21- Infierno delirante: una aventura del Teniente Resch (#escritoa10manos).
Este cuento lo hemos escrito entre diez escritores como regalo de cumpleaños para JM_Roy. Ellos son: godsgraces, LynnS13, NuriGiRu, Kathwriter, Soy_Solanshh, GabyCabezut, -JustAnotherAngel- ScheKaiban y Arassha.
¡Felicitaciones, Joe, compañero! ^_^ ¿Te animas a adivinar qué parte escribió cada uno de nosotros?
Ocho de la noche de un sábado conmocionado y Alan ya no sabía cómo hacer para poder deshacerse del sujeto calvo que ya llevaba al menos dos días persiguiéndolo de nuevo. El plan para destruir al sonriente se había diagramado en su cabeza a la perfección ese día que sentado en la estación de trenes, había tenido su epifanía. El problema más grande era que del dicho al hecho había un gran trecho y él seguía en peligro. La niña, por alguna extraña razón, había desaparecido. Llevaba días sin verla y parecía casualidad que fue ese mismo momento cuando el sonriente regresó a acecharlo.
Buenos Aires era un cao atroz, más de lo normal, porque Calamaro daría un concierto en vivo a beneficencia de UNICEF. Fue por eso que Alan marchó tranquilo al estadio unas horas antes de comenzar el show. Por supuesto, pasó antes por una despensa y compró seis paquetes de fideo para poder donar a la buena causa. Al llegar a hacer fila, Alan comprendió que esa había sido su mejor idea hasta el momento.
Los miles de fans ya haciendo cola enfrente al estadio le daban una tranquilidad que llevaba al menos cuarenta y ocho horas sin sentir. Estaba rodeado de gente, por un tiempo estaría seguro. Ahora solo le quedaba tranquilizar los latidos de su corazón y permitirse ese gusto. Andrés Calamaro había sido su cantante favorito desde la adolescencia y poder escuchar en vivo al cantante de Estadio Azteca era un honor para él.
El sonriente se dejó ver entre la multitud y logró que Alan perdiese un poco su tranquilidad. A pesar de todos sus pesares, una hermosa muchacha que se encontraba por delante de él le comenzó a hacer charla. Lo que necesitaba para poder relajarse. Por ahora estaba a salvo y debía recordarlo. Estaba despierto, estaba rodeado de gente y sobre todo, siempre habría luces encendidas alrededor.
Le brindó a la chica el encendedor que tenía en el bolsillo pues ella había perdido el suyo justo cuando más deseaba fumar. Cuando la muchacha, quien se llamaba Ana, le devolvió el artilugio que él tan celosamente guardaba, Alan volvió a sentir que respiraba. Ese encendedor nuevo, porque siempre se fijaba que anduviese, era su plan B cuando las luces por alguna razón lo abandonaban. Esa pequeña llama que creaba el encendedor le era tan necesario como a un adicto al cigarrillo, pero por razones por completo distintas.
Sin embargo tuvo que cortar estas reflexiones de cuajo, como si fuesen cuellos cercenados. Perder el tiempo meditando acerca del motivo que lo había impulsado a acudir a este concierto, regodearse con él, era una fanfarronería que no podía permitirse ahora, ya que vio a Joe, el rápido en la distancia. El teniente calvo, al lado de él, era una hormiga. Se camufló entre las miles de figuras que le servían de coartada y lo observó con detención.
Lo conocía a la perfección: Joseph Resch, una mítica figura televisiva. Sabía quién era, no en vano dedicaba su programa semanal a los engendros como Alan. En definitiva, si se enteraba de que se hallaba en el concierto, todas sus intenciones se iban al garete. El instinto de ese hombre era infalible. Decían que con solo olfatear el aire al arribar a algún lugar, ya sabía si había algún psicópata agazapado entre la multitud. Es más, las autoridades solían consultarlo porque, aunque no era médium, su memoria fotográfica le permitía conocer al detalle qué se encontraba fuera de su sitio en cada escena del crimen. Entraba en la habitación donde se había producido algún acontecimiento que le pondría la piel de gallina a cualquiera y, sin amilanarse, se concentraba en cada pequeño indicio que solían obviar hasta los investigadores más experimentados: esa gota de sangre fuera de contexto, aquel cenicero en el baño y sin colillas que habían lavado con lejía, el vestido rasgado que colgaba prolijo en el closet, el arcón de la abuela con el gato dentro. ¿No sería mejor irse del maldito concierto, a las corridas, en lugar de permanecer allí y ponerse en riesgo?
—¿Cuánto falta para que empiece Calamaro, bonita? —escuchó que Joe le preguntaba a Ana y sintió que la furia lo recorría por entero, desde la punta de los dedos de los pies hasta el último cabello.
Era la misma sensación que lo embargaba antes de emprender cada una de sus cruzadas. La necesidad de dar el primer paso y ver crecer las llamas entre gritos de dolor, comenzaba a ser insoportable. Solo se contuvo porque no le gustaba la voz del telonero: era imprescindible que Calamaro subiera al escenario para dar rienda suelta a sus instintos. Respiró hondo e intentó controlarse.
—En diez minutos, no más, estoy deseando que empiece, igual que tú —le contestó la chica, sonriéndole, y un nuevo brote de la rabia que llevaba dentro de sí creció: ella le había hablado antes, la consideraba una propiedad, ¿cómo osaba responderle con ese desparpajo a su peor enemigo?
Tenía que controlarse. Joe Resch no estaba allí con la intención de dar con él. Era solo una casualidad, un tiro de dados en un mundo de posibilidades. Por más cólera que le provocara verle hablando con Ana, debía aceptar que la distracción provocada por la chica debía ser bienvenida.
La percusión marcaba un ritmo que se fundía con el latir en su sien. La "niña" perdida hacía días, volvió. Alan frunció el entrecejo, tratando de aislar la punzada de dolor casi cegadora que anunciaba su presencia. Apareció como era su costumbre, bañada de luz que le recordaba el danzar de las llamas.
Tenía apenas diecisiete años y no se molestaba en disimularlo. Le gustaba dárselas de atrevida, haciendo alarde de sensualidad a cada paso en esa edad de transición donde una sonrisa, dependiendo del ángulo, podía ser tan inocente como tan sensual.
La descarada vestía una camisa ceñida al cuerpo. Un numerito amarillo de Bob Esponja, donde Calamardo se hacía prominente.
—¿Te gusta?— preguntó mientras se acercaba a Alan—.Sabía que te ibas a molestar, justo por eso lo hice. Pero no te apures, conozco a Calamaro tan íntimamente como nos conocemos tú y yo. "Flaca" fue escrita pensando en mí. Hablando de pensamientos, me consta la idea que estás considerando.
La escuchó decir "¿te atreves?" y entre cambios de estrofa las palabras se confundieron hasta que de sus labios surgió un suave "me atrevo."
—Bien—, susurró la niña, cuya voz era la chispa que provocaría un incendio—pruébalo. Pero primero, tienes que deshacerte de Joe Resch. Es una pena. El tipo esta bueno, pero es un estorbo.
Alan miró en todas las direcciones posibles buscando al Teniente Resch. Pero el bullicio a causa de los asistentes al concierto camuflaba su paradero. Las luces del escenario iluminaban los rostros de todos, y aquello más que conseguir que disfrutara de su ídolo, lo enloquecía.
La niña no dejaba de susurrarle al oído encima, para empeorar su paranoia.
Podía notar la respiración en su cuello, recordándole que no estaba solo y cuál era su misión.
No es que Alan fuera un psicópata, tan solo pretendía defender su seguridad, no podía regresar a aquel manicomio. Él mantenía la cordura, pero Resch seguro ya le había olido y por nada del mundo iban a cogerlo.
Las canciones del Salmón se apoderaban de su juicio, y sabía perfectamente que le hablaban a él.
"Help me Doctor! Necesito un doctor" , cantaba con aquella voz rockera que siempre le había hecho mover el cuerpo al compás de sus acordes.
Ana que trató de darle la mano para saltar juntos, vio que su huida estaba próxima.
Lo mejor sería buscarse otro compañero de concierto, pensó encogiéndose de hombros, restándole importancia.
Vino a sus recuerdos aquel hombre que preguntó por el inicio del concierto, era guapo y parecía un tipo interesante pero tampoco lo tenía en su punto de mira, parecía haberse evaporado.
"Se ve que para algo usé la cuchara", decía Andrés Calamaro.
¡Era imposible! ¿Cómo supo que había utilizado una cuchara para dejar ciego al último que quiso asaltarle? ¡Lo sabía! ¡Calamaro sabía lo que había pasado.
Entre empujones se abría camino pero algunos no le permitían irse.
—¿Qué, colega? ¿Te aburres? Es pronto para irse a casa.
Ante él se topó con los ojos más oscuros y atrevidos que hubiera visto nunca. Decían de él que podía hacerte una radiografía con ellos y tus secretos quedaban al descubierto.
"¿Cómo?, ¿cuándo? y ¿por qué? son demasiadas preguntas que hacerle al destino", retumbaba en su cabeza.
Desconocía quién preguntaba; la niña, la canción o Resch del que ya no sabía cómo escapar.
—¡¡Estás jodido!! —se burlaba la niña—. Pero todavía tienes un mechero. ¡Boom! —le susurró estallando en carcajadas macabras.
—¡Eh! Tú —la voz de Resch lo trajo de vuelta a la realidad, no había niña, ni tampoco mechero. Debía haberlo imaginado todo.
Alan se dio la vuelta y se subió la capucha mientras caminaba sudoroso hacia uno de los baños públicos, no podía dejar que le pillasen, oh no, claro que no.
—Que le den al teniente Resch, yo lograré mi cometido —masculló para sí.
Se dio la vuelta y no había rastro de él, o bien se había cansado de seguirle o estaba llamando a refuerzos.
La voz de Calamaro retumbaba mientras entonaba "Si resulta que sí, sí podrás entender lo que pasa a mi esta noche" ¿Le cantaba a él acaso?, eso parecía. Se rió como un desquiciado mientras la voz en el fondo de su cabeza le decía.
"Alan, para ya... van a verte, van a darse cuenta ¿quieres que se den cuenta?"
Alan no quería eso, claro que no, no quería que lo devolvieran al manicomio, lugar que, dicho sea de paso todos consideraban más una cárcel que un asilo y aún así lo llevaban allí. "¿Ya te soltaron?" preguntaban a los que salían o escapaban como él, como si la prisión estuviera entre las paredes de concreto y no dentro de paredes de hueso, nervios palpitantes y neuronas deterioradas. Cerró los ojos, no podía permitirse pensar de esa manera, no iban a pillarle, todo iba a salirle bien, todo iba a salir como esperaba. Su corazón latía con fuerza contra su esternón y tuvo miedo, mucho miedo de que lo escuchasen, tuvo miedo de que le saliera del pecho, miedo... el miedo le taponó los oídos, le contrajo los músculos y básicamente lo petrificó en medio de un mar de gente, se sentía como un barco a la deriva en medio del océano hasta que comenzó la siguiente canción, bendito sea Calamaro, era el único con la habilidad de despertarlo, de hacerlo escapar de sus delirios y entonces se le helaron los huevos.
Resch estaba un metro por delante a él con la calva empapada de sudor mirando desconcertado hacia todos lados, clavó sus ojos castaños encima de Alan y fue en ese instante que supo que todo estaba perdido.
Detrás de Resch, la niña soltó una risita diabólica.
Vaya mierda.
No, no era un sueño. Ana estaba tras de sí, y el mechero estaba en el bolsillo de su campera. Eso significaba solo una cosa: debía seguir con su cometido.
Era ahora o nunca. Joe Resch ya lo tenía en la mira. Observó el estadio, Alan era hincha de River, había estado aquel fatídico domingo 26 de junio, cuando el conjunto local cayó ante Belgrano de Córdoba y lo condenó a pasar una temporada en la B Nacional. Quería ver caos para volver a sentirse vivo, el mismo caos de fuego que aquella tarde se suscitó en la platea local.
"Yo no quise lastimarte, solamente te dije que no. No estarás acostumbrada a sentirte rechazada, ok perdón, fue sin querer"
Calamaro cantaba uno de esos clásicos conocidos sólo por sus acérrimos seguidores, y volvió a sentirse tocado. ¿Le estaba cantando a él? ¿Acaso Calamaro podía leerle la mente y estaba pidiéndole piedad? Sacudió su cabeza para borrar esos pensamientos indulgentes, y continuó pensando la mejor manera de llevar a cabo su plan.
—¿Me das fuego de nuevo? —Ana le golpeaba el hombro con su dedo índice intermitentemente, irritantemente también.
—¿Querés fuego? ¡Yo te voy a dar fuego! ¡A vos y al otro! —rezongó entre dientes.
Ana le devolvió el encendedor mientras se balanceaba a los lados, moviendo la cabeza en vaivenes pausados mientras expulsaba el blanquecino humo de su cigarrillo sabor frutos del bosque.
Y no pensó más. A la mierda Ana, a mierda el Teniente Resch, a la mierda Calamaro, a la mierda todo. Comenzó a abrirse paso entre la gente, bajando por las plateas del Monumental, dejando atrás a Ana y a Resch, que no le perdía pista. Su olfato sabueso había olido su encendedor y sus intenciones de provocar caos. Debía llegar al escenario a como dé lugar, atravesando todo el campo de juego hasta llegar junto al Salmón en el escenario.
Estaba harto de todo. De todos. Era ahora o nunca. El recinto parecía tener vida, latía con el movimiento de los cuerpos y el conjunto de gritos se fundían en uno solo. El impulso de terminar con todo lo hacía avanzar entre las filas, hasta que de la misma boca de Calamaro se escuchó "siempre seguí la misma dirección, la difícil, la que usa el salmón". ¡Vaya! es que hasta el mismo Calamaro lo impulsaba, y Alan no podía defraudar a su ídolo.
Miró por detrás y no logró ver ni a la niña que lo atormentaba, ni a Resch. Sin embargo, al que sí vio fue al sonriente. Estaba a unos pasos, lo miraba fríamente, y esa sensación de frío lo estremeció hasta los huesos.
Menudo día para tenerlos a todos juntos.
A estas alturas, ya nada le sorprendía a Alan. Sus días eran todo menos ordinarios y jamás parecía poder encontrar un momento de descanso, en el que no tuviera que estar corriendo para salvar su vida o acabar con la de otra persona.
Cuando estaba a punto de llegar al escenario se detuvo. Calamaro era su ídolo. Su música lo había acompañado en distintas ocasiones, todas importantes. ¿Qué le había hecho el pobre hombre más que acompañarlo en sus triste vida?
La mirada de Alan se centró en el cantante en el mismo momento en que Calamaro decía "¿Sentiste alguna vez lo que es tener el corazón roto? ¿Sentiste a los asuntos pendientes volver hasta volverte muy loco?"
Mierda.
Es que hasta sus jodidas canciones parecían haber sido escritas para él. No podía hacerlo. No podía tocar al hombre que parecía susurrarle al oído las palabras que él necesitaba escuchar. El hombre que le había dado valentía, que lo había acompañado en tantos momentos. No. No podía.
No era Calamaro su peor enemigo.
Era Joe Resch, el jodido sonriente que parecía más su sombra que otra cosa, y la niña estúpida que se había burlado de su amigo —Porque Calamaro era su único amigo, ahora lo comprendía todo.
Era momento de terminar con todos. Con todos los que quiseran hacerle daño. Estaba harto. Con una nueva resolución, apretó el encendedor en su mano y miró hacía donde estaba el sonriente.
¿Pero se pueden matar los fantasmas? ¿Se pueden quemar? Alan no estaba seguro, pero de que lo iba a intentar no había duda.
Mientras se movía sigilosamente, o en lo que su mente se tradujo como sigiloso, no tenía que esforzarse mucho en un concierto, se dirigió hacia donde recordaba haber visto a Resch por última vez. No es que pretendiera escuchar menos gritos, simplemente había llegado a un acuerdo: si podía, pero solo si podía, evitaría que Calamaro saliera lastimado.
La gente a su alrededor se movía sin idea de quien pasaba entre ellos, sin idea de los ideas corpóreas que perturbaban su existencia, aquellas que solo él podía ver. Aquellas que, después de todo, solo lo molestaban a él.
Le gustaba el manicomio, daban buena comida. A la niña, en cambio, ella lo detestaba, por eso lo había convencido de escaparse. Obvio, ella no podía comer esos manjares. En fin, se habían ido. Calamaro no podía entender eso. O quizás sí, ya se había resistido a intentar descubrir cómo era eso posible.
Mientras sonreía, pensando en lo mucho que Calamaro significaba para él, pensando en cómo le gustaría borrar el recuerdo de la B en ese estadio, jugueteaba con su encendedor. Lo daba vueltas, casi imitando el movimiento de esos juguetitos de moda de hace unos años. ¿Años? ¿Décadas? ¿Días? Qué importaba. El encendedor giraba. A veces lo paraba inconscientemente, lo prendía y lo apagaba. Era una moción que lo calmaba, un mantra no verbal. No, esos tienen nombre. ¿Un ritual? ¿Ya había llegado a dónde estaba antes? No estaba seguro, antes estaba en las plateas. ¿Por qué siempre se inclinaba hacia el campo? Claro, la pobreza. No, en serio, la pobreza. Gracias UNICEF.
La música resonaba no solo por los parlantes, también se replicaba en la mayoría de los presentes. Alan estaba a punto de entonar cuando tropezó bruscamente. ¿Ya había llegado donde Resch? ¿Quién lo había hecho tropezar? Iba a matar al maldito.
Oh, que lindos zapatos los que habían quedado en frente suyo. Esa era gente con plata. Bueno quizás no, lucían sucios. Pobres ricos, ni limpiar sus buen calzado pueden. Escuchó un ruido desde arriba y antes de ver lo supo. ¿Por qué esos dos pies se habían quedado en frente suyo en vez de simplemente esquivarlo mientras seguían el ritmo, como hacían todos los demás?
Resch, obvio.
Así que Alan hizo lo lógico. Con el encendedor que ya tenía a mano, prendió fuego los cordones de esos zapatos.
Por un segundo Alan observó el recorrido de esa luz en cámara lenta: era irreal, parecían mil horas en que pudo ver su alma reflejada en aquél color rojo vivo, moviéndose en orden para causar caos, irradiando calma hipnótica mientras ardía con furia. Su propio concierto había comenzado: las llamas recorrieron las agujetas como el fuego en una mecha, en un parpadeo intermitente que más parecían guiños de un futuro estallido, pero en vez de dar inicio a una explosión, sería el comienzo de un rugido: primero de un hombre intentado proteger con orden a las masas, luego el de las turbas en caos deseando salvarse de una muerte escarlata. Las voces se alzarían hasta el cielo, clamando por él, poniéndolo a la misma altura que su ídolo musical. O eso pensó.
La música continuó entre gritos de un coro sincronizado: "Mil horas, como un perro, y cuando llegaste me miraste y me dijiste...". No hubo clamores de dolor, no escuchó agonía ni lamentos. La llama de las agujetas había desaparecido bajo una cascada de líquido ámbar y espuma. Y allí, justo de donde había caído el diluvio que terminó con su maldad, le dieron la bienvenida dos sonrisas casi formando sendos arcos.
Detrás de la primera sonrisa se dejó escuchar un conato de burla. Resch había demostrado una vez más por qué se le consideraba como un médium.
—"En un vaso de cerveza caliente fue que se la olvidó" ¬—dijo el sonriente —. No estés en un concierto sin bebida, a ella no la olvides. Menos si alguien con olor a pirómano tiene un encendedor en la mano.
Pero la segunda sonrisa era la peor: inmóvil, dando a relucir sus dientes en señal de menosprecio. Alan deseo con todas sus fuerzas el que aquella niña perdida nunca hubiera encontrado el camino a casa, el camino a él. Vio de nuevo a la niña, ahora mujer, y pudo leer en sus labios por última vez: "Loco, estás mojado, ya no te quiero".
Esas últimas palabras resonaron como una de sentencia de muerte. Los ojos de la fémina se mantuvieron inamovibles, mientras lo apuntaba con un cadavérico dedo, para luego desvanecerse. Solo podía significar una cosa...
¿Había llegado el momento?
El pensamiento lo sobresaltó en demasía. La imperturbable sonrisa del sujeto calvo anunciaba tortuosas calamidades, en eso consistía la satisfacción de ese monstruo: desgastarlo a cuentagotas.
Fue entonces que apareció de nuevo: la desesperación comenzó a reptar por el cuerpo de Alan, pausada, agónica, en una danza de terror irrigando sus campos sanguíneos, engulléndolo lentamente. La sola presencia de ese ser lo aterró hasta límites insospechados.
Un grito salió expulsado de la garganta de Alan, la gente al rededor no prestó atención al aullido, lo asociaron a la euforia de ver a Andrés Calamaro. No importó que aquel gemido haya parecido más de horror que de un éxtasis eufónico. Comprendió entonces, que estaba perdido, que el sonriente podría acabar con él sin importar la cantidad de testigos; para los espectadores no sería más que un fan desquiciado queriendo llamar la atención del ídolo rockero.
Joe Resch lo observaba en la distancia, en una postura desenfadada, maléficos secretos anidaban en los ojos castaños. A pesar de que este lo perseguía, por una extraña razón que no lograba descifrar, algo le decía que era el único que podía ponerle fin al pánico que estaba viviendo. Le gritó con la mirada que parara la tortura, que lo liberara de aquellos demonios que lo acechaban. Joe permaneció inmutable, ajeno a la petición.
« ¡Sálvame! » suplicó, «aún no» respondió, silente. « ¿Qué te he hecho? » inquirió con gesto atormentado, «eres lo que necesito» reveló.
Aquella negativa le trajo una idea espantosa, ¿acaso era parte de un experimento y Joe el ejecutor de tan macabro acto? ¿Estaba poniendo a prueba su resistencia psicológica con el fin de obtener algún pérfido resultado? ¿Era Joe el verdadero Tiritero en esta función de horror que lo tenía al borde del colapso?
La idea no resultaba tan descabellada, Joe era famoso por las historias que presentaba en el programa que dirigía. Seguramente estaba al tanto de su caso y quería sacar provecho de ello. Mientras más retorcida fuera la historia del infeliz que la padecía, más rating le reportaba.
Volvió la mirada al sonriente, permanecía agazapado en la densa oscuridad que los cuerpos de los asistentes le proporcionaban, ignorantes del mal que acogían; listo para hincarle las filosas garras. « ¿Ahora qué harás? » le preguntó, «lo que tenga que hacer» dijo Alan.
Desvío la vista al escenario, ya no huiría más, no continuaría ocultándose bajo la máscara de alguien que no era, enfrentaría la realidad, si es que podía llamarla de esa manera. Apartó a Joe Resch, al sonriente, todo lo que lo volvía vulnerable, si este era el final, disfrutaría de la última alegría que aún no le había sido arrebatada.
Los sonidos de platillos, acordes de guitarra, se prendieron en el escenario, la locura arrancó con más potencia, pero esta era inocua. La siguiente melodía le recordó a la mujer que amó y ese fue otro aliciente para que cantara "Sin documentos" a todo pulmón. Aún era un extranjero en su propia vida, inundada de tenebrosas vivencias intangibles, mas por un momento tuvo paz. Gritó enajenado, sabiendo lo que era vivir por vez primera.
El viento de libertad tocó a Alan desde el horizonte, trayendo ecos fragantes de la tan absurda y ansiada felicidad. «Es hora de partir —dijo la niña, que volvió a materializarse junto a él—, ven conmigo» la voz femenina lo sacó del nirvana musical que lo hubo abducido.
Alan tomó la fantasmagórica mano y marchó con ella. El destino era lo de menos, sospechaba que, allá donde fuera, el tormento lo seguiría.
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