Mi otra mitad
—Todo el mundo gira al revés. En realidad, son los ángeles quienes celebran cuando los humanos pecan. Dicen que así tienen más motivos para extinguirlos mientras nosotros no podemos hacer nada —dijo el ente dentro de Kendall.
Oscuridad. Todo volvía a tornarse en la nada que evoca la penumbra del supuesto descanso cuando se cierran los ojos y no se logra entrar al mundo de los sueños. Pero Kendall no sabía que cayó rendido después de haber ingerido demasiado alcohol. Fue ahí donde el demonio de la lujuria aprovechó para dedicarle las palabras que anticiparían el futuro del mundo, su mundo.
—Siempre fuimos los villanos de una historia mal contada. No es que queramos proteger a esos parásitos que son capaces de vender su alma a cambio de un puñado de monedas, es que ellos son la llave para tener nuestra revancha contra aquellos que nos apuñalaron por la espalda. Los de arriba saben de nuestra ira, por eso les tiembla la boca para sonar las trompetas. Todos tenemos un némesis, nuestro objetivo en especial. Rafael, lo recuerdo como si fuera ayer, el dueño de mis cadenas. —Pronto, una llama azulada emergió para avistar al demonio encadenado—. Mata a la blanca paloma y podrás liberarme. Hazlo antes que el gallo negro sea devorado por la gata escarlata, y que la bestia vestida de conejo de su rugido para invocar a los suyos, su familia de sangre. Cuando eso pase, el vikingo caerá, la gata dejará de copular. Será entonces cuando el ciclo se reinicie, y tendremos que esperar el llamado de mi hermana para dar el grito de guerra. Recuérdalo, la blanca paloma tiene que morir para que el falso conejo no pare de sufrir.
Como si de una efímera brisa se tratase, el chico cobró la consciencia, aún en el limbo, anonadado por volver a ver al demonio.
—¿La lujuria es peligrosa? —lo salido de la boca con cabeza humanoide no era para considerarse una pregunta—. Solo te demuestra quién eres. Placer, amor, deseo. ¿Qué hay de malo con la atracción? ¿Qué hay de malo con que un hombre ame a otro hombre? Todo gira entorno a la lujuria. Yo soy lujuria, yo soy amor. Ese beso prohibido, la culpa de poseer algo que no debes, ese también soy yo. Yo soy... Somos la lujuria.
Sin más preámbulos, despertó, dándose cuenta que seguía en el despacho de Margarita. La diferencia era que la luz del día se hacía desvanecido para quedar con el reflejo del colorido exterior, iluminado por los faros amarillos que se proyectaban por el gran ventanal de cortinas abiertas con vista a la colorida distopía de la zona sur de Ishkode.
Todo su alrededor daba vueltas por el exceso de alcohol que seguía en su sangre. La cabeza le dolía. Ya se lo esperaba, por lo que tomó una larga bocanada de aire con el fin de centrarse para intentar que su cabeza no le diera vueltas, pues todavía estaba ebrio, pero ya no era tan satisfactorio como antes.
«La gran puta verga que soltó su leche en la vagina que me parió» tambaleante caminó hasta la puerta y cerciorarse de lo oscuro que estaba el departamento de luces apagadas, y cortinas cerradas para no darle cabida a cualquier asomo de luz. «¿Quién fue el hijo de su puta madre que apagó la luz?» pensó. Soltó un largo bostezo que llegó acompañado de unas inmensas ganas de vomitar, cosa que hace mucho no le sucedía.
El lugar se encontraba en un profundo silencio, tanto así que por instantes dejaba a Kendall ensimismado, llegándole ocasionales pensamientos negativos. Uno de ellos era el paradero de Yoko, lo que evocó un miedo inconmensurable de tan solo imaginar que Margarita se la había llevado a un lugar lejos de él. O peor aún: que la haya desvivido sin piedad alguna, solo para someterlo y enseñarle que ella era quien tenía las riendas de todo.
Todo aquello fue motivo para tragar el amargo vómito acumulado en su boca que, muy a fuerzas devolvió a su estómago. Quiso pensar con claridad, empero, la ausencia de la asiática se lo impedía.
Quizás era la adrenalina, o la vista mejorada por el demonio en su interior, lo que estaba claro era que podía moverse entre la penumbra, logrando esquivar los mobiliarios hasta llegar a la habitación perteneciente al par.
Su corazón se aceleró, como si hubiese participado en un maratón de varios kilómetros bajo el ferviente sol en medio de una canícula. Quería abrir la puerta cuando su mano abordó el gélido pomo, pero su pavor se acrecentaba al creer que ella no estaba ahí.
Armado de valor, abrió la puerta, solo para encontrar la habitación vacía. Fué al baño, vacío... tan desolado como su soledad en la vivienda.
—¡Yoko! —gritó con preocupación—. ¡Chinita!
Pronto, la culpa visitó su consciencia intranquila. Era un hecho que Yoko no estaba, pero se negaba a creerlo, asomándose a todos los rincones del departamento, repitiendo la acción una y otra vez, aferrándose a no aceptar que su pareja no estaba.
—¡Mierda! —gritó—. No es cierto. No es cierto. ¡No es cierto! —llevó las dos manos hacia la cabeza con la intención de jalarse las greñas.
Embriagado por la desesperación, se dispuso a salir sin un rumbo fijo. No importaba si apestaba a alcohol, o su hedionda apariencia; quería verla. A esa chica que le daba calma, quien conocía más allá de su máscara sarcástica que ocultaba al niño muerto en su interior, la única que creía en él.
—¿Kendall?
Tuvo que parpadear cuatro veces para confirmar que ella estaba frente a él, darse una bofetada mental para cerciorarse de que no era una mala pasada de su mente hecha un caos, y sentir el tacto de aquellos suaves mofletes para estar completamente seguro de que efectivamente; Yoko estaba en la entrada del departamento.
—¡¿Dónde estabas?! —el desasosiego se fué, siendo sustituido por el enojo.
—Fuí a la tienda por manzanas —en cambio, ahora ella estaba consternada, dado que había pasado mucho desde que Kendall le alzó la voz.
De todo lo que pudo haber sucedido en el efímero lapso de cinco minutos, casualmente se encontró con la chica, justo cuando ella abrió la puerta de entrada, antes de que Kendall pudiera girar del pomo.
—Idiota —la tiró del brazo para meterla, cerrar la puerta, volviendo a la penumbra del interior—. No sé si tu cerebro de rata lo entiende, pero estamos en medio de una puta guerra. ¡No puedes salir así como si nada!
—¡Oye! —inmediatamente se liberó del agarre, sobándose la muñeca, importándole poco si dejaba caer la bolsa de frutas, para luego tratar de darle una bofetada a Kendall—. Es la última vez que me hablas así.
Para sorpresa de Yoko, el pelinegro logró detener el impacto con sostener su mano, esta vez con más sutileza.
—¡¿Cómo quieres que te hable si despierto y no estás?!
—¡Nadie te manda a tragar mierda como buen hijo de puta y dormir todo el día! —como reacción ella también gritó.
Kendall dejó que el aire saliera de su boca entreabierta, soltando la mano de Yoko.
—Ya estás grande —dijo más calmado, sabiendo que lo dicho por ella era cierto, aunque le doliera admitirlo—. Sabes que no podemos salir. Si la gente de Kande te encuentra y te llevan, yo... —vaciló, sosteniéndola de ambos hombros para arrinconarla sobre la pared a un lado de la puerta—, no sé lo que haría. Si te quitan de mi lado... no quiero saber de lo que soy capaz por recuperarte.
—Oye —la curiosidad ahondó en la chica—: ¿de qué me perdí?
Dudó en decirle, en vista de las consecuencias que pudieron surgir por un arranque impulsado por el orgullo, como cuestionar a Margarita.
—Casi hecho todo a perder —hundió la cabeza en el pecho de Yoko, enterrando el rostro entre los prominentes senos de la chica. La abrazó sobre la espalda baja a la par de soltar otro suspiro de alivio por sentir su presencia.
—Kendall —las alarmas internas de la pelo rosa se encendieron cuando notó los leves hipeos del joven—. Oye, me estás asustando —con una mano buscó el interruptor para encender las luces, fallando en el intento.
—Lo siento. Lo siento tanto, cariño —sus palabras apenas y podían escucharse—. Perdóname. Casi la cago —alzó la cabeza para juntar su frente con la de ella, robándole un beso en la nariz mientras seguía juntando ambos cuerpos—. Pensé que ella te había hecho algo. Yo... tenía miedo de perderte. Tenía mucho miedo. No estabas aquí, y pensé que la Potra te hizo algo.
En primera instancia desentendió lo que pasaba con él, quien la recibió con gritos, y ahora lloraba por ella. Después cayó en cuenta de que la persona a la que consideraba su pareja no mostraba sus miedos con facilidad. Ahí supo que tuvo que pasar algo grave para dejarlo vulnerable, tal y como pasó en la hacienda cuando le cortó la cabeza a Francis.
—Tranquilo —le correspondió el abrazo, revolviendo ese cabello azabache, devolviendo el rostro a su pecho— aquí estoy. No me he ido, y nunca me iré.
Tan pronto recobró algo de estabilidad, fue que Yoko pudo hacer los últimos labores de su trabajo como sirvienta en lo que Kendall hacía algo con su aseo personal.
—Margarita me llamó. Mañana regresa, según ella —masculló Yoko desde la cocina, dirigiéndose al sofá de la sala con dos platos y dos vasos en cada mano cual mesera curtida.
—¿Ella te dijo que salieras?
—Preguntó si habían manzanas.
—¿Manzanas? —estaba tan absorto en sus pensamientos que olvidó encender el televisor, aceptando el plato con dos kebabs—. ¿Te dijo que salieras por manzanas? Que yo sepa, no hemos comido manzanas.
—Nunca tuvimos manzanas.
—Nunca... —vaciló con el mismo temple inerte que ponía cada vez que se tomaba las cosas en serio—. ¿A qué hora te llamó?
Yoko comenzaba a especular sobre el cuestionario de Kendall. Era quisquilloso, queriendo saber las cosas a detalle. En una situación distinta diría que estaba siendo muy posesivo, empero, tratándose de Margarita llegaba a entender aunque sea una milésima parte de su actuar. Ella también tenía preguntas que necesitaban una respuesta. Así que decidió cooperar con él.
—Cerca de las doce —contestó, teniendo el silencio como respuesta, en señal de que prosiguiera—. Estaba limpiando cuando me preocupé porque te busqué y no te encontré. Iba a entrar a su despacho cuando escuché su voz por las bocinas. Me pidió que no entrara porque supuestamente te mandó a hacer algo importante. Y que no te esperara para el almuerzo. Te obligó a tomar una botella de mezcal. Eso fue todo.
—¿Qué hay de las manzanas?
—Oh, eso —habló después de haberle dado un mordisco a su kebab, sin esperar a digerirlo—. “nomás" me mandó por manzanas.
—¿Solo así?
—Bueno... —meditó—. Quería que fuera en la noche, diez minutos antes de las once. Antes que cerraran la tienda.
—¿Por qué?
—Ve tu a saber.
—¿Qué hora es?
—Ya ni tu papá me hacía tantas preguntas —comentó con pereza.
—Concéntrate chinita.
Tornó los ojos en blanco para encender la pantalla y enseñarle al chico que faltaba media hora antes de que fuera media noche.
Kendall dejó su plato de porcelana en el mueble, yendo hacia los interruptores para apagar todas las luces.
—Apaga la tele —aguardó hasta estar en completa oscuridad e ir a las inmensas cortinas, donde abrió un diminuto espacio y ver el exterior de fuera.
—¿Ahora qué haces? —sin recibir respuesta, se acercó a él, queriendo averiguar lo que tramaba.
A simple vista todo aparentaba una concerniente armonía por ser uno de los barrios más lujosos y tranquilos de la zona sur que, incluso si así era reconocido, no se salvaba de los secuestros, robos y asesinatos.
«Muy tranquilo para ser verdad. Manzanas. Si, claro» pensó. «¿Qué estás tramando, tía machorra? Rezaré porque sea la esquizofrenia. Pero si es lo que creo que es, no debo estar preocupado, llorando como perra. Yo quería un reto, y aquí lo tengo».
—Vamos a comer —por fin habló—. Enciende las luces y prepara más.
—¿Qué? —preguntó Yoko.
—Acuérdate cuando estábamos desnutridos. No sabemos si será la última vez que comamos carne de primera.
—Kendall Pulicic, me estás asustando —sintió un mal presentimiento—. Dime qué está pasando.
—Ya te dije que hice encabronar a la Potra —siseó con una sonrisa para no llorar por el final de sus días de tranquilidad— todavía no es seguro, y quiero que siga siendo así— giró hasta quedar de cara a Yoko, juntando sus labios en un profundo beso como forma de pedir disculpas—. No me perdonaré si por mi culpa te vuelven a hacer daño.
Tres de la mañana. La hora indicada, la de los diablos. Donde el infame procede a profanar el desdén del silencio, abrumado por el calor exasperado de demencia ovacionada ante los falsos creyentes. Quienes se visten de oro y seda aunque se bañen con aguas negras. Haciendo que las ovejas cedan el paso, a la vez que se dan mil y un gritos guturales entre el vacío y la ignorancia del siervo con ojos vendados.
Ese era él, quien yacía acostado en sus ostentosos aposentos, siendo cobijado por el caluroso abrazo de su amada que dormía como si de una noche cualquiera se tratase.
«Algo anda mal» era lo que se repetía una y otra vez, pues esa angustia de idearse derivados sucesos lo dejaban con preguntas sin responder. «Esto no me gusta».
Si bien los párpados estaban cerrados, los oidos estaban afinados para el más mínimo ruido. Pero no fué el forcejeo de la entrada lo que avivó el instinto de despertar a su amada y abandonar los aposentos.
—Niños, tenemos un problema —escuchó la voz de Margarita, prominente de la bocina con inteligencia artificial que automáticamente respondió su llamada—. Salgan del edificio antes de que todo se vaya a la mierda.
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