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2._Nieve


No me atreví a hablarle. Dejé el reloj en una mesa, junto a la puerta, y me retire.

No supe que cambió en mí ese día. Pero comencé a interesarme en él. En quien era o para ser exactos en quien fue. En ese momento era un ente sin luz, que se arrastraba por la vida penitente. Pensé, al principio, que buscaba la muerte, mas al poner atención descubrí que actuaba de forma culposa. Infringiendose un castigo lento y cruel. Es que de querer morir, solo tenia que darse un tiro con el revolver en su escritorio. Ahorcarse, envenenarse o que sé yo. Métodos efectivos para morir hay muchos. Dai, en cambió, se mantenía con vida. Una comida al día postergaba su miserable existencia, mientras el licor funcionaba como un anestésico. Un eter que parecía ampararlo de su dolor e inconmensurable soledad.

No había un solo vestigio de su pasado en esa casa. No había algo que no fuera la pesadumbre de su propietario. Por dias busqué algo que me diera un indicio de quien fue Dai en un tiempo mejor. Nada encontré salvo muchos libros. Tal vez fue un erudito, quizá un prestigioso doctor, un abogado de renombre, un juez o un pintor. Podria haber sido cualquiera de ellos o incluso un político. Aún conservaba su porte, intelecto y autoridad, aunque besaban el piso con el peso de su mal.

Como no me atrevía a preguntarle nada, pues apenas me dirigía la palabra, opté por hacer por él lo único que se me ocurrió: cocinar comida sustanciosa que lo ayudara a prevalecer. Una buena comida, a medio día, todos los días en esa exageradamente larga mesa del comedor, fue servida por mi con la cautela de quien cree esta haciendo algo malo. Por días comió sin hacer comentario, pero en una oportunidad, al ponerle el plato de puchero en frente, sin mirarme dijo:

– Puede parecer que ofrecerle un vaso con agua a un moribundo es un acto piadoso– me alejaba y me detuve al oír su voz– Pero si se mira con atención se dará cuenta que la procrastinación de la muerte resulta cruel.

Voltee a verlo, con lentitud, como si en la cabecera de esa mesa me aguardará un juicio terrible. En lugar de eso había un hombre demacrado. Su piel lánguida, seca, los ojos hundidos y circundados por unas manchas oscuras, el cabello poco abundante y opaco. Solo sus pupilas eran todavía rebosantes de vigor. Tanto que me causó un ligero temblor el que se detuviera a mirarme tan fijamente.

–Siéntese– me dijo al ponerse de pie y quedarse parado junto a la silla que me esperaba. Ahí, me senté con algo de timidez, después de una marcha cauta, hasta la mesa– Sírvase. Yo comeré lo que usted deje. Esto es demasiado para mí– añadió dándome la cuchara.

Se quedó parado a mi lado. Yo comí como una niña regañada. Pero ¿Tenía yo, algún derecho a entrometerme en su vida? Estuviera bien o mal, solo Dai sabía el porqué vivía de esa manera. Yo nada sabia de él. Podía ser que su auto castigo fuera merecido y aun sino lo fuera ¿Qué o quién me daba el derecho a intervenir?

–Estoy satisfecha– le dije al ver el plato a la mitad.

–Retírese– me dijo al tomar el plato y ponerlo frente a él.

Me levante despacio y volví a la cocina. Miré la ventana empañada, mientras oía el incesante sonido de las goteras, en el exterior, lloré. Me sentí torpe y una atrevida. También una total insensible. Me senté en el piso abrazando mis rodillas, para esconder mi rostro entre ellas y soltar mi pena.

Esa tarde lo vi salir. Llevaba un abrigo negro, un sombrero y un paraguas. Ese día llovía con fuerza. Yo me quedé limpiando los pisos y en eso me sorprendió mi patrón, unas horas después, cuando retorno de la venta de unas piezas de plata. Vendía sus cosas para pagarme, cancelar sus deudas, comprar sus licores y la poca comida que comía. Entró todo mojado. Dejó una huella de agua en el piso. No llevaba su paraguas, ni el abrigo. Estaba descalzo, del cabello le escurría sangre y su boca fue reventada de un puñetazo. Le habían robado. De eso no cabía duda. Me miró, luego intento ir a la escalera y se fue de bruces. Esa vez no corrí para ayudarlo. Dude, sin embargo...

Sacarle la ropa fue difícil, pero que se quedara con esas prendas mojadas no era buena idea. Menos en su condicion. Después de llevarlo junto a la chimenea, tuve que revisar sus heridas. Ninguna era grave. Improvise unas vendas con unas telas que encontré. Le puse una entorno a la cabeza y otra en el antebrazo. Tenía un corte ahi, pero era superficial. Subí a su habitación, único lugar al que yo no podía entrar. Busqué ropa seca y abrí el enorme ropero, al costado de su cama. Solo habían siete mudas de ropa, dos abrigos, dos sombreros y un par de zapatos. La cama era amplia, pero se notaba que Dai dormían de un solo lado. La ventana estaba cubierta con una pesada cortina de terciopelo y habían varios cuadernos de campo en un escritorio, con una costra de cera de vela encima. Lo más llamativo de todo era el retrato suyo, en la pared, en compañía de lo que parecía una mujer. La parte que la mostraba a ella había sido arrancada. Con las ropas en mis manos regrese abajo y con cierta dificultad lo vestí. Posiblemente eso no iba a agradarle, pero dejarlo desnudo era peor.

Estaba helado como un trozo de mármol. Lo cubrí con unas mantas, pero su temperatura no aumentaba. Casi salí en busca de un médico, aunque sin dinero para pagarles era un esfuerzo inútil. Pensé en prepararle una bebida caliente, mas no crei que la bebiera. No comía nada fuera de horario. Me quedé de rodillas a su lado. A fuera llovía cual diluvio. El viento se lamentaba, pasando violento entre las casas y los cristales eran azotados por el agua. Las canaletas, en las techumbres, derramaban cascadas sobre los adoquines y las calles inundadas estaban desiertas. El mal clima reinaba en ese pueblo lloroso, entre las verdes montañas. Hacia frío. Mucho más que otros días. El fuego de la chimenea ardía con fuerza, pero no calentaba. Me abrace a mi misma,pues temblaba. El vaho de mi boca parecía un fantasma y él, Dai, se asemejaba a una escultura que alguien hizo para poner sobre una tumba. Como esos ángeles que se colocan en dolorosas posturas en los túmulos, últimos lechos de los hombres.

Su piel desprovista del color natural, su blanco cabello y su sutil respiración, alimentaban la visión estéril que tenia de él. Cuando abrió los ojos con un cándido candor, que duro lo que un parpadeo, me miró y luego al fuego, medio incorporándose apoyado en los codos. Al llevarse los dedos a la venda, me vio con reclamo.

–No me culpe por eso– le dije tratando de que mis mandíbulas no se estrellaran la una con la otra– Hice lo que cualquiera haria en mi posición. Además si, realmente, quisiera morir se hubiera quedado tirado en la calle.

No me contestó y miró al fuego, un momento, luego estiró hacia allá su mano.

–No calienta– dijo y bajo el brazo con desilusión– Supongo que piensa que ha hecho algo bueno, Mary...

Iba a decir algo más, pero se acostó de nuevo. Pareció que le dolió la cabeza.

–Quizá si hizo algo bueno– continúo mirando el techo–  ¿Alguna vez han hecho algo bueno por usted?– me preguntó viéndome a los ojos– Me refiero a algo pensado solo en el beneficio suyo. No me refiero a oírla solo para no sentirse mal por no poder hacer algo bueno. Tampoco a un acto de piedad, que haya hecho sentir mejores personas a quienes se lo ofrecieron. Mucho menos a algo que no los dejara mal ante sus ojos. Dígame Mary ¿Lo han hecho?

Repase mis recuerdos, buscando la respuesta, pero nada vino a mi con la celeridad requerida.

–No se engañe– me dijo– Con toda certeza, nadie ha hecho algo asi, nunca, por usted. No se sienta mal. Muy seguramente, nadie lo haya hecho jamás por otro. Los humanos son, por naturaleza, egoístas. Todos estamos solos.

– Solo– murmuré y baje la cabeza frotando mis brazos, intentando darme calor.

El frío seguía aumentando y al mirar por la ventana, descubrí porque. Estaba nevando. El vidrio se escarchó y los colores de los vidriales se volvieron blancos. Cristales de hielo comenzaron a formar caminos por las paredes y eso me asusto. Me puse de pie y salté por encima de Dai, para poner más madera en la chimenea, descubriendo que era verdad lo él que decía; el fuego no calentaba.

–Es inútil– me dijo y al voltear a verlo, noté que el piso se congelaba.

Mire mis manos y apenas podía mover los dedos. Ya no soportaba el frío y olvidandome de muchas cosas, me acosté junto a él bajo las mantas. Estaba helado, pero no más que la atmósfera en ese lugar.

–¿Qué esta haciendo?– me preguntó cuando me acurruque junto a él.

Hubiera querido responderle, pero no podía articular palabra. Se giró, por completo a mí, viéndome fijamente. Nos quedamos así un rato. Yo temblaba de forma incontrolable. Mis muelas y dientes parecían que se iban a romper de lo violentas que colisionaban. Fue cuando Dai se acercó un poco a mí y eso hizo que el frío disminuyera. Yo hice lo mismo y él volvió a acercarse. Quedamos a pocos centímetros de distancia, entonces el frío perdió fuerza.

–Hace calor– comenté unos minutos después, cuando deje de temblar.

–Un poco– me respondió y tomó mi mano mientras cerraba los ojos.

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