Trato o maltrato
—Cuando dijiste que querías un lugar neutral, esperaba algo más... —siseó Kande Pulicic, sentado en una de las retiradas zonas de espera del tercer piso del hospital civil—. Higiénico.
—El seguro social es el lugar más limpio que podemos encontrar —respondió Margarita, sentado a dos bancas de él, sin voltearlo a ver—. El hogar del cloro y el gel antibacterial.
Cualquier amante de las películas de mafia, o alguien apegado a una realidad alternativa esperarían que el encuentro para una reunión entre dos líderes que disputaban una guerra fuese en una zona retirada, lejos de gente. Nadie imaginaria que el futuro primer ministro de Helix, y una de las mayores vendedoras de mercancía ilegal del país estuviesen en un pequeño espacio de tres bancas metálicas, muy alejado del personal y los parientes que apoyaban a sus causas.
Mientras Kande leía la sección de política en el periódico del día, Margarita aparentaba enviar mensajes de texto en su teléfono.
—No vine a escuchar tus lloriqueos por no citarte en un restaurante de lujo —Margarita se rascó la nariz debido a la irritación que tenía por el fuerte olor a desinfectante—. Escuché de buena fuente que presionaste al actual ministro para mover a todo el ejército de Helix, haciéndole creer al mundo que estás luchando contra el crimen organizado para ganar las elecciones —soltó en inglés, el idioma con el que el hombre se comunicaba—. Mira que mentir para ganar es algo que se te da bien, cabrón. Fingir que haces todo por el país, cuando solo haces un berrinche por una hermana que no llevaba tu sangre, quien te traía más problemas que cosas buenas.
—Puedes evitar la muerte de tantos parásitos tuyos —respondió Kande, cambiando de página— solo debes entregarme al hijo de Trinidad Castro Jeager. No hay necesidad de seguir una rebelión sin sentido. Si te rindes ahora, prometo que tu celda estará limpia.
—¿Al hijo de Trinidad? —rió—. ¿Hablas de Zinder? No lo creo, él es muy valioso, el más costoso de todos sus hijos. Cada nene de Trini vale mucho. Esos diablillos son como los huevos Fabergué: limitados y difíciles de conseguir. Contra todo pronóstico, puedo asegurar que tengo a otro de ellos. Estoy abierta a negociaciones en caso de que quieras a uno, que no sea Zinder, claro.
—No me importan quiénes sean, solo quiero al asesino de Lara —aseveró—. Tarde o temprano, ese huérfano estará de rodillas ante mi. Hasta yo sé que eres importante en la zona sur, por eso es que no he invadido tu territorio para traer a tu ahijado. Pero de ti depende si eso pasa. ¿Me darás lo que quiero por las buenas? ¿O tengo que tomarlo por la fuerza?
—Nadie dijo que Zinder mató a tu hermana.
—Es el único que haría lo que fuera para hacerme enojar —dijo Kande.
—No es así —contestó ella— Zinder juró cortar tu cabeza en persona. A él no le interesa meterse con tu familia, solo te quiere a ti —inspiró—. Lo que te aseguro es que el niño que mató a Lara es uno de los hijos de Trinidad, pero no fueron los que yo tengo.
Kande cerró el periódico, parándose.
—Tengo que irme.
—Pero si acabamos de llegar, vamos, no te molestes por escuchar la verdad.
—La única verdad es que toda la armada de Helix se prepara para hacer muchos cambios en la zona sur. —Dobló el periódico para dejarlo debajo de su axila—. No tengo tiempo que perder con alguien que tiene los días contados. Fué un placer agarrar experiencia contigo, señora Potra —dio media vuelta para emprender el camino hacia la salida del hospital, dejando el sonido de sus zapatos sobre el azulejo amarillento.
—No te conviene invadir mi territorio —aseguró la mujer, ocultando la inquietud de imaginarse la cantidad numérica de personal al servicio de su rival—. No podrás controlarlo. Las personas de la zona sur no van a obedecer a los de la zona norte.
—No hay nada que me lo impida. Esos latinos aprenden a los golpes. Solo necesito mostrales lo que pasaría si se niegan a obedecerme. Tú, y esa bola de larvas a las que llamas socios serían el ejemplo perfecto —se detuvo sin encarar a la castaña.
—Si yo muero, tendrás que volver a casarte para tener herederos —aseguró ella como método desesperado, tratando de ocultarlo—. Si el ejército nos invade, tendrás mucho que perder.
—Si hablas de Yonder, puedes matarla si quieres. Solo harás que el resto de tu vida sea un infierno, más de lo que podrá ser.
—¿Incluso si mato a tu primogénito?
La interpelación de Margarita Potra exacerbó lo que esperaba de Kande, toda su atención estaba en ella. Aunque una parte de ella se sentía con la intriga de lo que sucedería a continuación, creía que era mejor arriesgarse a dar ese salto al vacío antes de que la guerra que se disputaba pudiera agravarse con atraer gente del exterior, cuya voluntad era adueñarse de lo que ellos peleaban. Ella tenía las de perder si sus aliados mexicanos y estadounidenses intervenían, pero prefería eso antes de dar el brazo a torcer, o por lo menos intentaba llegar a un acuerdo desesperado para que la conflagración siguiera en ellos. Específicamente en Lucrecia Benedetto: su objetivo principal.
A paso lento volvió a ella para añadir:
—Solo tengo una hija que actualmente vive con el inmaduro de tu ahijado.
—No nos hagamos pendejos, Kande —aprovechó el momento para ganar terreno en la conversación—. Soy la única de tu sangre que ha estado contigo desde el principio —Lo encaró pese a ser doce centímetros más baja que él—, Yonder no es tu única hija. ¿O ya te olvidaste de Kendall?
El barbudo permaneció en silencio para que la Potra siguiera.
—Recuerdo cuando Irina estaba embarazada. Su panza era enorme, como la de un hipopótamo. Pensamos que la cosa en su vientre superaría los dos metros de altura cuando tuviera la edad. Nadie se lo esperó, ni siquiera tú podías creer que ella tenía gemelos. De hecho, solo Trinidad, Irina, tú y yo lo sabíamos. ¿Cómo no saberlo? Si nosotros nos criamos juntos, casi como hermanos —sonrió malévolamente—. Solías ser alguien distinto al de ahora, antes de que tu esposa diera a luz. Eras alguien de bien, que se metió a la política para hacer un cambio en el país. Odiabas el racismo que había entre el norte y el sur. El lugar de los latinos y los asiáticos, austriacos africanos y europeos. Querías hacer el bien. Entonces: ¿qué pasó con la esperanza de caminar distinto? ¿El parto de Irina rompió algo dentro de ti?
La experiencia de ser puesto a prueba lo ayudo a contener las inmensas ganas de golpear el rostro de Margarita hasta hacerlo irreconocible. Sus palabras llegaban con los recuerdos de los nueve maravillosos meses que había vivido junto a su difunta esposa. Momentos inolvidables, coloridos como irremplazables. Apretó los puños con fuerza, rezando para no ser presa de sus pasiones.
—Ella era tu esposa, la amabas. Se notaba cuando la mirabas y tus ojos se iluminaban. Pero no todo en la vida es color de rosa —vomitó una risotada llena de descaro—. Ella era una de las tantas amantes de Trinidad. Irina estuvo contigo por mero compromiso, lo sabías, pero no te importó. Lo peor de todo fue que ella siempre amó a Trinidad, nunca sintió nada por ti. Si estuvo casada contigo fué porque la propia Trini se lo pidió, así como también le pidió a uno de sus hijos para llevárselo lejos de ti. Y ella no lo dudó ni un segundo, le entregó a tu primogénito. El heredero de tu legado, el varón que siempre quisiste —sostuvo su estómago del dolor que le ocasionaron las risas—. ¿Por eso fué que dejaste morir a Irina, sola en una habitación con cáncer terminal? No permitiste que su hija fuera a verla en el último minuto. Pobre Kande, siento lástima por ti. Lo diste todo por una mujer que nunca te amó. Ahora hasta tus hijos y sirvienta están lejos de ti. El tiempo hizo que tomaramos caminos separados, pero muy en el fondo recuerdo cuando estábamos el uno para el otro.
—El pasado no te salvará de lo que te espera.
—Y ayudar a la puta de Lucrecia tampoco te dará a tu hijo —respondió al instante—. Kande, en realidad no tengo nada contra ti. Independientemente de como jodimos nuestra amistad, no tengo motivos para odiarte. Mi guerra es con Lucrecia, no contigo. En parte entiendo que no la dejes sola porque al igual que muchos otros hombres de poder, ella mueve el culo para ti. Pero no tenemos que matarnos por ella.
—Yo no lo decidí —afirmó el de barba—. Tú misma te condenaste desde que me abandonaste para estar por tu cuenta, cuando tu avaricia te corrompió y te juntaste con los que quieren mi corona. Desde que te fuiste, Lucrecia se ha encargado de hacer las cosas que abandonaste. Si la defiendo es porque se lo ha ganado. Ella es mi nueva mano derecha, está claro que no me quedaré quieto si alguien se mete con ella.
—¡¿Incluso si es a costa de tu propia sangre?! ¿Alguna vez te pusiste a pensar de por qué me largué a la verga de la zona norte? —ratificó la castaña, evidentemente colérica, hablando en español, dado que el hombre entendía sus palabras pese a no dominarlo—. Te estás cogiendo a la zorra que mató a la mujer que amaba, a la puta que torturaba a mi ahijado. ¡Esa gitana bastarda destruyó lo que más quería! ¡Jodió a tu hermana! ¿Y ahora dices que fue mi culpa abandonarte? Me cambiaste por apoyar a una golfa, claro que no me iba a quedar contigo después de que me hicieras a un lado.
—Sabes que lo de Trinidad era inevitable. Debíamos detenerla antes de que fuera demasiado tarde. Si nadie lo hacía, ella se habría adueñado de toda la capital.
—¿Por qué era malo que Trinidad tuviera el control, en vez de Lucrecia y tus amigos?
—¡Porque ellos no secuestraron a mi hijo para volverlo un arma en nuestra contra! —exclamó Kande, tomando a su media hermana de los mofletes—. Por su culpa mi hijo está muerto, y seguramente Lara y mis sirvientas más leales murieron en nombre de ella.
Gracias al par de puertas transparentes a los costados era que la conversación no se podía filtrar al resto de médicos que pasaban de largo. Ambos estaban igual de eufóricos, fastidiados. Hacía mucho que deseaban esa conversación, sin embargo, tampoco querían que fuera en esa posición.
—Trinidad manipuló la vida de muchos a su antojo —siguió Kande—. La mía, la tuya, la de Lucrecia. Muchas vidas inocentes se perdieron por su causa sin sentido. Ella nos quitó algo importante que nunca podremos recuperar. ¿Cuánto más seguirás con esto? —se inclinó para juntar su frente con la de ella—. Si de verdad somos hermanos, te pido que te hagas a un lado. No te quiero matar, tampoco quiero que termines como Trinidad. Evitame el dolor de ver tu cuerpo sin vida. No quiero hacer algo de lo que me arrepentiré. Si estoy moviendo cielo mar y tierra por encontrar al asesino de Lara, mi hermana adoptiva: ¿qué crees que haré si matan al único recuerdo que tengo de nuestro padre?
Ella vaciló por unos segundos, dejando que el hombre rodeara su espalda ancha en un abrazo.
—Trinidad no mató a Kendall —farfulló al tiempo de buscar las cámaras en tiempo real colocadas en el departamento donde dejó al par de jóvenes adultos—. Hay una de tus sirvientas que sigue viva.
—Mientes —se rehusó a creerle.
Ella, por su parte, buscó la aplicación que conectaba con las cámaras de su departamento para vislumbrar al par de jóvenes sentados en el sofá, viendo una película. Le dio el celular a Kande que rectificó lo dicho por ella.
»Imposible —masculló con el estupor a tope—. Yoko murió junto al resto. Y Kendall...
—Míralos bien —agregó ella— son ellos. La niña tiene el cabello pintado, pero si tanto dices que la aprecias, seguro y reconocerías su cara en cualquier lado. En cuanto a Kendall —vaciló—, no puedes negar que tiene tu misma cara.
—¿Dónde los encontraste?
—Kendall se ganaba la vida satisfaciendo a toda clase de mujeres —comprendió que para Kande la revelación fue como poner los pies en brazos, aun así siguió hablando sin delicadeza—. Ancianas, madres solteras, gordas con celulitis. Mujeres como Lara... El chico vivía sin orgullo ni dignidad. Si me lo preguntas: jamás creí ver a un Pulicic entre la mierda. Mucho menos al hijo del hombre que mantiene el apellido en lo más alto.
—¿Dónde están? —cuestionó, tratando de suprimir sus verdaderas emociones en un temple sosegado.
—En un lugar seguro —respondió la castaña—. Están libres de peligro.
—Dámelos —añadió el hombre— quiero a mi sirvienta y a mi hijo de vuelta.
—Y yo quiero el culo como adorno para mí sala —frenó las intenciones de su hermano con una actitud firme—. No puedes exigirme los huevos de oro sin ofrecer algo a cambio.
—Me haces venir a un lugar lleno de gente más muerta que viva para echarme en cara de que eres mi familia, que te cambié por una ramera que se acostaría con cualquiera para garantizar su seguridad —aseveró él—. Esa misma mujer es quien hoy en día tiene más aliados que tú. Si no soy yo, ella cobrará los favores necesarios para invadir tu territorio. Tus días están contados, Margarita. Entrégame a esos dos, y nadie de la zona norte se meterá contigo. Te doy mi palabra.
—¡No! —exclamó—. Me importa una verga quiénes tienen que venir por mi en lugar de esa zorra de mierda. Yo la quiero a ella, por eso hago todo esto. El trato es el siguiente —le arrebató el celular de las manos—: haces lo posible para que el menor número de personas se mantengan a raya, que ninguno de tus amigos la ayude para que tenga un mano a mano con esa puta, incluyéndote. Lo haces, y yo te daré a tu hijo y a tu futura nuera. La decisión es tuya. Corre tiempo.
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