Habla ahora o calla para siempre
Estabilidad mental. Era algo que Kendall Pulicic buscaba desde mucho antes de sus malandanzas. Ahí estaba él, dándose un estrafalario viaje mental acerca de lo que implicaba hundirse en los asuntos de gente peligrosa.
Recordaba desde el momento en que todo empezó. Nada menos que una lluviosa tarde a finales del verano, uno que sin duda fue de los peores que recordaba en su vida, ya que en ese entonces estaba tan viciado con los estupefacientes.
Desde el primer acercamiento con Lara, su primer beso con sabor a café —cosa que desprecia— hasta la última vez que tuvieron intimidad. La vez que conoció a Yoko, quien dormía plácidamente en sus brazos. El pelinegro que pasaba sus dedos por la cabellera de la chica para peinar la miró, no con lastima, rencor o felicidad. Deseoso de encontrar un motivo para justificar el pensamiento de que por la pelirosa comenzó todo, se preguntó si de verdad valió la pena conocer a Yoko.
Si bien estaba destinado a servirle a alguien aunque no lo quisiera, ahora podía asegurar que tenía la compañía que tanto necesitaba. Confianza, seguridad, sentimientos, empatía por alguien que no fuera él. ¿Valió la pena dejar la rutina que le dejaba buen dinero por ser un peón? Todavía estaba indeciso. Lo que provocaba tener un amor-odio por Yoko. Pues ella también había pasado por mucho.
Tenía tanto que pensar, y una sola cabeza para procesar. Algo a destacar era no tener que estar alerta por las patrullas, en cambio, ahora debía cuidarse de alguien más peligroso. El antes y después de una nueva vida.
Avistó el anticuado reloj encima del ínfimo buró mediante el fulgor de la lámpara azul. Faltaban diez minutos para despertar a Yoko que dormía plácidamente. Ya sea por cerrar los ojos con el estómago lleno, o por alguna extrañeza vinculada con lo despectivo ante la vida de otros. Entonces volvía a la misma problemática: ¿Sentía amor u odio por ella? ¿Empatía o resentimiento?
Faltaban dos minutos para que dieran las cinco, fue ahí que el chico movió un hombro de la chica encima suyo, cubierta de pies a cabeza con la sábana negra, pero ella no daba asomos de tener los ojos abiertos. La sacudió una segunda vez, pero tampoco sucedió nada.
—Siempre es lo mismo. Mierda —bisbeó por lo bajo para no ser escuchado, en caso de que ella estuviera fingiendo como en otras ocasiones—. Hey, chinita. Ya va siendo hora. No querrás llegar tarde con Margarita.
—Mentiroso, la alarma no ha sonado —reclamó Yoko, mostrando los revoloteados mechones por toda su cara al asomar su cara somnolienta—. Déjame dormir. —Sin importarle que su apestoso aliento llegara a Kendall, acercó el rostro al de él—. Y la próxima vez que digas una grosería mientras me hablas, pasarás la noche en la caja.
Kendall no sabía lo que era más quisquilloso: que ella tuviera el oído afinado, o que el abrumador ruido del reloj saltando sobre el buró. Estrelló una mano abierta sobre sus ojos, luego de maldecir tras sentir la largas uñas de Yoko que se aferraban a su piel por la sorpresa de la alarma que, inesperadamente sonó antes de tiempo, compartiendo parte de los sentimientos de Kendall. Ya que el propósito del chico era evitar otra herida por las uñas de la pelirosa, como en todas las mañanas.
—¡Te lo dije! —exclamó lo más bajo posible—. ¿Por qué nunca haces caso? ¡Maldita pinkie pie!
—¡Dije que nada de groserías, cara de culo! —respondió Yoko, aún estando adormilada—. ¡Respétame! ¡Soy una dama, cabrón!
—Recuérdame por qué tengo que soportar gritos durante todas las mañanas —se guardó los tantos comentarios que quería exclamar, y prefirió decir—: no importa, ya estamos aquí. Si me dan a escoger entre las noches de recordar el pasado, y un culito del oriente, obviamente preferiré morir con las bolas vacías —estiró el brazo derecho para apagar el despertador.
—¿Quién te engañó así de feo? Sigues estando muy lejos para que tan siquiera te deje verme cuando me cambio.
—Hay muchas maneras para dejarme más seco que los testículos de un abuelo que ha vivido un siglo.
—Confórmate con verme cuando salgo del baño en toalla —no sabía porqué, pero de forma inconsciente le seguía el juego a Kendall—. Si va a ser así, dedícame muchas pajas. Dicen que da buena suerte. A ver si así puedo cambiar nuestras vidas de mierda.
—Supongo que así debe ser —respondió, incómodo—. Eres tan cobarde como para morir como yo lo haré. Es más, no deberías dormir tan a la ligera conmigo. No sé si sea verdad, pero dicen que mis enfermedades pueden contagiarse con un roce equivocado. Pero mira, aquí está la señorita puedo con todo, jugando con la muerte. Me confundes. Le tienes miedo a todos, y menos a mí, que soy la muerte más cerca que tienes.
—Confidente mío —su voz se tornó seria, pero apagada— hace más de un mes que yo morí. En ese hotel, junto a Lara y Akiko. Se supone que en este momento mis restos debieron haber vuelto a la naturaleza por dejarme en algún rincón del mundo, o en un ataúd si es que me hubieran llevado con el señor Pulicic. Pero no, contra todo pronóstico estoy aquí. Sigue soñando, señor Pulicic en miniatura, pero la muerte que vino por mí era trigueña. Y tú eres lo opuesto a la piel de la candela.
—Aceptaste la vida que te tocó —dijo Kendall, con una pequeña sonrisa— bueno, ya es un comienzo. Parece que fue ayer cuando llorabas por las noches y las mañanas por no encontrar una salida.
—Ya que hablamos de comienzos: ¿Cómo reaccionó la Potra cuando le dijiste de tu... enfermedadad?
El chico aspiró una gran bocanada de aire. Entre queriendo y no, dijo:
—Para asegurarse de que no mentía cuando le dije que me quedaban aproximadamente dos años de vida, me mandó a hacer unos análisis. Deben llegar hoy.
—Vamos, camote albino, dime que estás mintiendo —dijo cabizbaja—. Estás exagerando. Dijiste que siempre te cuidabas.
—Lo hice, pero no con ella —chistó porque sabía que iba a incomodar a Yoko con lo que le iba a contar—. Fué antes de trabajar como macho castigador de maduras. Cuando recién había llegado a la capital. La conocí en un bar, como cualquier chico con cara de pendejo que cumplía dos años de llegar a la mayoría de edad. Recuerdo que estaba al otro lado de la barra, bebiendo un trago, al mismo tiempo que nos miramos de reojo. Como siempre fuí un hijo de puta que le gustaba meterse con la novia de los populares, no me tomó mucho para acercarme lo suficiente a ella en esa noche para ir a un rincón y besarnos como si no hubiera un mañana.
Esperó a que Yoko pudiera procesar lo que escuchaba.
»Ni bien quise meter mi mano en su pantalón, me detuvo, excusándose con que estaba comprometida. No le creí. De hecho, nadie en el lugar se hubiera tragado el cuento de una joven comprometida con alguien importante del país. Pero eso no impidió que pudiéramos intercambiar números. Después de dos intensas semanas de mensajes y llamadas con insinuaciones, pude convencerla de volver a salir. Pero nada pasó hasta el tercer encuentro, donde ella llegó con una actitud distinta. Parecía más atrevida que de costumbre, diciendo que ya era hora... —dio otra inhalación, antes de seguir—. Pensé que por venir de la zona norte, querría ir a un lugar lujoso, pero le bastó un motel barato para poder estar dentro de ella, con la condición de no usar condón.
—Espera: ¿quién era el que insistía? —arqueó una ceja——: ¿siempre fuiste así de despreciable?
Kendall supo que las preguntas llegarían como una patada en la entrepierna. Directas y sin tacto, debido a un enojo por parte de la chica que trataba de ignorar por su significado.
—Si supieras las veces que me arrepiento de muchas cosas. Y conocer a esa pelirroja cubierta de pecas hasta el culo es la principal —torció los labios en una mueca—. Antes era orgulloso hasta los huesos, creía que por ser entrenado por la mujer más peligrosa del país, podía hacer lo que quería. Y tomar a alguien que le pertenece a otro me daba placer. Sabía que estaba comprometida con alguien que tenía el poder para aplastarme como a una cucaracha, pero no me importó. Por una noche rompí los códigos que mamá me dijo antes de morir. Y al final, de alguna forma y otra lo terminé pagando caro.
—¿Cuando supiste que tenías sida?
—A la mañana siguiente. Cuando desperté solo en la cama, sin ella a mi lado, pero con una hoja que decía los resultados de unos análisis. Nunca olvidaré su nombre: Tshilaba Benedetto.
Yoko pasó su mano por la cara para retirar el cabello que obturaba su visión.
—Conozco ese apellido. Es el de la suegra de Zinder.
—Si. No estoy seguro, pero creo que ví a una pelirroja que se parecía a Tshilaba junto a ese enano de mierda. La chica de buen culo con pecas que estaba con él se parecía mucho a la que conocí, pero no era ella.
—Ahora todo tiene sentido —dijo Yoko—. Te metiste con un familiar de la amiga del señor Pulicic. No soy la más indicada para decírtelo, pero si no soy yo, ¿qué otra subnormal lo haría? —trató de sonreír para ser positiva, pero tanto las palabras como la actitud descarada de Kendall la desesperaban—. Tal vez sea un castigo divino. El hacer sufrir a muchas personas que en tu vida habías visto,.. ¡por dios, Kendall! ¿Escuchaste lo que acabas de decir? —lo intentó, pero no pudo encontrar algún motivo para ser comprensible con el chico, siendo severa—. Piensa en los daños que provocaste, la ruptura de muchas relaciones. Puede que muchas solo fueran pasajeras, pero otras pudieron ser un matrimonio. Por favor, dime que no habían matrimonios. Todo lo que hacías comenzó después de acostarte con esa chica, ¿verdad?
Su silencio habló por sí solo, la respuesta que desmoronó las esperanzas de Yoko. No lo demostró, pero hubo una gran desilusión, una que ya sabía que existía, pero se negaba a aceptar. No amaba a Kendall, pero ya no negaba que el compañerismo se volvió aprecio, transformándose en cariño. ¿Seguía viendo en Kendall algún atisbo de cambio? Lo dudaba, para no decir que el chico era un caso perdido. ¿Lo seguía queriendo? Eso era harina de otro costal. No obstante, ese cariño estaba dejando de perder el interés en considerar alguna relación con él.
—Es lo que soy, chinita. Te prometí sinceridad, y aquí la tienes.
La chica se hizo a un lado para quedar al borde de la cama, hundir los pies en las pantuflas de felpa e ir al baño. Al igual que él, ella también quiso terminar la conversación con un silencio. Al cabo de treinta tortuosos minutos, tanto el chico como Yoko estaban cambiados.
Kendall se dio un vistazo en el espejo de vista completa, acomodado cerca de los aposentos. Percibió que su cabello era demasiado largo. Fingió que las palabras de Yoko no tuvieron repercusión en él, pues según su lógica, era mejor que ella desechara todas las intenciones de ser algo más de lo que ya eran. Un fragmento de él no lo quería, pero pensó que era lo mejor para ambos.
No quería morir con remordimientos. Mucho menos el de abandonar a una persona con la que hay un complemento mutuo. Aunque ese era el caso, no quería estar más comprometido para evitar un daño colateral. Más que nada por ella.
—Prometimos que habría confianza entre nosotros —dijo Yoko, posándose detrás del pelinegro, con el traje de sirvienta que Carmela le había comprado—. No te miento cuando te digo que morí en aquel motel, porque no volveré a orinarme encima si vuelvo a ver un asesinato, o si me vuelven a apuntar en la cabeza. Yo sé que llegará mi momento de estar de rodillas. Pero eso no significa que desprecie cada día que pasa. Quiero vivir, y lo hago. Todo gracias a ti. —Tocó su hombro en señal de apoyo—. No soy nadie para juzgarte. También hay cosas de mi pasado que no sabes. Algunas que no quiero recordar, pero que hice —su mano descendió para unirse con la otra, formando un abrazo—. Tú me ayudaste. Es mi turno de hacer algo por ti.
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