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¿Mentira o malentendido?

La hacienda que estaba a dos kilómetros de la capital era la vivienda favorita de la mujer que pasaba seis de cada siete días en Ishkode.

Las trescientas hectáreas que componían el espacio estaban repletas de establos y caballos, los cuales eran cuidados por decenas de hombres bajo su mando. En su mayoría salvadoreños sin documentación, pero con el conocimiento de saber usar un arma, dispuestos a matar si la mujer que los mantenía lejos de la ley en su país se lo pedía.

Lo más llamativo del lugar era la morada que parecía una mansión. Grande, decorada con cabezas de toros y búfalos en las paredes de un color semejante a la arena. Amueblada con sillones hechos con piel de animales que poseían un pelaje agradable al tacto. Algo muy extravagante para una persona acostumbrada al arduo trabajo. Nada que ver con el patio con césped y un gallo negro sobre los alrededores.

—Muy bien, mi estimado calenturiento, veremos si lo que dices es cierto —dijo Margarita, meciéndose en la hamaca atada a dos árboles de mango al centro del patio—. Tú... —miró a Kendall, ubicado a dos metros de ella—. Esa condición que limita tu rendimiento te hace alguien inservible. Tus hermanos son como pequeñas navajas que se mueven por sí solas, tan sigilosas pero efectivas. Hasta tu hermano, el postizo entre postizos.

Las entrañas del bastardo se contraían por ver el sobre en manos de Margarita, pues venía la enfermedad que lo marcaba. Detestaba cuando lo recordaba, y era mucho más humillante y doloroso que otros lo supieran.

Gracias a los resultados anticipados, pudo prepararse para cualquier tipo de burla o decepción. Respiró hondo cuando los dedos de la mujer castaña en bikini rompían el encima de los resultados para tomar la hoja, leyéndola detenidamente. Al poco tiempo de concluir, una sonrisa que no dejaba ver sus intenciones se figuró en sus labios.

—¿Quieres saber por qué maté a Carmela? —no esperó una respuesta, así que prosiguió—: ella era una mentirosa de primera, que si la sabías guiar, podía hacer cosas buenas. Pensó que por ser una de mis favoritas, iba a dejar que se pase de pendeja. Sus mentiras llegaron muy lejos. —Sus ojos se enfocaron en los de un Kendall inerte—. ¿Quieres terminar como Carmela?

El chico pensó en lo que diría.
—Yo no le he mentido, señora Potra. Tengo sida.

Ella negó, creyendo que el joven no podía caer tan bajo con mentir. Aunque solo ella pensaba que mentía. Alcanzó la botella de cerveza oscura sobre el césped para beberse la mitad en tres sorbos. Con toda la calma del mundo, comenzó a doblar la hoja hasta convertirla en un avión que lanzó a Kendall.

—Mira tú mismo, a ver si te sigue dando la cara para mentirme.

Extrañado, el chico obedeció para leer aquello que lo dejo con los ojos crispados. Los resultados aseguraban que estaba libre de toda enfermedad. Se encontraba limpio.

—Imposible —siseó con asombro—. ¿Segura que no son los resultados equivocados?

—Lee bien —comentó Margarita.

Era correcto, en una de las esquinas venía su nombre remarcado con un azul intenso. No obstante, desconocía el por qué. Sus manos que temblaban como el epicentro apenas y podían sostener el papel, debido a la incredulidad. Seguía empeñado en creer que se debía a un error.

—Seguro y se confundieron de resultados a la hora de colocar el nombre —dijo muy sacado de si—. Tiene que haber un error. Le aseguro que estoy enfermo.

—Estuve presente cuando se hicieron los estudios —aseguró—. Si no querías trabajar conmigo, lo hubieras dicho antes de haber estrechado mi mano. No me gustan las cosas a la fuerza. Pero lo que más desprecio es que me quieran ver la cara de pendeja.

Kendall no sabía cómo responder a la furia de la Potra. Las pruebas eran obvias, ¿pero cómo? Si asombro cambió a cierto miedo engullido por la mujer que, hambrienta de una explicación antes de dar una condena.

—Puede darme un celular para entrar a mi cuenta privada y enseñarle tanto los exámenes que me hice, como los de la mujer que me contagió. Le juro por la gloria de mi madre: Trinidad Castro Jeager, que no le miento.

—Supongamos que decido creerte —detuvo el vaivén de la hamaca, usando un pie que usó como ancla en el césped—. Pero el papel en tus manos tampoco miente, te lo aseguro.

Las palabras que hace un par de horas calaron en su interior. Aquella daga en forma de sermón traspasó la coraza que protegía sus emociones. Desgraciadamente fue para mal, puesto que, igual a Yoko, había aceptado que algún día le tocaría morir antes de lo previsto.

Por tanto que su actuar fuese expresiva, sus ojos cansados ll delataban. Igual de calmado, le devolvió la sonrisa a la mujer que no encontraba rastros de superioridad en él.

—Yo tampoco puedo procesar lo que leí. Digo, desde hace dos años pensé que estaba condenado a morir. Ahora resulta que no es así —vaciló—, en mi defensa diré que el laboratorio al que fui se veía poco profesional. Todo es un malentendido.

—Claro, los malentendidos existen. A mí casi no me suele suceder —se apeó para estar frente al chico—. Es más, el último malentendido que tuve, se sigue resolviendo en una guerra muy reñida. Dime: ¿quieres tener un malentendido conmigo?

El chico tragó saliva del miedo infundado por la mujer. Por más que estuviera preparado para morir, no quería hacerlo lo menos indoloro. Tan pronto volteó a los aledaños verdes y despejados, percibió un aura densa y sofocante para el que no estuviera acostumbrado a la tensión. Supo que venía de la Potra.

—Hacerlo significaría morderle la mano a quien me da de comer —vaciló— creo que así iba el dicho. El punto es... —volvió a vacilar, después bufó—. De no ser por usted, los militares que mi padre mandó a nuestra zona ya hubieran sabido de mí. Le estoy en deuda como para tratar de jugarle sucio.

Margarita se agachó para terminar su cerveza, tomándose su tiempo.
—¿Cómo le hacemos? —preguntó.

—El temor de volver a ver que tenía sida me hizo no hacerme otros análisis. La culpa es mía por dejarme llevar por lo que una clínica de mala muerte dijo. Me aseguraré de no volver a tener esos errores.

—Me gusta la gente que admite sus errores —se acercó lo suficiente para darle un ligero golpe en el pecho—. Tampoco pareces mentir. Lo dejaré pasar porque contigo serían dos muertes seguidas. Tampoco quiero deshacerme de un buen elemento. Solo recuerda que odio las mentiras. No digo que esté prohibido, pero conmigo no lo hagas. Aprende a tener lealtad hacia para la persona que sigues

La potra hizo que él la siguiera hasta la casa, yendo delante.  Eso provocaba que el chico pudiera ver la trabajada figura que no daba cabida a las curvas en su cuerpo, teniendo un exceso de masa muscular. Pero eso no era impedimento para que el chico se hiciera una imaginación con la firme retaguardia cubierta por el pareo de su bikini color negro.

—Sabes. Peack, mi sensual mano derecha, la mesera que nos atendió en mi restaurante, estaba muy insistente con ponerte una prueba para demostrar tu lealtad. Yo le dije que Carmela ya les había hecho tanto daño, ya pasaron por mucho. —Con el sujetador que usaba de pulsera ató la trenza francesa que se había hecho—, pero cuando le diga que estás sano, no se lo tomará como yo lo hago. Así que quiero que me lo demuestres a mí y a ella. Quiero que le calles la boca, y me des la seguridad de que puedo apostar por ti.

En el centro de la sala de estar se encontraban un par de personas a la espera de Margarita. Kendall los reconoció al instante. Era la rubia que hizo de mesera cuando le rompió el cuello a Carmela. El otro era Francis, el hombre rapado que en una ocasión acompañó a Carmela, el mismo que llevó al joven Pulicic con uno de sus supuestos hermanos de palabra.

Se podía notar la diferencia de condiciones en ambos. Por un lado estaba Peack, sentada en uno de los sillones, sosteniendo la correa que el hombre de rodillas tenía alrededor del cuello. En cuanto a Francis, aún y con múltiples golpes en todo el rostro, amordazado y con una cinta plateada que le impedía hablar.

—El hombre que mi bella dama tiene como un perro trabajaba única y exclusivamente para Carmela —musitó la Potra— le informaba de todo movimiento que había cuando le tocaba vigilar mi humilde hacienda. —Apretó el hombro de Kendall—: ¿Podrías hacerme el favor de darle el tiro de gracia por mí? Quiero que te sientas la reina roja para cortarle la cabeza.

El semblante vacío de Francis denotaba la tortuosa noche que pasó junto a la rubia sentada cerca suyo. Su cara cortada, una parte de su cabeza rapada levemente abierta, tanto que el propio Kendall juraba ver parte de su cráneo.

Litigioso, el ojiazul aceptó el machete con poco filo que la torturadora de Francis le ofreció cuando se apeó, dando un tirón a la cadena en sus manos, provocando que el hombre avanzara con sus rodillas hasta llegar al par.

—Tenemos al hijo de Kande para rato —respondió Margarita— está limpio, sano. Increíblemente, no tiene ninguna enfermedad. Solo quiso hacerla de emoción. ¿Que hacemos, Peack? No me gustan las mentiras. ¿Le cortamos la lengua? —se echó a reír—. También dice que estaba seguro de tener sida, pero se justifica con que se hicieron las pruebas en un laboratorio de mala muerte.

Los ojos de distintos colores —pardo, verde gris— dispersos en las pupilas de la chica se fijaron en el chico de cabello multicolor. Bajó la mirada para volver a Francis, como si dichas acciones dijeran su opinión. Cansada de una larga noche de gritos y sufrimiento, eso sumado a que la Potra jugará con recordarle que le había cortado la lengua.

—Te está diciendo que mates a la rata, pero no puede hablar —siseó Margarita—. Ella es la prueba de que no me gustan las mentiras. Generalmente la hubiera perdonado como suelo hacerlo. Ésta vez no me robó dinero y lo negó, o se fue con un amante a mis espaldas. Su mentira casi me cuesta el pellejo. Todos tenemos derecho a una vida extra, por ahora me conformo con que le cortes la cabeza al informante de Carmela.

Las reglas eran claras, matar o morir. En este caso era que Francis estaba condenado, lo sabía, por eso no mostraba intentos de salvar su vida. Estaba condenado, y Kendall no quería acompañarlo. No obstante, eso no le quitaba el empalagoso olor de la sangre fresca.

Era cierto que su estoicismo ante la situación le hacía parecer de poco interés, sentía lastima por el hombre, cuya suerte le escupió en la cara con hacerlo pasar por el dolor hasta el último de sus segundos. Tragó saliva, apretó la empuñadura al alzar el machete como si de un bate de béisbol se tratase, y ejerció toda su fuerza hacia el cuello de Francis, que miró al techo.

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