Red blood, that blood, red blood
Antes de que admirases a aquella marea roja tragárselo todo... la casona, el jardín, tus ojos; antes de contemplarla crecer entre hilos de saliva y claveles carnívoros; incluso antes de ahogarte en el beso de la diana, la musa vivía encerrada en esos orbes sanpaku, con su fragilidad de doncella trágica. Sunoo. Esos ojos... el mismo augurio crudo y siempre sublime que brindan las aves negras cuando se posan sobre la ventana. Una vez ella te visitó, a través del espejo, incluso si decidiste desconocerla; sin poseer aquellos iris. Pero ahora lo sabes.
En Japón, el folklore dicta que su cuerpo de seda vivirá como las amapolas, como el vuelo de una mariposilla que oscila entre rastros de pólvora, abandonados por muchas balas a su paso. Guerra, o crimen aislado ¿cómo saberlo? Y tú que lo leías como siempreviva; que le desnudaste entre las páginas de tu aguilucho, esbozos de carbón. Al menos, allí, su belleza es eterna. Sunoo, niño de labios sabor fresa, rositas como azucenas; que seduce y luego olvida, sólo para después volverse a tender entre las plantas, cual si fuese la primera vez. Ahora el deseo ante su figura despojada, se esfuma. Un cigarro de hachís que te prohíben fumar, incluso de noche, en soledad, pero que no se antoja, porque hace calor.
Observas su bosquejo. Es un modelo muy tuyo, similar al que habita en las apariciones diurnas, pero no igual. No gemelo. A veces visita tu alcoba, en puntas de pie, y cae de súbito sobre el colchón, al alcance de tu mano. Estudias la anatomía de los cartílagos en sus rodillas, más arriba, en la espalda desvestida. Pero ¿hace cuánto no realizan el ritual? Incluso si hubo luna rosa hace un par de noches. Tampoco parece importarle, demasiado inmerso en los cielos que crecen dorados, los domingos por la tarde. Y se columpia entre risas bajo aquellos naranjos; caen frutos, estrellas, flores. En el castillo encantado. Atrás, diez largos dedos lo impulsan. Es él. Ese pequeño extranjero como zorrito de nueve colas que reemplaza al sol de noche, y te ilumina, Selene. Eres su reflejo. Es el que corre a tu encuentro, el que besa durante el alba cada durazno del huerto en espera de que, quizás, le correspondas. E incluso si lo niegas, lo haces, escondido. Devuelves con la lengua cada beso inocente, o libidinoso, plantado sobre las bolsas de almíbar. Y así el besuqueo se prolonga por la estación más virginal, mediante lamidas y susurros.
Ante la mesa, en sepia, te cuesta creer lo preciado que se ha vuelto; las caricias voraces compartidas aquella noche. El altar que construiste a su silueta en un nuevo cuaderno de dibujo. Colocas un vasito de miel en sacrificio a él, a diario, a primera hora, cual abejita o hada flotante. Nada ocurre desde entonces. Nada y todo, entre sueños, caricias de pies helados bajo la mesa. La sed crece roja adentro, a cada encuentro es más difícil de contener. Sus labios son anchos, carnosos; el eco de las carcajadas se vuelve geranios, orugas salvajes que dibujas en rojo a través de la ventana, a pesar del horror por la luz. Y lloras sangre, agonizas de hambre. Nishimura Riki. Cuando no acude, arde, mucho. No lo comprendes, no la soportas, esta cuerda roja alrededor de tu cuello; la que amenaza con tronar tu manzana de Adán. Sus semillas son ambrosía, y cianuro concentrado. Si él aparta esa frágil columna vertebral suya, caen tus pies descalzos y se sacuden con violencia al viento.
—¿Vendrás a verme hoy? —inquieres, procurando ocultar la desesperación. Nadie más oye, es un susurro al lóbulo.
—Sí, hyung. —Él miente, tan radiante. Lo sabes.
Pero es que deslizar tus uñas por la duela resulta imposible para un ego amoratado como el tuyo. ¿No siempre son ellos quienes separan las piernas, y apuntan con sus pies hacia la luna? Admiras sus ancas tan pálidas, casi borroneadas, y las devoras a besos y estocadas. ¿No son aquellos niños los que se te entregan en sonambulismo? A ti, el vampiro carmín. El del harén floreciente. ¿Por qué él sólo huye, juega con tus deseos? No se consuma. Sólo calienta con su boca los anillos hirsutos de tu oruga, y desparece, llevando sus tijeras finas, las pisadas de gasa. Esta noche, en el taller, revisas las almendras, exhausto de las acuarelas.
Hay manchas deslavadas en tu rostro, sobre las muñecas. Artista. Pero aquel olor interrumpe la creación del nuevo retrato post mortem; es un arcángel de tres manos y una pierna labrada con metal. A lo largo de ella crecen espinas, cual mantis religiosa o planta carnívora. Deforme. Atrás, el cuarto creciente, huevas de larvas apiladas una tras otra, como guindas, cúmulos de arañas. Pero el aroma pútrido, ese hilillo de sangre molesto, irrumpe rojo en tu concentración.
Examinas cada sobre y frasco con almíbar de mandrágora no nacida. Vuelve a ti la confusión del clóset. ¿Esto lo colocaste justo acá o debería yacer allá? Piensa, evoca, Sunghoon. Nishimura Riki. Su beso. El constante gemido en su garganta cuando rebuscas entre sus muslos sin hallarle; mejor dicho, sin poseerle. Melifluo. No existe ya en tu cabeza otro anhelo, otro recuerdo. Lo odias. Decides esconder el dibujo de carmines y negros aún frescos en algún rincón polvoriento, trambucado contra la pared, pero entonces divisas el último envoltorio de cartón sin escindir; debiste pasarlo por alto. Este hedor a filete crudo inunda el taller, marea, genera arcadas que parten de tus intestinos y trepan hasta la boca. Abres la ventana, se torna insoportable. Poco importa que en cualquier momento penetre gritando un murciélago de cinco ojos. Decidido, asqueado, avanzas al encuentro con aquel bulto sobre la mesa. Como lo agarras con violencia, la sensación mojada te sorprende.
Un líquido carmesí, casi negro, escurre y mancha la parte inferior del envoltorio. La respiración despierta agitada. ¿Qué es? La siniestra mancillada, como si no contaras más con ella, es reemplazada por una diestra temblorosa que se aproxima con repugnancia, y extiende poco a poco los pliegues del papel. Eso que resguarda es un nervio humano o animal cercenado, repleto de gusanos, que florece entre moscas contra tu rostro. Y vuelan tus lunares. Lo dejas caer, el aroma es insufrible, como cucarachas madre en podredumbre. La muerte, su infinita penumbra. Podrían ser claveles vomitados, palpitantes, pero tu atención aterrorizada revolotea entre los insectos que se arrastran apoyando las palmas de sus manos sobre la duela, en todas direcciones. Retrocedes, recorres la sensación de un ciempiés pisándote la piel, cuando la suela de tu zapato se desliza. Evitas caer con la palma que golpea la mesa; choca tu espalda contra un estante, y así descubres el extenso rastro de sangre que avanza del taller hacia el pasillo. Es como si una babosa gigante, purulenta, se hubiese desintegrado en el camino; o como si el carnicero noctámbulo arrastrase la última res decapitada, en tu casa. Lo presientes. Algo abominable, maligno, crece cual enredadera.
Caminas despacio, muy lento, anhelante de que esto sea una pesadilla y no una alucinación de esquizofrénico. La noche está excitada; la escuchas aullar en licantropía. Eres un muñequito de porcelana atrapado dentro de una infinidad gangrenada. La negrura se descarna. Y entonces corres vaporoso, siguiendo la mácula borgoña, que se adentra a la habitación compartida por dos de los otros seis niños. La puerta de par en par, con la luna al fondo, exhibe una escena cerúlea, atroz. Allí están ambos; arriba, el rubito, lame la lengua del otro chico, la primera musa. Le acaricia la nuca, las mejillas, con la misma rabiosa dulzura que depositaste sobre su dermis lechosa, aquella noche de tormenta rosa en el Edén. Tu presencia de mirón pervertido es descubierta por cuatro ojos impiadosos que se yerguen en sincronía, hacia ti. La complicidad entre ellos, su crueldad, te ahuyentan avergonzado. Les viste las ánimas, peor que contemplar dos pistilos erectos.
Corres de vuelta, abriste su secreto, abominable. ¡Tú, intruso en tu propio castillo! ¡En clandestino, coronado rey! ¡Como si la palabra pecador creciera en tu frente, cornamenta! De pronto reconoces su rostro bonito, de virgen en soberbia, y arrancas con ira descarnada el óleo que reposa sobre el caballete. Lo trizas, recoges con sus restos el trozo de médula que se retuerce en el suelo, y lo lanzas al jardín por la ventana. Lo mismo ocurre con los bosquejos del nuevo cuaderno. Vuelan ensangrentados como fantasmas. Algunos, incluso arden al contacto con el aire nocturno. Y se desploman en forma de cenizas, pétalos rosas. Preludio al verano.
Tras la catástrofe, con los dedos aún temblorosos, azotas la puerta; te tiras contra ella, lastimándote, rostro escondido al interior de tus inmensas alas cuarteadas... y sólo entonces gritas. Los berridos brotan arañados desde una garganta que arde en ácido. Las lágrimas caen a borbotones, mientras pataleas, tiras de tus cabellos, y las flores de los tapices por fin se alimentan con tu ira. Colmillos fuera. Una pasión nunca experimentada te aprisiona; notas la soga roja, espinosa, que envuelve tus piernas extendidas, las caderas y los hombros huesudos. Es imposible oponer resistencia; no, los rosales no. Ahora todos los saben, que la paranoia te engulle desde adentro. Deben escucharte, pero es que esta tormenta carmesí te sobrepasa. Reposa tu cadáver en la duela, con el hígado desmembrado o acaso el corazón. Ahora le sientes. La fiebre, la lombriz que ríe a carcajadas, mientras emerge de tus pulmones. Sube, asoma la cabeza sobre tu lengua; las arcadas se repiten, crees asfixiarte, te metes los dedos hasta la campanilla. Escurre un hilo de sangre viscosa, y nace. Antes te lo preguntabas... ¿qué brote, entre los millones del mundo, crecería en ti?
Es un cúmulo de claveles estriados, no rojos. Blancos con arterias. U oscuros, de ríos pálidos.
Debe ser que él lo inseminó en ti ¿verdad? Pero ¿y el cambio de tinta? ¿Es que tu cuerpo lo sustituyó, como quien juega a los disfraces? Ah, una saliva dulcísima que ahora traga el chico de ojos sanpaku. Qué tragedia. Lloras en la oscuridad, tumbado, vomitando y sin honor. Alrededor de tu boca, como si recién te hubieses alimentado, brilla la sanguaza. Los claveles expulsados caminan hacia alguna esquina, desahuciados. Antes de perder el conocimiento, tu último pensamiento, tan triste y horrorizado, apunta al contagio.
Estás enfermo. Sunoo, pronto, lo estará también.
Te odio.
Tómame.
Suéltame.
Quiero abrazarte, mi dulce amor. Mi rayo de luz marchita.
Mío, sólo mío.
No, no te recuerdo. Pero casi.
Vania Zouravliov
[Si te gusta o intriga, no olvides comentar.]
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro