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La química del amor: ¿Eres tú o son mis neurotransmisores?

Están siendo los tres días más alucinantes de mi vida. Nos ha costado abandonar la cama. Si por mí fuera, aún seguiría ahí, pero Liam, con la boca pequeña, todo hay que decirlo, se ha empeñado en que hagamos algo más que estar encerrados en casa.

He tomado el café más rico del mundo en Espresso Profeta; paseado y tumbado en la hierba en Murphy Sculpture Garden, donde me ha hecho un montón de fotos ante las más de setenta esculturas que están expuestas; visitado el Hammer Museum y hasta nos hemos acercado a Fox Theatre, aunque era muy improbable ver una alfombra roja a las diez de la mañana. Y todo, sin salir de Westwood.

Es la última tarde que pasamos juntos. Tengo que volver a casa y Liam devolver todos los favores que ha pedido para poder pasar conmigo estos días. Ya han terminado las clases y la mayor parte de sus ingresos los obtiene en verano, trabajando como monitor de natación.

Acabamos de dejar atrás Pacific Park, ahora estamos haciendo tiempo antes de volver, sentados en el muelle de Santa Mónica.

—¿Te lo has pasado bien?

Dejo caer mi cabeza su hombro y me gano un beso en el pelo.

—Demasiado bien —suspiro—, lo malo es volver a la realidad.

—Siento no poder quedar contigo hasta el sábado. Tengo demasiadas horas que recuperar en el curro.

—¿Vendrás a Watts?

—Por supuesto, no me lo perdería por nada del mundo.

Lo dice tan serio que no puedo evitar reírme.

—No va a ser tan interesante como lo que hemos hecho hasta ahora, así que no te emociones.

A pocos metros de nosotros, se sienta una pareja que no puede dejar de besarse. Nos miramos y se nos salta la risa.

—La química del amor —digo totalmente convencida.

—¿Crees que el amor es solo eso? ¿Química?

Sé, por propia experiencia, que el amor trae consigo sentimientos intensos, caóticos e incluso a veces contradictorios. Y a todo le busco una explicación. Esta tormenta no es más que el estallido de un cóctel de químicos.

—Es un hecho científico —expongo—. Liberamos sustancias químicas que nos hacen sentir bien. Con la dopamina, experimentamos placer y euforia.

—Ahora entiendo por qué nos quedamos sin condones.

Le doy un empujón con mi hombro recordando el buen uso que les hemos dado. El segundo día, cuando fui a tomarme la píldora, descubrí que las había dejado en casa. Aunque fui a la farmacia por más, no quise arriesgarme. Mi madre me mataría, literalmente, si una estupidez como esa me llevara a cometer un error idéntico al suyo. Y puedo ser muchas cosas, pero tonta, no.

—La dopamina es el mismo neurotransmisor que se activa con los juegos de azar y con las drogas. Así que, cuando se va, aparece un mono terrible.

—No creo que sea algo que nos vaya a pasar. Sigue.

—Con la norepinefrina, empieza la montaña rusa. Un chute de adrenalina. Te quita el hambre y el sueño. Digamos, que no nos deja pensar con claridad.

—Has vaciado mi nevera, dormido como un oso en hibernación y ahora me estás dando una clase de química. Tú no tienes nore... cómo se diga.

No tengo la mente muy centrada, todos los espacios de mi cabeza están ocupados pensando en él. Estoy segura de que la norepinefrina está haciendo su trabajo.

—Luego aparece la fuerza de la feniletilamina. Es la sal del filete, el queso de la pasta. Todo lo vuelve más intenso, nos volvemos increíblemente felices, optimistas y motivados.

—El queso me pone muy, muy contento. Te lo vas a tener que currar mucho si quieres hacerme tan feliz como el parmesano.

—Esa es la fase más pasional. Lo difícil viene después. Nos ayuda la oxitocina.

—Esa me gusta, se libera con el contacto físico —para probarlo, me abraza con fuerza — ¿Estoy notándola? ¿Tú no?

Le planto un beso, la única manera de que se calle y me deje seguir hablando.

—Es la responsable de los celos, tiene su lado malvado. La serotonina llega al rescate, nos hace sentir felicidad. Entre nosotros, es una cabrona —susurro a su oído como si le estuviera contando un secreto—. Si te habitúas, estás perdido. Por eso hay personas que pasan sin cesar de una relación a otra.

—Los yonkis de la serotonina. Espera ... Esta es mejor: En busca de la serotonina perdida.

También la tengo a raudales, porque no puedo parar de reír sintiendo mucha, mucha felicidad.

—Es un conjunto asociado a un sistema de recompensa. Si no funciona, toda la química cae en picado, y ahí estás jodido. Jodido de verdad.

Sé que está dándole vueltas a lo que acabo de exponer, por la forma en la que mordisquea su labio inferior, y a punto de echar por tierra todos mis argumentos.

—No puedes limitar el amor a la química. No digo que no influya, pero no solo se reduce a eso —me explica muy serio—. Al fin y al cabo, somos seres racionales. Tenemos la capacidad de intervenir y de elegir —hace una pausa antes de continuar hablando—. Y luego está la magia.

—¡No jodas, Liam! ¿La magia?

—Puedes llamarlo como quieras, suerte, magia, conspiración del universo. Es algo intangible, solo lo notas.

—Siento decepcionarte si soy poco romántica, pero no creo mucho en esas ... —me detengo antes de decir, bobadas, porque no quiero ofenderle— cosas.

Pasa las yemas de sus dedos por la cicatriz de mi codo. Toma mi mano y la lleva hacia su propia señal.

—¿Qué probabilidad había de hacernos una herida en el mismo lugar? Es una marca que llevaremos siempre —dice sin dejar de acariciar la huella de la caída en mi piel—. Yo nunca aparco mal. Cuando digo nunca, es nunca. Siempre acudo con tiempo porque odio llegar tarde. El día que te conocí, fue la primera vez que me dormí desde que estoy en la Universidad, por eso el coche quedó atravesado.

—Reconoce que es un argumento muy débil. Dame un par de variables y te saco la estadística completa.

Menea la cabeza ante mi intransigencia hacia su lado espiritual.

—Hace unas horas, cuando te perdí de vista entre la gente, cerré los ojos. Podrás creer que estoy loco, pero pude sentirte. Supe donde mirar y ahí estabas.

Bajo los párpados desconcertada. No es la primera vez que me sucede. En el aeropuerto me pasó algo parecido, y esta tarde también. Mi parte racional no me permite tener fe en esa clase de conexión.

—Me sorprende oírte hablar de esa manera. Pareces el mal argumento de una novela romántica. La vida no es todo «vivieron felices y comieron perdices». El amor no lo puede todo. No puede con la muerte, no puede con las circunstancias que alejan, ni tampoco puede con las desdichas de la puta vida— respondo enfadada.

No quiero caer en los tópicos que luego te dejan sin protección cuando todo acaba.

—Ese es tu problema, el buscar una explicación lógica a lo inexplicable. Supongo que serás capaz de inventarla si se sale de tu mundo cuadriculado.

Fijo la vista en el agua que se extiende más allá del muelle, dolida por sus palabras. En Watts no había mucha magia, pero existía una cantidad ingente de realidad que te alejaba de cualquier estupidez sensiblera.

—Oye... —intenta acercarme a él y me aparto con brusquedad.

—Solo digo que es poco realista. Tengo la sensación de que supones que carezco de empatía. Pero siento, siento mucho, más de lo que debería. Y también sé querer. Perdona si no soy una de esas chicas que buscan un significado cósmico a todo lo que les ocurre.

Me levanto de un salto y voy directa hasta el coche. Pienso en Ruby y en Grant, y en el vínculo que les une. Sin embargo, a mi memoria vienen también los malos momentos, cuando ni mi amiga pudo sacarle de la mierda en la que se metió a pesar de lo mucho que lo quería. Pienso en mi madre y en la vida que ha llevado. Me cae bien Bill, pero como bien dijo ella, no es un amor de película. Pienso en la boda de Valeria, mi compañera del super, en lo enamorada que estaba del mismo marido que en la última paliza la mató. En mi balanza pesan más las realidades que los suspiros de amor.

Espero junto al coche a que llegue. Lo hace caminando despacio, con las manos metidas en los bolsillos que saca cuando se acerca a mi lado. Intenta tocarme y me aparto. Lo intenta de nuevo, como si yo fuera un animal herido. Retira el pelo de mi cara y pega su frente sobre la mía.

—Soy realista.

— Pues no lo parece —protesto, cruzando los brazos creando una barrera entre nuestros cuerpos.

—Solo digo que es bonito pararse a pensar en esas casualidades, que tal vez no lo sean. La vida sería una auténtica mierda sin un poco de ilusión.

Sube al lado del conductor. Yo me demoro, porque, ¡joder!, estoy enfadada. No sé si con él, con el mundo o conmigo misma. En el fondo quiero que sea verdad. Quiero contar esta historia, como nos conocimos el único día que llegó tarde. Que haga una foto de nuestras cicatrices y las enmarque como una prueba de ¿amor? He vivido muy aislada, con la coraza puesta a todas horas para que la debilidad no me rasgara con sus uñas afiladas. Llegados a este punto, donde todo ha cambiado tanto y tan deprisa, no encuentro razones para protegerme. El instinto de hacerlo rebota como un muelle, los malos hábitos son muy difíciles de erradicar.

Nos quedamos en silencio con el motor apagado. Tomo aire y lo expulso desde el fondo de mis pulmones.

—No sé hacerlo —confieso—. Me preocupa ser feliz. Cuando uno lo es siempre tienes que pagar un precio. Ya que te va todo eso, el karma, ya sabes. Quiero intentarlo, de verdad que sí. Dudo que tengas la suficiente paciencia esperando que lo consiga.

Me besa, como solo él sabe hacerlo, con delicadeza, poniendo a través de sus labios las palabras que no son necesarias pronunciar.

—Tengo todo el tiempo del mundo, Olivia. Te irás quitando el polvo que arrastras de Watts, y te echaré alguno por el camino, que también ayuda.

Me río, con ganas, con tensión, con alivio. Siempre poniendo la puntilla para desdramatizar mis neuras.

Llegamos a mi casa envueltos en el sonido de la radio. Una mano en mi rodilla, un roce en mi cara o un beso en un semáforo en rojo. Me he dado cuenta estos días, que tiene la necesidad de mantener el contacto conmigo, una manera de asegurarse de que sigo ahí. No quiero desaparecer y si alguien puede conseguirlo, es Liam.

Saca la maleta y me giro al presentir que nos observan. Las sombras se alejan con rapidez de la ventana que da al exterior.

—Bill es una mala influencia para mi madre. La está convirtiendo en una cotilla.

—Puedo despedirme con un beso en la mejilla si no quieres que nos vean.

Me alzo sobre las puntas de mis Converse para llegar a abrazarlo. Acto seguido, le beso con ganas, las mismas con las que soy correspondida.

—Vas a tener que hacerme una ruta. Mi cabeza va a explotar con la cantidad de giros que das —me dice sin soltarme.

—Lo único que me has pedido, es que no te mienta. Lo único que te pido yo, es que tengas paciencia. Mi cabeza tiene síndrome de Diógenes, necesito tiempo para tirar a la basura lo que llevo acumulado en estos años.

—¡Gracias a Dios, que solo tienes diecisiete!

Hago un amago de puñetazo sobre su estómago que luego compenso estrechándolo con fuerza.

—Casi dieciocho, no se te olvide.

—Escribirte, llamarte... ¿Eso puedo hacerlo?

—Me dejarías muy preocupada si no lo hicieras. No te comportes conmigo como si pisaras huevos, eso no me ayuda.

—Vale

—Vale —respondo dándole un suave pico antes de dirigirme a la entrada.

Saludo con la mano, lo toma como una señal para arrancar el coche e irse. No puedo evitar emitir un profundo suspiro antes de abrir la puerta. Todavía me cuesta creer que esta casa sea mi hogar. Huele a lasaña, que dudo que haya hecho mi madre, y se oye el murmullo de la tele en la salita. Me encuentro a Bill repasando facturas y a Nora fingiendo estar muy atenta a una reposición del programa de Jimmy Fallon.

—Sé qué habéis estando espiando desde la ventana —dejo caer la mochila en el suelo.

Voy directa hacia mamá que me abraza y me da pequeños besos en la mejilla.

—¿Nosotros? —Bill pone cara de no haber roto un plato en su vida—. ¿Qué vamos a saber de un chico de un metro ochenta que te ha traído en un Audi negro y al que estabas besando?

—Uno ochenta y tres —corrijo—. Tengo algo para ti.

Busco el enlace que guardo en el móvil, antes de enseñárselo a Bill. No puede parar de reír al ver una foto de Gisborne, el único aeropuerto del mundo atravesado por un ferrocarril.

—¡Vaya! Sí se pueden esperar trenes en los aeropuertos. Eres una chica con suerte.

¿Uno es la causa de su buena suerte, o es una cuestión de puro azar? ¿Si mi madre no hubiera estado predispuesta a tener una relación, viviríamos aquí? No se lo puse difícil a Liam a propósito, ¿la intensidad de lo nuestro habría sido menor claudicando desde el principio? No creo tampoco en la mala suerte. Lo que ha ido ocurriendo en mi vida, era una consecuencia lógica de las circunstancias. Pocas cosas me han pillado por sorpresa. Sin embargo, aquí estoy, en un barrio residencial, aún vibrando por dentro tras pasar los mejores días de mi vida, cuestionando cuánto hay de probabilidad y cuánto hay de destino.

Subo a mi cuarto a deshacer la maleta y darme una ducha. Ya estoy metida en la cama, vestida tan solo con una de mis viejas camisetas, cuando aparece mi madre. Sin una gota de maquillaje, parece aún más joven. La encuentro feliz, serena, exprimiendo al máximo esta nueva oportunidad.

—¿Es el chico que te desordenaba los pensamientos? —la hago un hueco y me acurruco a su lado.

—Estoy muy confusa y a la vez lo veo todo con una claridad absoluta. ¿Es eso posible?

—No me puedo imaginar un mundo sin dudas. Poder resolver cualquier interrogante sin titubear, nos convertiría en seres sin sentimientos. Sentir, salga bien, o salga mal, nos hace estar vivos. —Acaricia mi pelo—. No tengas miedo a sentir, Olivia. No tengas miedo a vivir.

—¿Estabas buscando una relación cuando empezaste a salir con Bill?

—¿Quieres que te sea sincera? —asiento con la cabeza—.Era una parte de mí que había anulado. Con mi pasado, no veía viable tener una pareja. Si lo contaba, corría el riesgo de que me rechazaran , si no lo hacía...

—¿Qué? —pregunto ansiosa.

—Las mentiras tienen las patas muy cortas, Olivia. Podría ocultarlo, pero la verdad saldría en algún momento y sería peor —. Intuyo lo que me va a decir—. Lo que nos pasó fue algo especial, ninguno lo buscaba. Él hacía años que no se ponía al volante de un camión, y yo no encuentro una explicación lógica al por qué me sinceré de una manera tan brutal. No estoy con él por dinero, o por la necesidad de salir del barrio. Lo quiero, lo quiero de verdad.

—¿Ya tienes la licencia de matrimonio?

—Sí —contesta con una sonrisa radiante—. No hemos fijado la fecha de la boda, si es lo que te preocupa.

—Me siento muy feliz por ti. Te lo mereces mamá. Nadie merece más que tú empezar de cero.

Me da un beso y me arropa demasiado, por todas las veces que no pudo hacerlo, antes de salir y cerrar la puerta.

Me viene a mi memoria una cita de William Shakespeare, que envío a Liam.

Olivia: No está en las estrellas mantener nuestro destino sino en nosotros mismos.

No tarda mucho en responder con una cita de Anaïs Nin.

El imbécil: Usted no encuentra el amor, el amor lo encuentra a usted. Tiene un poco que ver con el destino, la suerte y lo que está escrito en las estrellas.
Buenas noches, Olivia.

Olivia: Buenas noches, Liam.

Saco de mi escondite el cuaderno al que cada vez doy más uso. Escribir me ayuda a digerir la revolución interior que me revuelve como un tornado.

Bitácora de tierra - Junio

Amor, suerte, destino, casualidad. La cantidad de palabras que nos inventamos cuando no podemos dar una respuesta lógica a lo que nos ocurre. Puede que haya una explicación racional que nos parece demasiado fría para poder abarcar la potencia de nuestros sentimientos. Esos que se desbordan, que pueden hacerte daño. Al final, nos aferramos a lo inexplicable para poder justificar nuestro desvío hacia un camino que puede ser fácil o estar lleno de dolor.

Huir o quedarse.

Lanzarse al vacío sin saber si habrá recompensa o un final dañino.

¿Por qué me cuesta tanto rendirme a lo inevitable? Miedo a un sufrimiento futuro, que solo es hipotético, se enfrenta con la angustia de perderlo si dejo que el miedo venza a las ganas.

Soy la portadora de la guerra, de batallas que no son necesarias librar. Ya no quiero pelear más, la derrota es luchar primero e intentar obtener la victoria después.

La clave está en cruzar la puerta del ahora.

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