Prepucio
Kendall.
—¡Felicitaciones, señor Da'Silva! Acaba de graduarse —dijo la mujer a espaldas del escritorio, imprimiendo un diploma con el nombre del chico sentado sobre una de las sillas de madera—. Graduado con honores de la escuela nocturna. Como primer regalo, aquí tiene su diploma, y lo que acordamos.
La mujer dio un giro con la silla para encarar al pelinegro que sonreía por lo que hizo para terminar la escuela.
Deslizó la hoja por la madera del escritorio, junto a unos billetes que el chico aceptó.
—¡Fué un placer hacer negocios usted, directora! Nada como el dinero fácil, ¿no cree?
La directora de aspecto refinado llevó uno de sus regordetes dedos índice a la mejilla llena de maquillaje, sonrió de manera pícara ante el descaro de Kendall.
—¿A quién estafaste? —acomodó el fleco de su corto cabello azabache detrás de la oreja—. Lo que hagas de aquí en adelante ya no es asunto mío, pero quiero quitarme esa duda. ¿Cómo le hiciste para conseguir veinte mil pílares en una noche? Ni acostándote con todas tus clientas ancianas llegarías a la mitad.
—Un buen mago no revela sus trucos, mi estimada directora y madre soltera —se apeó al tomar las cosas—. Todo fue a base de dedicación y esfuerzo. Paciencia sobretodo. Así como logré que usted fuera uno de mejores clientes.
La mujer voluptuosa de gran busto y anchas caderas tomó uno de los billetes azules del fajo que le pertenecía, sintiendo la suavidad del material con el que recién se fabricó.
—Los billetes vienen ordenados. Son nuevos, la versión más reciente. Fueron sacados del banco, pero no de cualquiera. Solo hay un banco de la ciudad que los tiene: el de la zona norte de la capital, la vivienda de los que tienen el poder del país.
—¡Tan astuta como siempre! —exclamó Kendall, vagamente interesado en seguir la conversación—. ¿De casualidad no ha pensado en ser detective privado? Eso de meterse en la vida agena se le da bien.
La directora sonrió, satisfecha.
—Como ya dije: ya no me importa lo que hagas de aquí en adelante. Si pescaste una mujer de la zona norte, felicidades.
—¡Es clara su apreciación! Ya no me volverá a ver por aquí, a menos que solicite mis servicios.
—¿Sabes por qué las mujeres como la que te pagó la escuela derrochan mucho dinero en ustedes los gigoló? —esperó unos segundos antes de responder, dado que el pelinegro se mantuvo de pie sin decir nada—. Según estadísticas filtradas de la zona norte: nueve de cada diez hombres les son infieles a sus esposas. Algo normal, viniendo de demonios habitando en el cuerpo de un hombre. Y cuatro de cada diez mujeres son las que aplican lo mismo. ¿Sabes por qué?
—A saber —se encogió, desinteresado—: ¿Las mujeres de la zona norte están acostumbradas a estar en la cocina?
La directora dio un resoplido antes de abandonar su asiento, ir a la puerta de salida y colocar el seguro.
—De las cuatro mujeres infieles, solo una de ellas tiene el consentimiento de su marido. Las otras tres viven con la adrenalina a tope por el miedo de que en algún momento las pillen. ¿Sabes lo que pasará cuando lo hagan? —no esperó la respuesta del chico, así que continuó—. Perderán todos los lujos que tienen. Y cuando digo todo: es todo. Adiós dinero, viajes por el mundo, comida de primera, hoteles, y clubes, todo.
—Pobre de ellas —dijo con sarcasmo—. Ojalá aprendan a valorar lo hermoso que es un matrimonio.
—La cosa no termina ahí. Antes de que sus esposos las dejen en un departamento de mala muerte, con pensión mínima; secuestran a sus amantes y los matan frente a ellas. He visto fotos y vídeos de muchos gigolós muriendo de la peor forma. Créeme: te daría miedo ver eso. —suspiró—. Piensa muy bien en lo que te metes, o con quien te metes.
—Claro que lo hago —respondió Kendall, muy seguro de sí—. No por nada llevo tres años dedicándomea ésto.
La directora arrimó al chico hasta el borde del escritorio, lo obligó a sentarse, para posteriormente colocar sus posaderas en las caderas de Kendall.
—Hablando de dedicación: dame otra hora extra. Como en los viejos tiempos.
El pelinegro sonrió de oreja a oreja mientras pasaba ambas manos sobre la retaguardia de la mujer, la cual no podía abarcar ni teniendo las manos largas y pesadas.
—No pierdo nada llevándome un último recuerdo. Le diré a mi nueva patrocinadora principal que se tome su tiempo en venir a buscarme.
Yoko.
El camino rumbo a la búsqueda del amante de Lara Pulicic fué, en la mayoría del tramo, beneficiado por la falta de vehículos en las coloridas calles de la zona norte. Al menos hasta que llegó a zona sur, donde el áspero ambiente combinaba con el cielo gris que ofrecía un día de tráfico.
Los baches y partes obstruidas por llevar días sin reparar hacía del boulevard Páris una zona difícil de salir, que curiosamente era el último tramo que a Yoko le faltaba para llegar a su destino.
—¡Muévete cara de verga! —exclamó la rubia de rasgos japoneses—. ¡Vieja tenías que ser, coño de la madre!
Los intensos gritos que la rubia se daba con una ama de casa opacaban el claxon de los demás coches, la cual se había metido delante de la fila a la que pertenecía.
—¡¿Para qué manejas si estás bien pinche pendeja?! —escupió unos últimos insultos a la mujer que pasaba de largo, quien le mostraba el dedo medio—. ¡Te voy a arrancar ese dedo para metértelo en el orto! Así tendrás más motivos para odiar tu depresiva rutina de mierda! —terminó después doblar en la calle que le marcaba el gps, cuando por fin abandonó el boulevard.
Internamente agradecía haber aprendido español, dado que agarró un gusto por los insultos latinos. Una de las pocas enseñanzas que su padre le dejó antes de fallecer.
Al pasar dos cuadras pudo divisar un pequeño edificio en remodelación. Frente al edificio, justo en la banqueta se encontraba el chico pelinegro de ojos celestes que la esperaba.
—¡Vaya! Una lolita japonesa de ojos grandes vestida de maid, montada en una camioneta más grande que la del enano con forma de hongo que sale en el videojuego de otro enano italiano con bigote —dijo Kendall cuando vio a Yoko, quien bajó los cristales polarizados de la camioneta—. Creí que esas cosas sólo pasaban en las caricaturas.
—Anime —dijo Yoko con pereza, abriendo la puerta del copiloto.
—¿Que?
—Se le dice anime a series animadas de Japón —dijo en español, aunque el chico tomó la iniciativa de dialogar en Inglés, el idioma acostumbrado a usar en la zona norte.
El recoveco de la campante zona norte era recorrido por Yoko Hamilton, quien hacía uso de sus conocimientos por la calle para cruzar las zonas menos transitadas por su jefe para que no la descubriera junto al amante de su hermana, todo hasta llegar al fraccionamiento Los Arcos —lugar donde vivía—, obligar al chico a esconderse de los vigilantes que custodiaban la caseta de la entrada.
Entre discretas miradas que el pelinegro percibió, Yoko analizó al chico que parecía rondar su edad. No negaba que tenía la pinta de ser el integrante más hijo de puta en una banda de heavy metal. Tenía el lacio cabello alborotado, de musculatura que evidenciaba el ejercicio que hacía, pero que fácilmente quedaría en ridículo con alguien dedicado al gimnasio. Vestía de negro como uno de los repudiados emos que aparecieron en una parte de la historia. Solo le faltaban los tatuajes para completar el disfraz, o eso es lo que pensaba.
Su cabeza ideaba formas de sacarle provecho a la ayuda que le brindaba a Lara. Al fin y al cabo estaba corriendo con el riesgo de ser despedida por ser cómplice de las acciones de Lara, quien estaba a dos errores de ser echada por su hermano.
Simuló buscar algo para ir a la guantera que estaba en el asiento de Kendall, solo para mirarlo más a detalle, ya que poseía la capacidad de grabarse los rasgos de cada persona con tan solo mirarlos de reojo. No negaba que una versión pasada de ella estaría a gusto de estar al lado de un chico con las características de Kendall. Alguien de cara linda con indicios de ser vicioso que sería capaz de dejar a diversas mujeres embarazadas a cualquier lado que fuera. Tampoco negó que tenía algo de atractivo, si tan solo no tuviera esa manía de sacudir su nariz recta como si recién hubiese inhalado alguna sustancia prohibida
—¿A cuánto la hora? —preguntó Yoko, en lo que se adentraba al estacionamiento subterráneo de la casa Pulicic.
—¿Disculpa? —respondió Kendall con otra pregunta, levemente sorprendido.
—Pregunté —volvió a él en lo que se quitaba el cinturón de seguridad, desganada—: ¿a cuánto la hora?
El pelinegro tardó en dar una respuesta. Tanto el repentino hablar de la chica que no le dirigió la palabra aunque el hizo lo posible por conversar en las dos horas de trayecto, como el hiriente comentario recibido, tan tajante como lleno de asco.
—Depende de lo que hagamos. Pero si es contigo... —pícaro, se deleitó con la proporcionada figura de la chica— puedo hacerte un descuento, y los condones correrían por mi cuenta.
—¿Cuánto te paga Lara? —ignoró el comentario del chico.
—No puedo dar esa información, linda —sonrió descaradamente—. Son políticas del negocio. Me sorprende que los trabajadores de Lara sean entrometidos. ¿Por qué la pregunta?
—Parece que no me entiendes tu posición —Yoko sacó su celular mientras respondía los mensajes que tenía pendientes, en cuanto colocó el seguro de las puertas para que ninguno pudiera salir—. Estamos en el terreno de alguien muy poderoso, cuyo pasatiempo favorito es torturar a los vividores como tú. La mujer con la que te acuestas es la hermana de mi jefe, alguien que no tiene voz ni voto en el lugar que te encuentras. ¿Qué crees que pasaría si le digo a mi jefe que su hermana trajo a un bueno para nada para revolcarse en su casa mientras no está?
—Okey —Kendall vaciló, sarcástico en su manera de procesar la situación—. Ésto es muy repentino. Parece que me perdí de algo, porque no entiendo una verga de lo que estás diciendo. Además: ¿una china hablando español con jerga latina?
—Tienes algo de razón. Pasa algo, pero no es de tu importancia. Lo único que debes saber es que con una llamada puedo acabar contigo. Es más, apestas a sudor, lubricante barato y a condón que te regalan en los centros de salud. ¿Tienes el descaro de atender a más gente cuando ya hiciste un compromiso con alguien? Si bajamos ahora, me encargaré de que Lara no te vuelva a contratar —miró a Kendall, desafiante—. De ti depende si quieres que eso pase. ¿Me dirás lo que quiero por las buenas, o por las malas?
Ni siquiera las amenazas de Yoko borraron la sonrisa del chico que en vez de sentirse atemorizado, la curiosidad de lo que pasaba le era entretenida.
—Linda, la próxima vez que trates de amenazar a alguien que no conoces, asegúrate de estar en un lugar abierto. No sabes las cosas que podría hacerte.
Por primera vez, Yoko sonrió, maliciosamente al tiempo que se acomodaba en el asiento que le quedaba algo grande pese a no ser de baja estatura.
—Muéstrame lo que puedes ofrecer, vividor de cristal.
Kendall soltó un par de risotadas con las manos en el estómago.
—¡Como me encantan las rudas! —clamó entre risas hasta recomponerse y decir—: de verdad, cariño: ¿quién te crees que eres?
—Soy la chica que puede poner tu mundo de anticonceptivos de cabeza si te metes en mi camino, o te rehúsas a cooperar en lo que hago. Asi que: ¿estás dispuesto a hacer algo de provecho por primera vez en tu miserable vida? ¿O tengo que sacarte la mierda antes de que ladres?
Era evidente que el chico trataba de sobrellevar a Yoko. No obstante, también estaba decidido a defenderse de lo que sea que estaba sucediendo, dado que seguía sin saber lo que pasaba. De cómo su mañana planificada se vio arruinada por la rubia natural con pinta de japonesa. Lo que si sabía era que la forma en que ella hablaba español era muy graciosa, no tan fluida como un latino, pero adorable al pronunciar ciertas palabras.
Recordó las palabras de la directora de su antigua escuela, dándole la razón. Pues lo que dijo era verdad: las mujeres adineradas, o lo que sucede alrededor de ellas no son más que problemas.
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