Pudor
YOKO.
Si Yoko Antonieta Hamilton Nazawa tuviera que denominar sus mañanas, sería como un festival de bichos paseando por su estómago recorriendo cada tripa hasta provocarle malestares y, en el peor de los casos: dejarla con una enfermedad de gravedad.
El petrificante silencio en el comedor de la residencia Pulicic parecía tener control del tiempo, dado que los segundos se hacían largos durante el desayuno entre Kande Pulicic —dueño de la vivienda—, su hermana y el trío de sobrinos mayores a los veintitantos años.
Debido al reciente acontecimiento que desató una pelea dentro de la familia, muchos trabajadores en la casa de tres pisos fueron despedidos. Para desgracia de la joven sirvienta detrás del hombre con barba tupida, casi todas sus compañeras corrieron con la bendición de ser trasladadas a otra casa, con familias relativamente mejor en cuanto al ambiente se discutía. Contrario a ella, una de las cuatro mucamas encargadas del mantenimiento de una vivienda que podía considerarse una mansión.
Aunque su salario era el equivalente al de tres personas, sentía que no valía la pena desgastarse en tolerar un ambiente pesado, lleno de discusiones, acosos y exceso de trabajo.
—¿Cuándo dices que te largas? —la pregunta del hombre con traje iba dirigida a la castaña de canas desde el otro lado de la mesa rectangular.
—¿No estás viendo a mi hijo? —con indignación, la mujer de vestido fosforescente pegado a la piel señaló a un chico de sobrepeso sentado cerca de ella, cubierto de vendas en el rostro—. Mira lo que su padre le hizo. ¡¿Todavía tienes el descaro de correrme?!
Con desinterés, Kande volteó a ver al joven que comía lentamente, sin despegar la atención del plato, al igual que sus otros hermanos mayores.
—Dijiste que solo se quedarían un par de días en lo que buscas donde rentar. Ya van cinco días. No has hecho el esfuerzo por encontrar un lugar para tus hijos. Recuerda que el muerto y el arrimado a los tres días apesta.
—Me acabo de divorciar. El maldito poco hombre de tu amigo se negó a darme la mitad de los bienes, casi mata a nuestro hijo, ¿y de paso me corres de la casa que era de nuestros padres? —la disforia de sentir que todo se le venía encima hizo que reaccionara de forma violenta, parándose mientras arrojaba un vaso de cristal con jugo de naranja al rostro de su hermano—. ¡Bastardo desconsiderado! Por eso tu hija prefirió irse a vivir con un adicto a la zona sur que estar otro día viendo tu cara de mierda.
Kande ladeó la cabeza para esquivar el vaso, como si hubiese predicho la dirección, haciendo que diminutos cristales se formaran en el suelo de azulejo negro, cerca de su silla.
Los pretextos de la mujer que pasaba los cuarenta años trataban de justificar el porqué debía permanecer en la casa de su hermano, quien, sosegado, desarmaba a su hermana con tres o cuatro palabras. Siempre directo, pero escaso en sus oraciones. Para ese punto los tres chicos uniformados ya se habían ido.
—No uses tu divorcio, ni la cara rota de tu hijo para hacerte la víctima. Ambos sabemos las porquerías que haces a escondidas de todos. Te recomiendo dejar de acostarte con estudiantes. Aunque sean mayores de edad, un día de estos podrías meterte en problemas.
Por otra parte, la chica de estatura de mujer australiana y algunos rasgos japoneses había ido por los utensilios para recoger el desastre dejado por las rabietas de la hermana de Kande que, no conforme con destruir un vaso, arrasó con la mayoría de vajillas a su alcance, ocasionando un batido de comida por la mesa y el suelo.
Si bien el rostro de la rubia parecía estoico, cual muñeca de porcelana, por dentro se desataba otra pelea entre la locura y su cordura. Por desgracia era la demencia que ganaba terreno.
—Yoko —dijo Kande, ordenando que la chica no recogiera el primer fragmento de vidrio y porcelana regado alrededor del comedor de madera—. No hagas nada. Ella tiene manos y piernas para limpiar lo que destruye.
Las rabietas de la señora fueron contra Yoko cuando abandonó la posición de cuclillas, mirándola con disgusto.
En cuanto a la rubia, internamente agradecía que dentro de lo retorcido y repudiable que su jefe podía llegar a ser, la detuviera. Aún cuando el propósito no era ayudarla.
—¡Yoko! —exclamó la mujer levemente regordeta—. Levanta todo. No dejes ni una maldita astilla.
—Recuerda para quién trabajas. —Aseveró Kande— yo pago tu salario. Si yo digo que no lo haces, es porque no lo vas hacer.
Con sutileza, la chica que se encontraba en medio de los dos tomó una posición firme y, como había sido educada por su madre —antigua líder de mucamas de la residencia Pulicic— hizo una reverencia a la mujer.
—Mis disculpas, señora Pulicic.
—Bien... —farfulló la hermana de Kande—: entiendo.
A leguas parecía estabilizarse, lo que bajó la guardia de Kande y Yoko. Por lo que, como última acción desmedida, alcanzó un plato de porcelana que llevaba una tarta de uvas verdes para arrojarlo al rostro de la chica, impactando de lleno en ella con la potencia de un balón de soccer por la fuerza desmedida de la mujer. Incluso el plato se rompió, lo que ocasionó una reacción descolocada de Kande tras descubrir que un líquido rojo y viscoso se mezclaba con el postre en el rostro de Yoko, quien estaba tirada boca arriba, encima de toda la porquería que la mujer mayor había dejado.
Las pupilas esmeralda de Yoko trataban de enfocarse en quitar la mancha de sangre en la camisa blanca sobre el lavabo del baño dentro de su habitación, fregando con un cepillo de dientes. Todo para mantener la mente ocupada en algo que no fuera la hermana de su jefe.
Si bien las cosas con Lara Pulicic y ella nunca fueron de lo mejor. El dinero, la necesidad y la profesionalidad hacían que dejara pasar ciertas conductas altaneras de la mujer mayor.
Estaba dispuesta a tolerar los arranques de superioridad en los momentos que Lara tomaba el té con sus amigas, las veces que pedía cosas específicas al momento de ir al supermercados, incluso en alguna que otra ocasión donde la mujer llegaba dopada, con olores a alcohol, tabaco, lubricantes y demás. Hasta se tomaba la molestia de subir con ella al tercer piso a altas horas de la madrugada para que no durmiera en la entrada de la casa. No obstante, las cosas habían cruzado un límite que la joven no quería ni debía soportar.
Debido al imborrable rastro de sangre en la prenda, Yoko ejerció más detergente, cosa que fue en vano. Conforme la fuerza en restregar el cepillo se acrecentaba, el rostro de la chica se llenaba de coraje, hasta el punto de soltar un grito en cuanto arrojó la camisa lejos de ella y, de la desesperación, arremetió un golpe a puño cerrado sobre el espejo frente a ella.
—¡Maldita perra! —exclamó a la par de inhalar exuberantes cantidades de aire.
Pese a dividir el cuadrado espejo en simultáneas partes que permanecieron en la pared, exceptuando los pedazos que se pegaron a los nudillos que había lesionado —dado que sintió algunas astillas enterrándose en la piel— logró divisar la cortada en línea horizontal del pómulo izquierdo en el fragmento más grande del espejo, cerca de su redondo ojo esmeralda inundado en ira.
—Juro por la tumba de mi santo padre que ésta me la pagas —articuló en un español apenas entendible, el idioma que ocupaba para decir groserías, puesto que los residentes eran tan mamomes que solo hablaban inglés, ruso y francés.
Se mordió los labios con la suficiente fuerza para que los destacables colmillos de su dentadura le abriera la piel hasta hacerlos sangrar.
Una característica de Yoko era el rencor que guardaba con las personas que se metían con ella. Motivo que la llevó a estar sin amigos.
—Solitaria bruja sin amor propio. —Una sonrisa malévola se figuró en sus labios, pasando sobre su cabellera para quitar los flequillos que tapaban su cara—. No será hoy. Pero un día, un bendito día de éstos me tocará a mí. Si no puedo golpearte con los puños, lo haré donde más te duela.
Trató de relajarse, fracasando en el intento. Volvió al espejo destrozado, se miró nuevamente, escupió en el fregadero para después fijarse en la mano lastimada, con los nudillos llenos de sangre.
—Ésto es ojo por ojo. Tú me das un golpe, yo te maltrato. Si estuve a nada de matar a mi hermana, ¿qué no voy hacer contigo, cucaracha deprimente?
Cuando las cosas se calmaron, alguien comenzó a tocar la puerta de Yoko, quien yacía botada en la cama, tocándose la herida del rostro.
—¡Yoko! —gritó Lara al otro lado de la puerta—. Sal de ahí.
El simple hecho de escuchar la voz chillona de la mujer castaña con canas fue suficiente para que Yoko se sentara en el borde de la cama llena de peluches, dubitativa de abrir por seguir con las emociones a tope, lo que ocasionaría una reacción imprudente.
—¡Yoko! —Lara insistió, golpeando más fuerte.
La rubia respiró mucho aire para contenerse, al tiempo que alcanzaba una blusa ligera blanca del armario para camuflar el sostén amarillo que cubría sus senos de buen tamaño. Todavía vaciló cuando tenía el pomo en sus manos, antes de girarlo y abrir, cambiando la expresión de odio y desagrado que tenía a una estoica.
—¡Niña! —dijo Lara cuando tuvo a Yoko de frente—. Contesta cuando te hablo. Primera y última vez que me dejas esperando. No te pagamos para que descanses.
La mano vendada de Yoko temblaba de la adrenalina que la chica sentía, por eso la ocultó en sus espaldas.
—¿Se le ofrece algo? —preguntó lo más seca posible.
—Necesito que vayas a buscar a alguien.
No sabía si era por la grande nariz de Lara, o la cintura sin forma que le hacía parecer crayón de colores con los vestidos de una pieza, pero la chica sentía las ganas de reírse, aún si seguía furiosa de ver ese rostro.
—El señor Pulicic me dio el día libre —contestó sin más.
—Solo irás al centro de la zona sur, será rápido.
—Creo que no me está entendiendo.
—Lo sé, no debí reaccionar así. ¿Ves lo que me provocas hacer? Aprende a no llevarme la contraria. —de la bolsa de felpa anaranjada sacó unos billetes enrollados que dejó en las manos de la chica—. Son como dos horas de aquí allá. Él te esperará al mediodía, apúrate si quieres llegar temprano. Cómprate algo bonito con el dinero, y gracias.
—¿El señor Pulicic sabe que traerá a un invitado?
—No tiene porqué enterarse. Escucha, sé que no debí desquitarme contigo. Por eso pretendo arreglar mi error. ¿Podenos empezar de nuevo? Parece mentira, pero aun tengo influencia en la sociedad, aunque ya no tenga a mi esposo. Podemos sacar mucho provecho de ambas. Kande llega en la noche. Mis hijos fueron al colegio, ¿Cuento tu discreción? Conozco tu pasado, también lo importante que es tu apellido. Eres alguien inteligente, Yoko. Sé que entiendes mis razones.
La chica meditó antes de decir otra cosa.
—¿Puedo saber a quién voy a buscar?
—No es necesario que sepas tanto.
—Debo estar informada para inventar una excusa en caso de que el señor Pulicic me vea con... su amigo.
—Es un chico de la zona sur. Le avisaré cuando vayas en camino y cuando estés cerca de él.
—¿De casualidad él no es un... —Rebecca vaciló— tipo que ofrece toda clase de servicios?
—Algo así —no muy satisfecha, Lara detuvo su despedida para contestar—. Pero pronto dejará de hacer eso. Me lo quedaré por un tiempo.
Yoko no entendía porqué acataba las órdenes de Lara. Por tan dura, orgullosa y reacia que fuese su personalidad, pesaba más permanecer a Lara de su lado si quería seguir dentro de la casa Pulicic. Independientemente del dinero que ganaba, o lo exenta que estaba con los gastos de vivir sola, ella necesitaba estar en esa casa para que muchas cosas siguieran en armonía.
—Gorda fragmentada —masculló al bajar las escaleras que conectaban con el oscuro estacionamiento subterráneo—. Bendita la hora en que te vayas y no regreses.
Ubicó la vitrina donde colgaban alrededor de una docena de yaves, tomó la de una camioneta todo terreno de dos puertas color amarillo.
El cansancio en su mirada era el mejor ejemplo de lo atareada que estaba. Sus labores eran tantos que no se daba el lujo de quejarse. No conforme con eso, la llegada de Lara Pulicic empeoró su situación. Quizás y no le caía tan mal por ser alguien que jamás se había metido con su persona, aun cuando sus actos la perjudicaban. Ser agredida fue la gota que derramó el vaso. Ahora era distinto. Quería vengarse, o tan siquiera devolverle la agresión, pero su jefe se lo impidió.
Le importaba poco que no tuviera tiempo libre, haría espacio para planificar una mala jugada en contra de Lara.
Bostezó para luego voltear las escaleras iluminadas por las tenues luces blancas. Después soltó un resoplido y se preguntó:
—¿Estará mal pedir unas vacaciones?
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