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Transparente luz de luna, como tú

Es una noche cálida, de viento bajo tormenta eléctrica. Los relámpagos iluminan de cuando en cuando, con sus visos azures rojizos, la bóveda celeste. Se tiñen púrpuras las venas; estallan como cicatrices hipertróficas en aquella negrura absoluta. Es una cavidad corporal fuliginosa, en crecimiento. Alzas la mirada. Hay rosales ante aquella casona de médula resquebrajada. Y de pronto escuchas sus pasos entre las hierbas rizadas del jardín, sobre las rocas y el pasto recién podado con un arma homicida; gotean sangre tu pañuelo blanco y las yemas de dos meñiques espinados.

Ante tus belfos accidentalmente regados, las luciérnagas izan su vuelo con sobresalto; divisan en el reflejo de sus alas la llegada del idilio. El crujido de las rodillas caminantes, a cada paso, lo susurra para ti; una pierna pálida, de espuma brillante, avanza desnuda a tu encuentro. Poco le importa herirse entre las espinas, con camelias, o ser mordida por insectos de seis ojos. Los rastreros, los que vuelan y penden también. La otra pata fue labrada con metal; anda descalza, no como la siniestra, que usa un zapato de charol. Éste se raya, y también la piel de su tobillo, esa de atrás, ante la dureza curtida del cuero. Fluye la grana aplastada de su llaga.

Su visita ocurre cada medianoche, o acaso sobre el alba en clandestino. Se desprende en silencio desde su ventana, sonríe a Tánatos hacia el cielo, para después dejarse caer. Aterriza erguido, el gato fantasma. Las cortinas levitan vaporosas, único vestigio de su huida. Siempre viste de blanco, en camisón, sudario tan dulce. Cuando ambas se miran de frente, de pronto desciende al jardín una bruma selénica, de mal ensueño. Las siluetas, una de frágil vampiro, y la otra como de sirena a medias, son difuminadas por el mismo dedo índice que barre la luz alrededor de la luna cuando surge llena. No existe un límite preciso. Ambos son muñecas, espectros jóvenes de humo y luminiscencia. Park Sunghoon y el viajero Nishimura, japonés. Hoy se inclinan ante las mandrágoras. Niki, como le han apodado, inquiere muy cerca de los matorrales, como si les susurrara.

—Estas hay que alimentarlas con leche —explicas aquellas teorías que reuniste al lado de membrillos y magnolias, todos estos años—, o con placenta en su cumpleaños, que ocurre cada mes, durante el equinoccio. —Tú alcanzas con la mano desnuda un frasco. El niño rubio lo observa fascinado, labios inyectados y perfumados por las rosas vesperales—. Debes hablarles bonito porque si no, lloran y despiertan al pueblo entero. Son insoportables.

—¿Tú les entiendes?

—No, no, es como hablar con extranjeros. —Aunque, con certeza, desde el cansancio, desde los escalofríos y la fiebre que te orilla al delirio, entiendes algunas palabras.

La memoria es una sacerdotisa en cuyos sesos no puedes confiar; a veces, por capricho o por lunática, esconde bajo las mangas de su kimono los registros. O los tiñe, o les deforma. Hay suspiros, secretos, culpas enterradas bajo el cerezo; las mete allí, escarba con sus pezuñas entre semillas y gusanos. Algunas fenecen asfixiadas. Otras, renacen en forma de rostros flotantes, tan diminutos como hadas, y se transforman en aquel polen, alimento de abejas monstruosas. Se heredan, florecen como traumas, temores de infancia en resurrección. Lázaro.

Se te deshace el moño del delantal, se enfrían las sienes bajo tu fleco azabache.

—La luna es preciosa, incluso si llora ¿verdad? —Niki, en un suspiro de canela triste, repite cada noche. Por el rabillo del ojo contemplas su cuerpo lechoso entre florestas. El camisón luce terroso, como si hubiese salido de su ataúd. Pero hoy no hay luna, sólo relámpagos rosas, que proliferan por intervalos.

—Desde niño, he preferido su reflejo, el más distante. —Y tú siempre evades la poesía que él anhela escuchar. Tus palabras son saetas.

—¿En serio? Qué calamidad...

Entonces se levanta con las piernas repletas de caracolillos, y los encajes de su ropa vuelan hacia el sur. Su corta melena, casi de oro, también. Llega la hora de marcharse, arrastrado de los tobillos por el desencanto. Sin embargo, ahora que al fin es mayo, la decisión en su rostro de geisha parece carnívora. Su fina barbilla se yergue en arrogancia, y el ceño fruncido anuncia sus macabras intenciones. Tú permaneces abajo, lo observas en silencio. Camina sobre el aire, hacia el durazno más jugoso que existe en tu huerto. Enfrenta sonriente aquel gesto horrorizado que agarrotas, y lo extirpa sin piedad. Abre la boca, saca los dientes, arranca hambriento, inocente y obsceno, un trozo de carne melosa. El manjar escurre por sus lunares, se desliza hasta el cuello pegajosa. Y en aquellos instantes febriles, Sunghoon, vampiro por desgracia hechizado, marchas a su encuentro resuelto a arrebatarlo. Niki detiene tu caza con su palma, y retrocede balanceándose a carcajadas infantiles; el fruto de la discordia permanece levantado entre sus dedos hacia la madre tormenta. Invita al almíbar con su boca. Los cabellos arriba serpentean sonrosados, rubíes; la diosa resopla emocionada por esta escena de tan tierna violencia.

—¿Y tú cómo sabes mi secreto? ¿Quién te crees para seducirme?

Pero él no responde, así que sólo corretean y retozan entre lilas, azucenas, alelíes. Las almas exuberantes en mariposas. Primero con furia, después inmersas en el más impertinente regocijo. Se tiran, patean y rasguñan, la respiración eufórica se torna entrecortada. Niki huye hacia la corteza de aquel árbol rojizo, donde se recarga a descansar. Tú vuelves a alcanzarlo, mientras él descarna otro pedazo, y mordisquea adentro. Cuando estás a punto de agarrarlo, lo introduce bajo el camisón, entre sus piernas. Se dobla, ríe, tú le martirizas a través de cosquillas. Pero la guinda a veces crece amarga, y trepa en ti la desesperación. Enfureces, terminas por tomarle con rudeza de los hombros, que se palpan delgadísimos al roce. Niño frágil como insecto alado. Le provocas cardenales.

—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me fastidias, tan seguro de que voy a corresponderte?

—Porque tú me invitaste a este vergel, porque yo... —confiesa en nerviosismo, mancillado por aquella melancolía tenue, tan sumisa suya— lo sé. Te conozco, como a mi primer espejo.

El órgano en tu pecho se frunce. Cientos de cuerpos extraños germinan en tu interior. Y hablan con sus bocas, sus orbes que miran en todas direcciones.

—¿Está dulce? —inquieres. Ni siquiera tú los has saboreado. El otro mocito sólo asiente—. Déjame probarlo.

Con una timidez inusitada, alza despacio la tela blanca que le cubre. Ahora eres su penitente, te hincas y reptas de rodillas sobre la tierra, hacia los muslos de leche que aún se aferran temblorosos al durazno. Él duda, ríe ansioso, al borde del llanto. Porque quiere, pero lo niega; teme a su propia fiebre, lo pide a gritos. Tú lo arrinconas con fuerza, decidido; tomas ambos trozos de carne viva, tan suave, entre tus manos bien abiertas. La víctima desvía su vista hacia la copa roja del árbol, caliente, palpitante de anhelo. Por debajo, lo atraes a tu rostro, y como quien roba un beso, deslizas la lengua entera sobre el hueso que es duro, rugoso. Él casi puede sentirla, viscosa, grande. Muerdes al fin el músculo, Niki lo advierte, se exalta; ahora eres cubierto delicadamente por la gasa del camisón. Acalla un chillido feliz. Y abajo, escurren por sus muslos gotas de néctar azucarado, que no te permites desperdiciar. Chupas los trocitos, entre besos, por la superficie blanda. Sientes sus dedos acariciar tu cabello, a través de la tela. Subes las manos, magnas, abusivas, hacia las ancas. Masajeas a punto de terminar el durazno que absorbes, y empapas, y tragas. Él ha comenzado a mover su pelvis, en busca de contacto, por instinto. La semilla despojada cae. Y entonces la lengua sube, se desliza hacia la bambula, la moja. Palpas su espalda huesuda, que ha comenzado a sudar. La pierna de metal, de pronto, se torna carnal.

Sales del escondite sagrado, bajo el vestido, y sólo entonces experimentas cruda su caricia. Membrana contra membrana expuesta. Desde la comisura de tu boca, abarcando las mejillas, la nariz, la barbilla, brillan rastros de baba y jugo transparentes. Lo observas hincado, como un devoto, hacia la bóveda celeste; él se estira, gigante raquítico. Y admiras sobre su cabeza, rostro de ángel abochornado, cómo la medialuna de sakura y cristales preciosos, se convierte en unos cuernos luminosos o en una aureola de santo para él. Ambas, sí. La tormenta se ha ido, y falta un trozo. Reptas por su cuerpo lozano, enfermizo, hasta que lo libera de su interior con saliva, y cae sobre tu lengua. El escupitajo, a la altura de su pecho, son claveles sabor melocotón.

Entonces te pones de pie, tiras de su ropa; le besas la entrada, el pedazo lubricado, la encía, los dientes apilados uno tras otro. Huele a bergamota, su gusto es el de la sangre nueva. Óxido, dulzura. Te rodea con los brazos, te corresponde con idéntica agonía entre chupetones que truenan húmedos. Cierran los ojos, revolotean sus pestañas. Lo cargas, tan mojado; avanzas con su cuerpo enredado al tuyo, sin detener el beso. Chorrea, frota sus caderas, ríe, cuelas los dedos debajo. Lo sientes retorcerse, tensarse, impulsarse hacia ti, gemir por ti, exasperado. Es tuyo, todo. Te recuestas con él sobre ranúnculos ajenos, que nunca plantaste, y comen duraznos hasta el amanecer.

—Es esto, Sunghoon. Esto es lo que quería. ¿Puedes recordarme?

—No, no puedo, Riki. Lo siento.

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