Cinco gestos en la cara
Si la antigua versión de hace ocho días vieran que el par de allegados a la plaza comercial estaban en una pieza, no creerían el rotundo cambio en ellos mismos, dejando atrás aquel aspecto de muertos de hambre.,. Ahora eran irreconocibles, tanto física como mentalmente.
Podían recordarse a sí mismos al estar parados en el lugar del estacionamiento donde Carmela había dejado su coche, solo que en aquel entonces el día estaba nublado a comparación del sol en el cielo despejado ante las bajas temperaturas del día vigente.
—Hace un frío de su puta madre. Con este clima dan ganas de dormir. El sol solo está de adorno —farfulló Margarita, colocando el seguro de su clásico auto deportivo—. Entremos antes de que se enfermen.
La castaña pasó la visita hacia el par que estaban faltos de un abrigo. Con Yoko usando el traje de sirvienta, junto al chico que iba con unos simples vaqueros y polera oscura.
—No le digan a Peack que les estoy dando dinero extra —dijo la mujer castaña, una vez dentro de la plaza comercial, dándoles unos sobres con billetes a cada uno—. Vayan a comprarse algo bonito. Yoko —miró a la asiática con cara de póquer—, consigue ropa normal. Usa algo que te guste, no entiendo cómo puedes estar con ese ridículo traje. ¿Eso te obligaban a usar? Eres una mujer con derechos, no una esclava. Tienes prohibido usar ese uniforme en la calle. —Oprimió el botón del ascensor que conduce al resto de pisos, el cual tardó en abrir— descansarán los lunes. El último piso hay habitaciones, pueden rentar una si quieren. O den una vuelta, vayan al cine. No lo sé. Hagan cosas que vayan de la mano con un par de calenturientos. Pueden ir a cualquier parte de la plaza, pero no salgan. Solo aquí puedo garantizar sus vidas. Los veo a media noche, ya saben el camino al restaurante.
Kendall y Yoko vieron a Margarita elevarse sobre el ascensor transparente hasta perderse en los siguientes pisos. Luego se quedaron quietos por otro rato, sin intenciones de romper el hielo.
—Hace tiempo que no voy de compras —la chica abrió el sobre superaba por mucho al de Kendall en cuanto al grosor de los billetes se refería—. No recuerdo cuando fue la última vez que pisé una tienda de ropa. Vayamos a una.
—Oye, chinita —dijo Kendall, señalando el fajo en manos de la chica—: ¿Cuánto te dieron?
Fueron hasta las bancas más cercanas para contar el dinero, expuestos a que un pillo llegase a tomar el dinero. Cosa que sería impedida por el chico acostumbrado a esas cosas. Atento en todo momento cual guardia custodiando a una doncella.
—¡Me cago en la mierda! ¡Dieciocho grandes! —exclamó Yoko, con el español mucho más fluido—. ¿Cuánto te dieron a ti?
Rezando para que la cantidad fuese lo menos humillante posible, solo podía ver tres billetes de mil pílares.
—Bueno, de algo a nada —se lo tomó con humor, o eso trató de aparentar para impedir que su frustración saliera a flote— mi trabajo es estar sentado mientras me rasco los huevos. No hago nada más que vigilar.
—No te sientas mal —la chica trató de ver el lado bueno de las cosas—. Mientras uno de nosotros tenga mucha pasta, no hay nada de qué preocuparse. Vayamos por algo de comer, yo invito.
Estaba de sobra detallar el engorroso actuar de Kendall a la hora de pagar la cuenta por los alimentos consumidos en el restaurante de comida latina, cuando la mesera se dirigió a él con la modesta cantidad de mil pílares —gracias a Yoko que comió el equivalente a tres personas— por lo consumido. Incluso la moza de origen cubano se confundió al recibir el dinero por parte de la japonesa, anticipándose a Kendall que por defender su orgullo estaba decidido a pagar. No era para menos, ya que la moza acostumbraba a ver que los hombres eran quienes pagaban las cuentas. Lo mismo pasó en la repostería donde pasaron por una rebanada del pastel más caro que ofrecía la tienda. Todo terminaba con mirar a Kendall de reojo para mostrar su disconformidad, seguido de sonreírle a la chica.
Después de media hora de paseo por el primer piso, decidieron ir a la segunda planta de la plaza —lugar perteneciente a las tiendas de ropa, maquillaje calzado y salones de belleza—, el lugar al que Yoko ansiaba llegar.
El lugar estaba a años luz de compararse con los lujosos establecimientos de la zona norte, no obstante, tampoco le hacía mala cara al lugar más grande del piso, compuesta con un enorme abastecimiento de prendas provenientes de muchas partes del mundo. Tanto de dama como de caballero.
—Pensé que nunca volvería a salir de compras —la joven admiró el interior del lugar cuando las puertas de cristal transparente se abrieron en par—. Hay tantos estilos que no sé por dónde empezar. La ventaja es que tenemos todo el día.
—Oye, oye. Alto ahí, vaquera —replicó Kendall—. Ni creas que vamos a desperdiciar nuestro descanso por comprar ropa.
—No lo creo —se acercó al primer mostrador para revisar la variedad de pantalones colgados— vamos a pasar mucho tiempo aquí. Hasta que nos corran si es necesario. Pero no saldré de aquí si no es con lo necesario para hacer que mi armario deje de verse como un pueblo fantasma.
—No empieces, algodón de azúcar rancia. ¿Qué hay de lo que yo quiero?
—En vez de actuar como un completo aguafiestas, me deberías ayudaras a escoger, tal vez nos daría tiempo de hacer lo que quieres.
—¿Por qué debemos hacer lo tú que quieres? —cuestionó mientras bufaba, ya que no podía decir lo que quería no se podía expresar en público.
—Porque en casa cumplo todos tus caprichos —refutó Yoko, extrayendo tres pantalones de mezclilla—. Vemos las películas o series que quieres, cenamos lo que se te antoja, y siempre hago de la vista gorda cuando se te pasa la mano mientras duermo. ¿Creés que no me doy cuenta de las veces que me haces peinados ridículos, o me tapas la nariz para que respire por la boca? Que me acompañes y me des tu opinión de cómo me veo sería lo mínimo que podrías hacer por mí.
—Siento que hiciste todo eso para este momento —agregó con pesadez.
—¡Obvio! —caminó hasta el probador, siendo seguida por el chico—. Yo te consiento en casa, y tú me sigues en las salidas. Ése es el trato —con picardía cerró la cortina del pequeño espacio al que se había metido, al tiempo que le guiñaba un ojo al chico—. Tranquilo, es broma eso de quedarnos todo el día. Aún falta ir a la estética, necesito arreglar mi cabello, y mis uñas están de la verga. También quiero algo de maquillaje.
—Mejor di que quieres la plaza completa.
—Mamón cara de chimba.
Kendall había perdido la noción del tiempo tras el decimoséptimo conjunto que la chica le había mostrado, posando para él. Mostrándole desde prendas a juego que la hicieran parecer una lolila sin busto, hasta escotes y ropa provocativa que daban a relucir sus atributos, al igual que un par de bikinis poco decentes para las personas de tercera edad.
—¿El vestido para qué? —preguntó el ojiazul, señalando a Yoko que le daba la espalda para que diera su opinión acerca del vestido color crema que exponía su espalda—. Déjame adivinar: vas a fregar el piso con eso puesto —se echó a reír.
—Seguramente voy a gastar tres mil pílares para limpiarme el culo con el —escupió Yoko—. Quiero que en nuestro próximo descanso vayamos al restaurante más decente de la zona. Le pregunté a Magie si había uno en la zona sur. Dijo que si, solo que está en el centro. Por suerte nos hará el favor de enviar escoltas con nosotros, en caso de un ataque del señor Pulicic.
—Ese lugar te cobrará hasta el baño, no te lo recomiendo. La cuenta mínima de dos personas es de doce mil pílares en adelante. Y di que te fué bien.
—Por algo me pagan el triple de lo que debería ganar —volvió al probador para ponerse unas medias debajo de los pantalones cortos que acompañaban la sudadera ancha. Salió del probador y puso el vestido junto a la pila de ropa que era sostenida por Kendall.
—Es imposible que una sirvienta gane más que un titulado —siguió a la chica que se dirigía a pagar—. ¿Acaso te recibiste en la academia mundial de las cenicientas?
—La hacienda de la Potra estaba hecha mierda. Ese lugar no necesitaba una manita de gato, ni una garra de tigre. Lo que le hacía falta era un putazo de león africano —se detuvo a mitad de camino, justo en el área de ropa interior, recordando que le faltaba—. Si te soy sincera, nunca pensé que aceptaría pagarme lo que ganaba con los Pulicic. Como sea —señaló la caja— deja todo con la vendedora y busca algo bonito. Que la próxima semana nos vamos a comer. Aquí necesitaré mi espacio —miró las tantas bragas ante sus ojos.
Considerando lo tedioso y pendejo que se veía con toda la ropa de Yoko, hizo caso al consejo de la chica. Antes de indagar en la zona de caballeros, volteó a una Yoko ensimismada con las cómodas bragas que usaría una señora de cincuenta años en adelante.
«Escoges buena ropa —pensó— pero fallas en lo más importante. Ya ni Lara se atrevió a usar calzones así».
Cuando su lado lujurioso como burlesco se juntaron, se le vino una idea que moldeaba la sonrisa pícara en sus labios. Con discreción, pasó sobre la gente que mayormente eran novias que obligaron a su pareja a acompañarlas de compras. Cuando llegó a la zona de lencerías, se tomó su tiempo para mirar la diversidad de ropa íntima. Unas más atrevidas que otras, pero todas cumplían su misión: provocar deseo para el que viera el cuerpo cubierto con dichosas prendas.
Siguió observando sin importar que algunas mujeres a su lado lo vieran con cierto desprecio hasta llegar al conjunto que más llamó su atención.
«Lo encontré —asintió para él, tomando aquel encaje de color negro—. Si, perra». Caminó en dirección a Yoko, llegando hasta su espalda mientras seguía con los anticuados calzones.
—No eres una anciana. ¿Así piensas ir a la guerra? —le mostró la lencería en sus manos cuando ella se exaltó al verlo por sorpresa—. Con éste arsenal estarás armada hasta los dientes. —Ella alzó ambas cejas en busca de una explicación—. Mamá siempre decía que nunca dejemos pasar la oportunidad de ver a una bella dama con lencería de encaje.
—Por un momento olvidé que eras un cerdo —era la menos indicada para decirlo, pero tampoco admitiría que se imaginó a ella misma con tales atuendos, como en su época de amante.
—Si yo soy un cerdo, ¿eso en qué te convierte? ¿Petunia? —contuvo una carcajada. Decidió que ya era momento de dejarla a solas con tal de no hastiarla, no obstante, dejó la lencería en manos de la joven—. Dijiste que me consentirías en casa si te acompaño a donde quiera que vayas. No está de más que lo ocupes por unas cuantas horas.
Yoko notó que Kendall se metía entre la gente, yendo hasta el otro lado de la tienda. Poco a poco lograba entender ese humor ácido, a veces nada gracioso. Hasta la fecha se confundía con las tantas cosas que decía, llegando a tal grado de no saber cuándo prestarle atención.
Analizó el encaje segundos antes de devolverlo a su lugar, al menos hasta detenerse después del tercer paso. Luego recordó unas palabras que su padre le dijo a los seis años, unas que iban acorde a las de Kendall: "Los culos no van a la guerra, ellos tienen su propia batalla". Entonces, una idea se vislumbró ante sus ojos, una que le traería grandes beneficios en futuros paseos.
No tardó tanto en pedir una docena de bragas y sujetadores anticuados pero cómodos de su talla, pagar sus cosas e ir con Kendall. Tras un sencillo paseo con la mirada fue que pudo detectar a Kendall, indeciso de las cuatro opciones preferidas, ya que su presupuesto le alcanzaba para llevar un máximo de dos piezas.
La expresión de impotencia en Kendall se transmitió en Yoko, una cara poco común en el joven que ocultaba lo que sentía la mayor parte del tiempo. Se negaba a ver que la persona que tanto la había apoyado estuvuera por los suelos, un presente como agradecimiento no le caería mal, pensó.
—¿Y si te pruebas uno? —preguntó cuando estuvo cerca de él.
—¿Para qué probarme algo que me va a quedar? —respondió con otra pregunta—. Prefiero no gastar tiempo. Además, no me voy a llevar todo.
—Te toca posar para mí, coño de la madre —tomó una camisa de cuadros azules junto a un pantalón oscuro para no hostigar al joven hombre—. Venga, no se te van a caer las bolas por entrar al probador. Solo una y nos vamos.
No queriendo, juntó la poca paciencia para tomar el atuendo y terminar con todo. Momento que fué aprovechado por Yoko, quien llevó los tres conjuntos a la caja y pagarlos, contando lo que su compañero se fue a probar.
Olvidando que Kendall era rápido a la hora de cambiarse, confió en el tiempo que había calculado con el fin de hacer una sorpresa, por lo que se asustó cuando el chico se ponía a un lado suyo.
—¿Nos vamos? —susurró al oído de Yoko cuando estaba pagando.
—¡La puta que te re mil parió! —exclamó, llamando la atención de las personas cercanas—. ¡Avisa, cabrón!
—Ya quiero irme —dijo Kendall, siguiendo a espaldas de la chica—. Vayamos a los juegos, o al cine.
—Te desvelas hasta las tres de la mañana insultando a tus compañeros de equipo cuando pierden una partida de ese maldito juego de soldados —respondió Yoko, ofreciendo gran parte de las bolsas donde equiparon la ropa para salir de la tienda—. Cuando no juegas, vemos películas y series. Me cansé de la rutina. Ya viví en una, no quiero repetir lo mismo.
—¿Qué otra cosa podemos hacer en casa?
—Nada de lo que haremos aquí.
Confundido, el pelinegro aceptó las bolsas, denotando que habían dos bolsas que contrastaban con el resto. Eran las que usaban para empacar las prendas de caballeros. Eso lo extrañó, pero no dijo nada. Se dijo que pudo ser un malentendido.
—Aquí tiene su cambio —le entregó el dinero restante a Yoko— que tenga buena tarde.
—Espera —Kendall se metió entre ambas— me falta pagar lo que llevo.
—Tranquilo —dijo la chica— ya pagué todo.
—No hace falta —inquirió— yo lo hago.
—Ya está pagado —se anticipó a las palabras que saldrían de Kendall—. Va por mi cuenta —sonrió—, ahora sí, vámonos que aquí espantan.
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