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Luto: parte uno

—¿Alguna vez pensaste que los grandes cambios pueden provenir de una simple palabra o acción que estaba de relleno con algo mucho menos significativo?

Oscuridad. Todo alrededor estaba envuelto en la penumbra custodiada por la nada. Siquiera un recuerdo, sueño, o algo que le diera sentido a Kendall Pulicic, quien yacía inconsciente salvo las palabras de aquella voz gutural que resonaba por todos lados.

—Ir en busca de algo que te ayude a olvidar tu vida y toparte con una chica deseosa de sexo que, luego de habérsela metido hasta el fondo de la panocha y garganta te diga que tiene sida. Fornicar con la hermana adoptiva de tu padre, la cual, por motivos externos a tus beneficios, pero por obra de cosas que van más allá de tu comprensión te hacen conocer al detonante de tus desgracias, manifestada como una sirvienta. O quizás el intentar defender los restos de tu dignidad, poniéndote al tú por tú con un tipo que sobrepasa tus capacidades, el cual te deja fuera de juego con cuatro azotes sobre una mesa.

El lóbrego espacio desértico se había iluminado con una diminuta llama azulada en el centro que le permitió recobrar el conocimiento. Entonces lo vio, el origen de la voz, el ente que flotaba junto a él sobre la nada. Relajado, demasiado ante la impresión del joven que estaba asombrado de vislumbrar la cabeza de un hombre de rostro hermoso, adornada con una corona demasiado llamativa.

—Has tenido una vida muy libertina, Kendall. Falla tras falla, Derrota tras derrota. Una vida de mierda, la peor que hay entre los tuyos. Comienza a tener sentido el porqué estamos unidos. En poco tiempo conseguiste tantas enfermedades que hasta puedes contagiar a alguien con tan solo un beso —rió muy fuerte—. Ira y lujuria. Tal vez estemos hechos el uno para el otro.

—¿Q-quién eres? —preguntó Kendall, confundido.

—¿Yo?

Pronto, el fuego que los dividía se agrandó, dejando ver el cuerpo del ser frente a Kendall. Miedo, fue lo que sintió cuando vio el resto del cuerpo que componía al ser de tres cabezas de distintos animales a sus costados —una de toro y otra de carnero—, de cuerpo humanoide, pero con patas de ganso y cola de serpiente.

El ser parecía divertido con la impresión que causó en el chico.
—Soy todo lo que representa tu vida. El placer de relacionarte con las mujeres que te mantienen en la miseria. El enojo en tu interior por haberlo perdido todo. El que te otorga las mejores ideas para llegar al máximo de los placeres. Soy una parte de tu otra mitad, aquella que no aceptas por completo.

Notó que dicha criatura se encontraba encadenada, la cual miró de arriba abajo antes de quedar completamente petrificado.

—¿Por qué me miras con miedo? ¿Es por cómo me veo? Es hipócrita que me mires así. Lo que soy por fuera es lo que eres por dentro. Algo pútrido, así debe ser. Mientras tú tienes belleza, yo tengo inteligencia. Yo soy la malicia, tu la inocencia que va de la mano con los valores del sentido común. Eso está buen. —Sus tres cabezas se echaron a reír con sutileza—. Finalmente nos conocemos. Ahora podemos participar, jugar y apostar tanto como podamos para recuperar el terreno perdido. Terminemos de corromper el lugar. Mi nueva Sodoma, nuestro vergel de los clandestinos, el campo de batalla para el armagedón que ellos trataron de evitar.

El fuego comenzó a ganar terreno hasta llegar a ellos, donde las llamas los cubrieron por completo e hicieron que el chico gritase con todas sus fuerzas por las quemaduras, en cuanto el ente oscuro gozaba del espectáculo.

Yoko.

Entre tantos escándalos transcurridos tras la vuelta de Kendall, los días posteriores a su estado de inconsciencia lo llevaron a estar reposando en cama, siendo atendido por la chica de cabello rosa que, además de estar afligida de verlo en dichoso estado: tanto su estado físico como mental se vieron afectados.
Ahí se encontraba ella, cambiando la bolsa de suero que colgaba sobre uno de los bordes de la cama que compartía con el chico, tratando que sus huesudas manos no tirasen la bolsa debido a los temblores producidos por la depresión y la ansiedad de encontrarse sola.

«¿Por qué? Se supone que solo irías a trabajar. Me lo prometiste —terminó de poner el suero mientras pensó—. Por favor, despierta. No quiero estar sola. No me dejes, dijiste que estaríamos juntos. Me lo prometiste».

Pasó la vista por el rostro moreteado del chico que yacía con los ojos cerrados y un trapo húmedo en la frente, cuyas heridas no se habían curado con el paso del tiempo. Con suavidad acarició una de sus mejillas, tratando de contener las lágrimas que la traicionaron al salir al momento de ponerse de cuclillas y sollozar en silencio, ocultando su rostro sobre la orilla de la cama.
Sin percatarse que el cansancio acumulado se adueñó de ella, cerró los ojos para dormir de rodillas hasta que oscureció, moviéndose involuntariamente hasta quedar acostada sobre el borde del colchón, por lo que no se percató cuando el chico abrió los ojos, lenta y pesadamente.

La tenue luz que marcaba los veintiséis grados del aire acondicionado para divisar el angosto espacio de la habitación, era lo que vislumbraron los ojos de Kendall. Nada que no haya visto antes en sus noches en desvelo, acompañado del brazo adormecido con el que Yoko descansaba. Confundido, incómodo y con frío por solo tener ropa interior, se vio obligado a tratar de zafarse del agarre de la rubia.

—H-hey —dijo como pudo, puesto que estaba falto de saliva—. Chinita, oye.

Todavía con su brazo y parte de su torso estando a merded de la pelirrosa, con suavidad la sacudió para despertarla, haciendo que Yoko se removiera hasta abrir los ojos de forma forzosa.

»¿Cómoda? No quería despertarte, pero tienes esa costumbre de pegarte a mí como koala.

Siguiendo desubicada, ella se frotó los ojos al poner los codos sobre el colchón para después quedar anonadada ante la sonrisa descarada de Kendall.

—Mentira... —vaciló—. ¡¿Kendall?!

—Hola —saludó como si nada—: ¿me extrañaste?

No pudo decir mas, ya que la chica rodeó su torso en un fuerte abrazo, al compas de soltar sollozos con el rostro hundido en su pecho. Ella no sabía porqué o cuándo, pero había un sentimiento que jamás había experimentado. ¿Amor? No era lo suficiente para decir que amaba a Kendall Pulicic. Sin embargo, en poco tiempo pudo sembrar algo de sentimientos hacia él. ¿Simple conveniencia e instinto de supervivencia? Eran pocas las personas que ocupaban un lugar en su corazón, pero su estación del sentido común estaba saturada de gente con la que se relacionaba por negocios o algo que la ayudase. No obstante, ella admitía que el chico persuadió a los guardias de sus emociones para quedar de okupa en su corazón. ¿Acaso era una especie de hermandad? Ella apuntaba hacia esa idea, pero después recordó que los hermanos no se ven con deseo.

—Pensé que no volverías a despertar —dijo Yoko, aún con el rostro oculto.

—Vamos, chinita —no supo el porqué, pero algo en él le hizo consolar a la chica— solo me dormí por un rato. No es para tanto. —Acarició aquel cabello debilitado.

—¿Un rato? ¡¿Un rato?! —se despegó del peliverde para acercarse a su rostro, sin importarle que su aspecto no era el refinado con el que acostumbraba a llevar—. ¡Estuviste un mes entero en coma!

—¿Cómo? —fue lo único que pudo articular ante la confesión de la chica que seguía llorando en sus brazos.

Kendall divisó la apariencia desgastada de Yoko, y comparó su estado de antaño —su primer encuentro— con el actual. A leguas se notaba la falta de alimentos y el cuidado de su cuerpo. Estaba delgada, pero no con esa figura proporcionada que solía poseer. La piel estaba muy junta a los huesos de sus hombres, incluso, sus grandes ojos parecían estar hundidos y rodeados de evidentes ojeras alrededor. Sus labios estaban secos y, en algunas zonas blancas y descarapeladas. Hasta su largo cabello estaba muy dañado —en parte por el tinte y la decoloración, junto a la carencia de productos para este—, hasta habían partes que se le caían. Ya no quedaban rastros de la refinada líder de sirvientas de la casa Pulicic.

—Solo tenemos agua —dijo la pelo rosa, colocando un viejo vaso de plástico sobre la mesa, cerca de Kendall—. Si corremos con suerte nos traerán comida. Debes estar hambriento, lo siento. Debemos rezar para que ella venga.

Indiferente, el chico miró el agua para después a la joven desnutrida.
—¿Ya cenaste?

Ella negó, muy afligida.
—En la mañana desayuné un poco de frijoles que estaban a punto de agriarse.

Lo dicho por Yoko no pasó desaparecido por el chico que maldijo entre balbuceos por hacerse una idea de los motivos que llevaron el cambio físico de la chica. Muchas sensaciones chocaron dentro de él, pues sabía lo tormentoso que era pasar hambre. Una cosa que no le deseaba ni a su peor enemigo.
Culpa, tristeza, ira. Eran algunas cosas que taladraban los fragmentos de su corazón hecho añicos. Por desgracia, el hambre también estaba presente, lo que le hacía no pensar con claridad.

—¿Siempre es así? ¿Esos bastardos te mal pasan? —no quería escuchar la respuesta que por dentro sabía.

Yoko afirmó, con una expresión cancina.
—A veces solo me dan agua y tres tortillas fritas con frijol embarrado.

Ella le contó todo lo que pasó durante el mes que estuvo indispuesto. Desde los constantes insultos y comentarios lanzados por Carmela para hacerla sumisa con la intención de lavarle el cerebro, pasando por la escasez de recurso para el mantenimiento de la habitación e higiene personal, hasta las amenazas de muerte en caso de que el peliverde no despertara.

—¿Has visto a Carmela? —preguntó él.

—¿Carmela? —sonó confundida.

—La directora —corrigió—. Así se llama.

—Oh. Si —contestó Yoko— ella es quien me trae las cosas. Pero no viene muy seguido, solo cuando tiene ganas de hacerlo. —Su mirada estaba perdida, al igual que sus ganas de seguir viviendo lo que consideraba un infierno.

—Enterado —siseó, intentando no ser presa del impulso de golpear a Carmela cuando la viera.

—Oye —la chica hizo que el joven la mirase—. Cuéntame lo que pasó. ¿Que hiciste para terminar en coma? Nadie me dice nada. Traté de preguntarle al hombre con el que te fuiste cuando te trajo muy maltratado —contuvo su tristeza de tan solo recordar esa noche—. Pero solo le dijo a Carmela. Y ella no me quiere decir nada que no sean insultos y reproches por pensar que todo es mi culpa.

Kendall vaciló antes de responder.
—Yo... —mantuvo un par de segundos en silencio. Negó con la cabeza y miró a Yoko a los ojos tras un largo sopeso—. Abrí la boca de más frente al malparido equivocado. Desgraciadamente tuvo muchas consecuencias. No solo para mí, sino también para ti. Sé a lo que esa gorda mamona se refiere, pero no es tu culpa. Yo provoqué esto, por eso lo siento. Yo... —tomó la mano de la chica, situada sobre la mesa. Puso un semblante similar al de ella— de verdad lo siento.

El chico le contó a Yoko lo que sucedió el día en que fue junto al acompañante de Carmela con lujo de detalle, como la mentira de Carmela para ocultar la identidad de la persona detrás de sus malandanzas. Su sinceridad fue tanta que, hasta sintiéndose avergonzado de sus actos, mencionó las palabras que hicieron colapsar a Zinder Croda. Esperó algún disgusto de Yoko, pero la pelirrosa se quedó muda por unos minutos de asimilación hasta que escucharon que los seguros de la puerta de entrada eran quitados desde afuera.

—Hablaremos después —dijo la joven mujer posó la vista sobre la entrada cuando vio girar el pomo de la puerta—, concentrémonos en los problemas de ahora. En esa gorda que no dejará de hacernos la vida imposible. Después lidiaremos con el resto. Primero ella, luego iremos por los demás. Recuérdalo, solo somos tú y yo. Por eso no me vuelvas a dejar sola en esto, te lo prohibido. Somos nosotros contra todos. No quiero volver a luchar sola, ni tampoco quiero que pases lo mismo que yo.

—Te lo prometo, chinita —dijo él, apretando la mano de ella—. Todo irá mejor.

Ambos chicos divisaron la llegada de Carmela Russell, la mujer con uniforme de secretaria que llevaba un plato desechable blanco con tres tostadas untadas de frijol y un pequeño vaso de agua en cada mano.

—Bueno, mi estimada ardilla traicionera, aquí tienes tu deliciosa cena. Espero que la disfrutes —dijo la mujer mayor mientras le daba la espalda para cerrar la puerta con un empuje de sus caderas—. Trata de saborear tu rico manjar porque mañana no vendré hasta el atardecer.

Al darse la vuelta sobre la mesa para divisar a una desgastada Yoko para gusto personal, notó al par de chicos que parecían apacibles ante su presencia. Tornando una expresión inexplicable por la sorpresa de ver a Kendall despierto que cambió casi de inmediato por esa despreocupación que solía tener, se acercó a ellos con una sonrisa que muy difícil podía desbordar compostura por el aura pesada del peliverde. Algo había cambiado en él. Incluso, sus fosas nasales lograron percibir cierto hedor a azufre que ignoró por creer que era por la falta de productos de limpieza que a propósito dejaba de otorgarle a la japonesa.

—¡Ojitos bonitos! —exclamó a la par de acercarse a ellos con los brazos extendidos—. Me preguntaba cuando ibas a despertar. Es probable que tu chacha personal no te lo haya dicho, pero cada noche la escuchaba llorar como María Magdalena por el miedo que sentía de pensar que no saldrías del coma. Si que nos diste un buen susto a todos. Sobreviviste a uno de los jefes, nada mal para tu primer trabajo. Por algo eres hijo postizo de Trinidad Castro Jeager. Pero tampoco me hubiera sorprendido de ver tu cadáver. Se trataba de el hijo biológico de tu madre.

Carmela quiso tomar el asiento que Yoko estaba desocupando, de no ser por Kendall que detuvo la acción de su compañera con la mano, haciendo que la mujer regordeta quedase a la espera con una ceja alzada.

—Yoko —dijo el peliverde con una pequeña curva sarcástica en los labios dirigida a Carmela—, te ves muy cómoda. Quédate ahí. La directora podría romper la silla con ese culo gordo. Y solo tenemos dos.

Kendall giró su asiento para apuntar a la cama donde la mujer mayor se acomodó después de dejar la cena de la japonesa que trató de tomar para compartirla con él, pero este negó para que no probase ningún bocado. Con la doblegada actitud de la chica supo que Carmela estaba cerca de lograr su cometido de someterla hasta el punto de hacer que Yoko olvidara su integridad. Eso lo enfadó, y la ancha sonrisa placentera de la mujer mayor no ayudaba. Pues ella entendía para donde iban las intenciones del chico, siquiera hizo por oponerse para ver cómo terminaría la reunión entre el trío.

»No se tú, chinita, pero yo estoy hasta los cojones de comer puro frijol. Ya hasta la mierda me sale negra. ¿No se te antoja otra cosa? Quizás un asado argentino, unas arepas, una paella o unos tacos que piquen hasta dejarnos el culo bien dilatado a la hora de cagar, como yo se lo dejaba a nuestra servidora. Oiga, mi estimada señora de negocios: ¿Nos traes algo decente para cenar? Me lo merezco después de lo que su pequeño jefe nos hizo pasar. ¿Por favor, directora? O debería decir: Carmela Russell.

—Vaya vaya —dijo Carmela, encendiendo una llama repleta de adrenalina en su pecho—. Kendall Pulicic siguiendo con la lengua filosa después de que le dieran si estate quieto. Interesante, nene. ¿Acaso no le tienes miedo a la muerte?

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