinguir entre ellos a Liska, que había decidido quedarse con Ivar para continuar sembrando el caos y la discordia en Inglaterra.
Sus miradas se encontraron, pero sorprendentemente la pelirroja no parecía estar jactándose de la situación. Algo había cambiado en ella desde ese día, desde que la más joven la había salvado de las garras de la muerte. Liska la había estado evitando desde entonces, cejando en su empeño de molestarla y desafiarla cada vez que sus caminos se cruzaban. Aunque nada de eso importaba ahora, ya nada lo hacía.
Un molesto nudo se aglutinó en su garganta al rememorar todo lo que había vivido en esas tierras que estaba a punto de dejar atrás. No era la misma chica que llegó allí hacía varias lunas, ansiosa por explorar y saquear. Había cambiado y madurado, sufrido y sangrado. Eran tantas las cosas que había experimentado en tan poco tiempo que no sabía cómo debía sentirse. Había estado al borde de la muerte, se había enamorado, aceptado sus sentimientos y hecho partícipe de ellos al hombre que le había robado el corazón, y había perdido a demasiados amigos y compañeros. Iben, Runa, Aven... Sus muertes seguían doliendo tanto como el primer día y su recuerdo siempre la acompañaría allá donde fuera.
Estaba tan ensimismada en sus cavilaciones que, por unas milésimas de segundo, no fue consciente de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
El aire se le quedó atascado en los pulmones cuando vio que Hvitserk bajaba de la embarcación y se dirigía hacia el lugar donde Ivar se encontraba apostado.
Durante unos breves instantes no entendió nada; su semblante reflejaba la confusión que en aquellos momentos la embargaba. Miró a Ubbe, pero este lucía igual de atónito que ella.
El primogénito de Ragnar y Aslaug había palidecido de golpe, sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Su cara se desencajó aún más cuando Hvitserk se situó al lado del Deshuesado y se cruzó de brazos, enfrentándolo en la lejanía. La sensación de desamparo fue tal que algo dentro de él se resquebrajó en mil pedazos. Su propio hermano, su mejor amigo y confidente, acababa de traicionarlo de la manera más ruin, abandonándolo a su suerte.
La mano de Drasil se posó en su hombro en un vano intento por transmitirle algo de consuelo, pero ni siquiera su contacto le reconfortó. Estaba demasiado desconcertado, demasiado obnubilado.
Los hombres soltaron amarras y el drakkar se puso en movimiento, impulsado por la fuerza de los remos y de la propia corriente. Incapaz de moverse, Ubbe intercaló miradas entre Ivar y Hvitserk. El primero lucía una sonrisa altanera, satisfecho con aquel último giro en los acontecimientos. El segundo, en cambio, estaba mortalmente serio. Parecía encontrarse en una encrucijada, en un callejón sin salida. Se notaba a la legua que aquello tampoco estaba siendo fácil para él.
Pero ya había hecho su elección.
Y había decidido estar en su contra.
▬▬▬▬⊱≼❢❁❢≽⊰▬▬▬▬
N. de la A.:
¡Hola, mis pequeños vikingos!
Bueno, pues con este capítulo damos por concluida la trama de Inglaterra. Ay, ay, ay... ¡Que regresan a Kattegat, gente! Estamos entrando en la recta final del primer libro de la duología, y yo no estoy preparara para lo que se avecina. El conflicto entre hermanos y la guerra civil va a ser too much para nuestros bodies, la hecatombe vikinga. Así que ya os podéis preparar, porque la que se viene es suave. Solo espero que no me odiéis demasiado xD
Decidme, ¿qué os ha parecido el capítulo? Soy consciente de que me he tirado un mes sin actualizar (mil perdones por ello), así que espero que la espera haya valido la pena y que la largura del cap. haya compensado un poco mi ausencia.
Aunque sienta una especie de amor-odio por este capítulo, me encantó escribir la primera escena. Tenía muchísimas ganas de ponerme en la piel del esclavito y narrar desde su perspectiva. ¿Qué opináis sobre él? ¿Le veis futuro en la historia? Porque al final Drasil se lo ha llevado con ella para convertirlo en su thrall (͡° ͜ʖ ͡°) Pobre, no se imagina la que le espera en Kattegat.
Y, bueno, ¿qué os puedo decir de la última escena? Hvitserk es un parguelas que no ha hecho más que tomar malas decisiones. De verdad que sigo sin entender cómo tuvo tan pocas luces de quedarse con Ivar... Si es que se veía venir que le iba a amargar la existencia, aunque merecido lo tiene, la verdad.
Por otro lado, la ingenua de Drasil creyendo que sin Ivar presente todos sus problemas se van a esfumar por arte de magia...
Lagertha: va a ser que no, mi ciela.
Y eso es todo por el momento. Espero que os haya gustado el capítulo. Si es así, no olvidéis votar y comentar, que eso me anima muchísimo a seguir escribiendo =)
Besos ^3^
P.D.: ¿ESTÁIS PREPARADOS PARA EL REENCUENTRO MADRE/HIJA Y ABUELA/NIETA?
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