No creo que descanse en paz
En otras circunstancias Yoko habría disfrutado de la gélida brisa que besaba su cara en esa mañana que ofrecía el día nublado, como alegoría de abandonar el escondite donde pasó un mes y medio. En cambio, el miedo y la intriga de las personas con un estatus superior al de Carmela deseaban de Kendall y ella. Era por eso que seguía dubitativa de seguir caminando para abandonar el estacionamiento al aire libre, repleto de carros anticuados y otros no tan lujosos para adentrarse a la plaza comercial en compañía de Kendall y Carmela.
—Lo que vamos a hacer será buscarles ropa decente —comentó Carmela, alejándose del pequeño beetle morado que dejó aparcado— las personas que veremos adoran la elegancia... o eso tratan de aparentar. —Se fijó en el par que caminaban a sus costados— gremlins, si alguna vez creyeron que yo era la mierda personificada; la mujer que los quiere ver es la alcantarilla entera. No traten de ganársela con halagos, mucho menos la vacilen. Te hablo a ti, Kendall.
Llegaron a la entrada, tomando la distancia límite de las transparentes puertas automáticas de la plaza para que no se abrieran.
—Bienvenidos a la plaza Laporta —extendió los brazos, entonando de modo sarcástico—, el lugar favorito de la clase media baja. Donde los técnicos y oficinistas vienen a despejar sus mentes después de terminar una larga jornada de esclavitud. La antigua Egipto estaría orgullosa de mis trabajadores favoritos. También es el lugar que le pertenece a dos personas. Humberto Laporta, y...
—Margarita Potra —dijeron Kendall y Yoko, ensombreciendo sus miradas. Especialmente Kendall, quien sintió un fuerte hedor a azufre, idéntico al de Zinder Croda.
—¿La conocen? —preguntó Carmela.
—Todos los que vivimos en la zona sur sabemos de ella —respondió Kendall—, por algo es que no suelo venir aquí.
El camisón negro que llegaba a cubrirle los muslos ya era considerada una extremidad para Yoko. Su fiel compañera estuvo con ella desde que Kendall había caído en coma. El no tenerla le hacía ver las consecuencias de estar en uno de sus peores momentos de la vida.
El espejo de cara a la cortina que cerraba el medidor del probador en donde estaba le mostraba la considerable baja de peso que tuvo. Y no conforme con eso, para añadirle otra pérdida para recordar, apartó los flecos al lado de su rostro izquierdo en donde debía estar su oreja y recordar que había dejado una oreja en el motel Pichaloca, lugar donde mataron a Lara. Las costillas se le veían. Sus ojos hundidos parecían tener un antifaz oscuro puesto por las sombras que se divisaban en la cara. Las mejillas regordetas que tanto le caracterizaban ya no se encontraban.
Al menos era lo que apuradamente lograba denotar, ya que el espejo tenía una mancha que desfiguraba su rostro. No tan borrosa, pero tampoco le daba detalles exactos a sus facciones.
—¿Sigues viva? —escuchó la ronca voz de Carmela que adentró una de sus manos para entregarle un traje de sirvienta francesa.
Gracias al único costado que estaba fuera de suciedad en el espejo, logró ver la vestimenta que la pelinegra le ofrecía. Cansada de tantas humillaciones, se armó de coraje para susurrar de modo que la mujer mayor escuchase:
—Hija de tu puta madre.
—¿Algún problema?
—Prefiero ir con el culo al aire antes de ponerme eso —sin importarle que corría con el riesgo de ser vista, abrió la cortina a la mitad para ver a Carmela—. Te he dejado ser porque no vales mi tiempo, pero esto cruza los límites.
—No soy yo —dijo Carmela, evidenciando una expresión cancina— la Potra quiere que vayas así.
Asco y humillación. Eran las palabras que llegaron a la mente de Yoko cuando tomó el uniforme. Entendía que ni Carmela deseaba estar ahí. Con una simple mirada que no emitía perdón por todo lo que pasó, compartían el pensamiento de terminar lo antes posible. Ella sabía que nada bueno podría salir bien, sabiendo que estaba en el territorio de uno de los enemigos principales de su antiguo jefe.
Yoko no recordaba que el uniforme fuera muy incómodo de llevar. Desconocía si era por la perdida de masa muscular, o por el simple hecho de no llevarlo consigo por tanto tiempo. Se dio un último vistazo para recordar su figura actual antes de salir de los probadores a la parte central de la abastecida tienda de ropa, donde Kendall y Carmela la esperaban. Al igual que ella, el chico también se veía diferente. Ya no traía los casuales vaqueros con polera delgada. Ahora, un traje de camisa azul era lo que vestía.
—Les repito: solo hablarán para responder a lo que ella les pregunte —dijo Carmela—. Ella es muy cuidadosa con las palabras. Si sueltan una de más, todo puede cambiar. Ustedes no saben nada de mí, ni de ella.
El semblante de la mujer regordeta cambiaba conforme el elevador de la plaza los dejaba en el piso donde se situaba el lugar al que querían ir. Incluso en esa situación, al par de jóvenes se les hacía extraño ver tanta preocupación en Carmela. Lo cual les intrigaba por creer que las cosas podrían salir mal.
Las puertas del ascensor se abrieron en par para dejarlos en el piso de la plaza que le correspondía a los locales de comida más extravagantes que tenía. Nada menos que un pasillo repleto de restaurantes de comida latina, de distintos nombres y gastronomías. Lugar donde el abundante aroma le abría el apetito a las chicas. Solo a ellas, porque Kendall sintió que el olor a azufre era más fuerte en ese lugar, específicamente sobre el sexto local tapado por una puerta negra, con un cartel turquesa que decía Pampa'zzzí. Ya sea por miedo o pereza, ninguno quiso dar el primer paso para entrar.
—Él está ahí —pronto, la misma voz que le habló en sus sueños apareció— puedo sentirlo. También sabe que estoy aquí. Entiende que las cosas no serán como la primera vez que se aprovechó de nosotros —rió divertido con esa voz distorsionada que era más gruesa que la del perro con alas de grifo que acompañaba a Zinder Croda—. Tiene miedo, él... nos teme. Kendall, no todo está perdido. O eso me gustaría decir, pero en tu estado actual no puedes hacer mucho uso de mí.
—¿Quién eres? —preguntó Kendall a sus adentros, probando si esa voz lograba entenderle.
—Ya te lo dije: soy tu otra mitad. La lujuria que nace en ti. Uno de los siete grandes. Yo... —susurró a un lado de Kendall para hacer que el chico voltease y se asustara con su figura de tres cabezas, patas de ganzo y cola de serpiente— soy la parte que todavía tratas de negar.
Ninguno tuvo la necesidad de tomar la iniciativa de avanzar, gracias a uno de los meseros que los recibió para guiarlos por el oscuro pasillo con tenues luces turquesa en los costados del camino que los condujo a otra puerta custodiada por un guardia fornido, el cual revisó a cada uno para asegurarse de que no trajeran armas. Luego pasaron la segunda puerta para estar en un amplio lugar igual de ajeno a la luz del día, rodeado de mesas que apenas llegaban a llenar una cuarta parte de su capacidad. Siguieron a la mesera de rubia cabellera recogida en un peinado con forma de cebolla hasta llegar a una habitación privada. Tocó la puerta para recibir el consentimiento de pasar y por fin entrar con los invitados de la dueña del lugar.
—Mira lo que tenemos aquí. La segunda cría de Kande Pulicic, y su sirvienta fiel —clamó la mujer de pelo castaño detrás del escritorio del despacho—. ¡Es un gusto conocerlos en persona!
La lúgubre oficina donde el trío estaba para darle la cara a la mujer de vestimentas un tanto masculinas que felizmente los recibía era, hasta cierto punto, inesperado por el recibimiento que tuvieron. A primeras la mujer parecía encantadora, carismática y, abusando de tener la guardia baja, se llegaba a pensar que era comprensiva. Pues, no se hallaban atisbos de maldad en Margarita Potra, que solo les dejaba ver el torso por estar sentada detrás de su despacho que parecía haber sufrido un violento atentado por tener un gran agujero en una de las esquinas, como si alguien lo hubiese golpeado hasta dejar dicha marca.
—Señorita Potra —dijo Carmela, con voz seria— ellos son Kendall Pulicic, y Yoko Nazawa. Los sobrevivientes del atentado en el motel Pichaloca.
Margarita se apeó para ir hasta ellos y saludarlos de la mano, uno por uno, azuzando cierto pavor que recorrió la espalda de los tres por la mujer que caminaba con una sonrisa, pero a su vez exponiendo seguridad en el andar de sus pasos para hacer gala de su cuerpo ejercitado con sus prendas ajustadas.
—Carmela me habló mucho de ustedes —dijo Margarita, quedándose a centímetros de Kendall— sin duda eres una versión adolescente de Kande —alargó su sonrisa—. ¿Ya desayunaron? Porque yo no, y me gustaría que me acompañen. ¡Bien dicen que no hay comida más importante que el desayuno! ¡Andando!
Las discretas luces amarillas que producían los faros en el techo no llegaban a dar de lleno sobre la mesa de la esquina en donde se encontraban, cosa que impedía una buena visión de Margarita Potra, pues el trío de invitados solo lograban ver medio rostro de la mujer. Por el contrario, ella solo lograba verlos sin claridad por estar de espaldas a las luces, pero no era un impedimento para reconocer aquellos rostros serenos. Aunque, por alguna razón sentía que les rodeaba un sentimiento que ella adoraba obtener de la gente: miedo.
—¡Coman por favor! —solicitó la castaña cuando la mesera encargada de atenderlos sirvió unos trozos de picaña incrustada en una espada a los platos de todos—. Es de mala educación rechazar la hospitalidad del prójimo.
Había pasado mucho desde que Yoko tenía carne de primera calidad en su plato, se notaba por el aroma como la parte rosada del centro. Las guarniciones alrededor del gallo de oro sobre el centro de la mesa negra terminaron por abrirle el apetito.
—Buen provecho —dijo la pelirosa como si nada, tomando los cubiertos de plata para trozar la carne y darle un buen bocado—. ¿Que? Es mal visto rechazar la cordialidad de los demás. ¿Acaso no tuvieron educación? —se dirigió a sus dos compañeros cuando voltearon a verla—. No sabemos si mañana volveremos a tener la oportunidad de comer algo como esto. —Volvió la vista a Margarita— pido una disculpa por ellos, señora Potra.
«Si voy a morir, que sea con el estómago lleno» pensó.
La anfitriona soltó una pequeña risa, después de tragar el bocado en la boca decir:
—Consentida de Kande, estás irreconocible. Te ves tan desnutrida que tu cara no se parece a la que pusieron en televisión. Kande, ese desdichado hijo de su puta madre está haciendo sus berrinches por sus sirvientas y su hermana. —Giró la cabeza para mirar a Kendall—. Vaya desmadre que tus hermanos se montaron. Cuando Zinder y Salazar masacraron ese motel, uno te chinga el hombro. Después el otro te rompe la cabeza y te manda a dormir. Tú debes ser el chico de los azotes entre los cinco.
Molesto, pero de manera educada Kendall dijo:
—Pues me limito a confesar que tuve unos días de...
—Alto —la castaña lo calló— Peack —se dirigió a la mesera—: ¿Ya mandaron a todos a la chingada? Me gusta hablar en privado.
—No queda nadie más que nosotros —dijo la joven mujer rubia, la misma que recibió a los tres invitados y les atendía.
—No es cierto —negó Margarita— falta alguien —se fijó en Yoko—. No confío en ella. Pero a ésta no la vamos a sacar, a ella mándala con papá Diosito. Ya nos dio todo lo que pudo.
Tanto Kendall como Carmela se alarmaron ante las palabras de la mujer machorra. Inmediatamente trataron de alegar, tratando de llamar la atención de la Potra, por lo que no notaron cuando la mujer rubia abandonó la posición detrás de su jefa.
—Señora Potra —dijo Carmela, con una pequeña risa incómoda que enterraba su miedo—. ¿Y si mejor comemos?
—Oiga —dijo Kendall, igual de sonriente, pero con la diferencia de que él no hacía amagos de ocultar su preocupación por Yoko—. Estamos chupando tranquilos.
—Por favor, señora —volvió a decir carmela— calmemonos un poco. Aquí todos somos de confi...
Para infortunio de Carmela, no pudo concretar su oración, así como tampoco pudo detectar a la trabajadora de Margarita detrás suyo, rompiéndole el cuello cuando dejó la espada y el cuchillo sobre otra mesa.
—Ahora si, solo quedamos los que debemos —volvió a un asombrado Kendall que estaba sentado de cara a ella—. Kendall Pulicic, vaya sorpresa de la vida. El hijo bastardo de Kande. A veces este infierno puede ser muy pequeño.
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