A través de tus ojos rojos
Irrumpe con un tropezón casi cuadrúpedo, arrojándose a tus brazos. O directo al asfalto, si eres acaso una mala persona. Pero no. Incluso sin tu permiso, el vampiro entra tosiendo, rojizo, como si se ahogara. Tus pasos que retroceden asustados, el rugido constante de su garganta, despiertan a todos los niños que reposan en sus camas del segundo piso. Pequeños murciélagos colgados en quietud. La autoridad se levanta, toma su lámpara de aceite.
Ahí yaces, Sunghoon, efebo carmín, cargando con toda la fuerza de tu espíritu a este otro cuerpo frágil, como el tuyo. Es una pieza de origami manufacturada a base de alas descamadas. Sí, mariposas y libélulas despojadas vivas; que debieron retorcerse sobre el concreto, convertidas en gusanos. Los huesos son ligeros, la piel suave. Esta criatura llegada de noche, poseedora de una belleza cruel, arrebatada, viaja con una ráfaga caliente en su maleta. La primavera. Los cabellos de ambos se alborotan ante el viento de la ventana, que es abierta con violencia y remata en un azote. Los cristales vibran. Sólo sus ojos, carmesí contra ámbar, se iluminan.
Un déjà vu. El péndulo granate.
Como es un muerto viviente, procederá a sangrar por cada orificio de su cuerpo. Lo dicta la leyenda ¿verdad? Cuencas, oídos, boca, ano, cicatrices. Lo miras sudar; desearías tocar su frente, pero tus manos se encuentran ocupadas sosteniendo su silueta tan bonita, de bella durmiente. Ojos rasgados, cabellos rubios a la altura del cuello, labios carnosos, lunares en su barbilla de porcelana. Entonces descubres el brillo de su pierna manufacturada con metal. Y te aterroriza. Casi lo sueltas con asco, balanza en desequilibrio. Un muñón. Sí, algo habita en él que no es del todo humano; una muñeca de cera, un ventrílocuo que ha cobrado vida y que tose débil, casi desmayado por tanto esfuerzo.
Entonces llega ella, la autoridad, y en su compañía cesa de escurrir la placenta roja sobre tu cabeza. Lo llevan juntos hacia la enfermería, lo recuestan sobre la cama, apartada, tan insalubre como la tuya. Los otros niños vienen corriendo, vestidos de blanco, como espectros de pureza. Sus pisadas descalzas resuenan hambrientas contra la duela. Las canicas rebotan tras el impacto de su llegada, y contemplan curiosas la escena, tan abominadas, y tan fascinadas. Es un asunto de otredad.
El extranjero se estremece, tose, sus ojos se tornan blancos. Lucha contra eso que se retuerce en su sexo, que repta rasguñándolo sobre el vientre, y lame su pecho al alcanzarlo. De pronto se inclina. Su rostro parece en verdad cansado, tan adolorido. Abre grande su boca, y entonces expulsa aquel tormento en forma de un vómito explosivo, compuesto por sangre, saliva, y fluidos gástricos. Ante el horror de todos, azota húmeda contra el suelo una gran albóndiga rojiza. Nadie dice nada; sus lágrimas escurren y por fin descansa, respiración agitada. La sanguaza. Acaba de experimentar un orgasmo lindísimo, tan grotesco. Observas aquello; te colocas en cuclillas para analizarlo con esa aberración común en los científicos. La coges con tus dedos, babosa, palpitante. Aún se percibe caliente, carnosa, como un recién nacido. Puede que en su centro posea cartílago, y que en cualquier momento comience a chillar. Es que brotó de su garganta, de sus vísceras. Le observas a contraluz; la hueles, incluso se despedaza en tu palma, cuando hallas su forma. Qué espanto. ¿En verdad será?
-Es... creo que es un clavel rojo. Bueno, varios, hechos bola.
-¡A ver! -se acerca el mayor de todos, Heesung. Arrebol. Pero incluso si lo hace con valor, después es incapaz de tocarlo.
El niño pálido de los ojos sanpaku, Sunoo-Escarlata, se tapa a medias el rostro. Retrocede en compañía de Jungwon, dedos enredados. Váyanse, apunta la autoridad, que ha colocado ya un paño helado mientras limpia la frente del enfermo. Y revisa sus ojos, bien poblados con derrames. Las encías rosas, como quien revisa al ganado. Los fantasmitas ruedan de vuelta a sus camas. Sólo tú permaneces, segundo al mando. Odias tu corona. Su voz, esa melodía... ¿dónde la has escuchado? Tu reflejo en su pierna metálica es conocido, pero diferente. Se distorsiona. Dice traer una orden de transferencia, hay una carta en su maletín tirado junto a la ventana.
Mientras la mujer corre en busca suya, permaneces a su lado. Coges una silla, arrastras sus patas de madera que rechinan, y te sientas. Él sonríe. Aún hay un rastro rojo en la comisura de sus labios hinchados. Incluso como floricultor, nunca habías tratado fenómeno similar, tan insólito. Un jardín adentro, secreto, la naturaleza de los órganos. ¿Es esto real? Incluso si duele, piensas que la idea es apabullantemente hermosa. ¿Qué flores arrojarías tú, mórbido? ¿En su cuerpo sólo crecen claveles? ¿De dónde vienen? ¿Hubo que plantarlos? Qué extraño. No, no deseas contagiarte. Pero te acercas, sigiloso. Recuestas tu cabeza sobre su pecho, donde debería radicar el corazón con su bombeo. En cambio, existe un murmullo; son los pétalos, las raíces, revolviéndose en su nido. Hablan, se organizan. A veces cuchichean. Este es el lenguaje de las flores... ¿podrías estudiarlo? ¿Podrías algún día comprenderlo tú, criatura del reino animalia?
-Sunghoon... -el extraño llama tu nombre-. En verdad eres tú, Carmín... mi luna llena, mi daga de plata...
Y desliza sus dedos por la superficie de tu mejilla helada. Rápido, te apartas, corazón tembloroso. Él te mira. No, ni siquiera lo conoces. Eso allí, en los derrames de su ojo mutilado ¿es decepción? Pronto retira su manita. La mujer vuelve, y tú te marchas, casi molesto. Te hincas sobre la tierra del jardín, con una idea fija en la cabeza. Es imposible concentrarse. Los dedos hormiguean, sin necesidad de ser recorridos por babosas. Nishimura, un apellido extranjero, un suspiro de hedor primaveral. Nishimura. Abandonas los guantes, la pala. Hueles tus yemas mientras recorres las alfombras con tus zapatos bien lustrados, de charol. Nishimura. Te encierras, corres el pestillo. No deseas más vértigo, más náusea. Las flores te acompañan en los tapices; cambian las espirales de pétalos que rodean la casa. En el techo, a un lado, en el suelo. Lo devoran todo con sus dientes. Nishimura. ¿No son ellas tu manera traicionera de comunicarte con el sol? Él es día, lo trae en el aroma de su pelo. Duermes a las siete. Vuelve a caer la tarde sanguinolenta.
Sólo por hoy, decides asomar un ojo a través de la cortina. Lo ves. Parece domesticado, incluso sano; ya porta el uniforme, un moño café. Ríe y corretea con los otros, lanzando el viejo balón. Siempre has deseado jugar con ellos, pero no puedes. No mientras el sol esté allí. ¿Alucinas? ¿Fue un mal sueño? Nishimura. Los claveles. El rubio se vuelve hacia tu ventana. Ambos se miran. Pero retrocedes, corres la tela polvorienta, a salvo en tu oscuridad. Y tragas en seco dos pastillas.
Durham High School for Girls, Jenni Sneddon
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