4- Mi deseo.
¿Y qué hago yo ahora para no desesperarme? La fórmula mágica de mi madre no, por supuesto:
—Lucía, ya que debes hacer reposo aprovecha para estudiar todas las materias del instituto.
¿Cómo se le ocurre pedirme esto a mí, una adolescente de quince años? Tuve los exámenes finales antes de rodar por las escaleras y casi romperme el cuello, se supone que debería ser más considerada. De verdad, siempre me sorprende.
El curso para mí está acabado y toca disfrutar de las vacaciones por adelantado. Mis notas son muy buenas y no espero ninguna sorpresa desagradable. Además mis profesores me han tranquilizado en este sentido, al visitarme en el hospital.
Así que en esas estoy, con las piernas enyesadas y viendo cómo mato el tiempo, sola, extrañando a mis amigos. Las horas pasan lentas, como si me encontrara dentro de una pesadilla, mientras intento acomodarme frente a la ventana, en el sofá de mi habitación.
Para acallar los pensamientos negativos, que no me dan descanso, pongo a todo volumen la canción We don't talk anymore, de Charlie Puth y Selena Gómez.
https://youtu.be/3AtDnEC4zak
Pero escucho desde la cocina que mi madre grita:
—¡Baja la música ya mismo!
Y tengo que seguir sus órdenes, puesto que es capitán en el ejército y se piensa que yo soy un miembro de su tropa. ¡Qué pesada, no me deja divertirme ni siquiera un poco!
Al principio, aburrida, me dediqué a fotografiar y filmar a mis vecinos de la casa de enfrente. No sucedía nada fuera de lo normal en un primer momento. Hasta que a la segunda tarde, cuando el marido no estaba, vi a la mujer con otro hombre.
Imaginé que, quizá, planeaban deshacerse del esposo, eso de reunirse en su hogar era extraño. Y, por supuesto, luego esconder su cadáver en algún sitio en el que jamás lo encontrasen. Cogí el teléfono para llamar a la policía, asustada, así nos adelantábamos al asesinato. En ese instante recordé una película muy antigua del director Alfred Hitchcock [*], que mi madre me obligó a ver, y lo volví a poner en su sitio. Me di cuenta de que me estaba dejando llevar por la misma paranoia que el protagonista.
Hoy, en cambio, he tenido una magnífica idea. He comenzado a escribir una novela, El baúl mágico de la princesa y el príncipe azul, y he colgado el capítulo inicial en Wattpad, la plataforma gratuita. Con asombro, he descubierto que muchas personas entraban a leer y me daban estrellitas, aunque ninguna se ha atrevido a ser la primera en dejarme un comentario.
¡Me entusiasma! Tanto que decido incluir en la segunda actualización algunas de las tarjetas de mi tatarabuela dentro del contenido multimedia, para darle más realismo a mi historia.
Cojo la caja de madera de cedro, con repujados en cobre que forman figuras geométricas, y las saco de allí. Las acaricio, viéndolas lentamente, antes de pasarlas con cariño. Una me llama la atención.
No es tan antigua como otras, figura en ella el año mil novecientos veinticinco. Sin embargo me intriga la niña de la imagen, rodeada de flores que no reconozco. Creo que porque me resulta extraño que sea en blanco y negro, con unos pocos detalles pintados a mano en colores estridentes. O, tal vez, porque el rostro de la pequeña parece el de una de las muñecas de porcelana que colecciona mi madre.
Sonrío al leer las palabras que un tal Pantaleón le escribió a mi tatarabuela hace casi un siglo. ≪Mi más apreciable lirio≫, la llama. Me imagino enviándole a Javi, el chico que me gusta, un whatsapp diciéndole: ≪Vamos a MacDonald, mi querida petunia, ¡qué guay eres!≫ y me comienzo a doblar de la risa. ¡Mala idea! He olvidado mi caída y ahora me duele todo el cuerpo.
Sigo pasando las tarjetas y me detengo en otra: el niño levanta una vara mientras sostiene con la mano izquierda las patas de un perrito muy mono, que dentro del marco implora mi ayuda. ¡Con lo que a mí me gustaría tener uno!
Me detengo en sus ojillos, con el blanco inundándolo casi todo. Así miran cuando están asustados, ¡me da tanta pena! Sé que resulta un poco tonto sentirla por un perrillo que lleva casi cien años muerto, pero no consigo evitarlo.
Es también de mil novecientos veinticinco y se la envía el tal Pantaleón. Le implora a su lirio, mi tatarabuela, que pida un deseo.
—Quiero que este perrito de la foto sea mío —digo en voz alta, cerrando los ojos, y luego la soplo como si fuese una tarta con velas.
Al abrirlos me siento un poco estúpida. Desear una mascota es un imposible porque, aunque me fuese concedido el pedido, mi madre no la aceptaría en casa. En varias ocasiones traje alguno de la camada de una amiga o lo recogí en la calle, pero ella me lo hizo devolver a su lugar de origen.
—¡Qué triste! —exclamo, sin despegar la vista de la imagen—. ¿Te haces una idea de cuánto me gustaría tenerte aquí?
Un ladrido procedente del lado derecho me descoloca: ahí está, el animalillo de la fotografía, muy contento y moviéndome la cola. Me brinca en la falda y luego da un salto hacia mi cama, acomodándose en ella. Se ve que me he pasado tomando tantos calmantes para el dolor.
Y esto no es lo más extraordinario. Mi madre, alertada por el ruido imaginario, entra en mi cuarto y pregunta:
—¡¿Qué hace ese perro aquí?!
Entonces, ¿él es real? Noto que la mira muy fijo, sin parpadear, y ella dice, sin esperar mi respuesta:
—Bueno, ya era hora de que tengas uno. Además este se ha instalado, no podríamos echarlo.
—¡¿Puedo quedármelo?! —la interrogo, asombrada.
—¡Claro que sí, Lucía! Te hará compañía mientras te recuperas. Estás muy sola, todos tus amigos siguen yendo a clases. ¿Qué nombre le pondrás?
—Pantaleón —le respondo sin dudar.
Y así, mientras lo pronuncio, pienso que el Señor Pantaleón, el que le enviaba tarjetas postales a mi tatarabuela, de verdad le deseaba lo mejor a ella y a toda su familia.
[*] La ventana indiscreta.
https://youtu.be/62erWNZlTsI
NOTA.
Me apetecía mucho hacer otro cuento inspirándome en las postales de mi bisabuela. Era como darle vida a alguna de las personas que se las enviaron y a los que posaban en las fotos, así no caen en el olvido.
[1] La ventana indiscreta.
[1] La ventana indiscreta.
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