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18- El origen de las especies (#Antología Relatos Espeluznantes, TerrorES).

No siento remordimientos de haber cometido algún pecado grave, pero muchas veces he lamentado no haber hecho más el bien a mis semejantes.

    CharlesDarwin (1)

     Cuando el cartero apareció con una invitación a la fiesta de Halloween, que organizaba su buen amigo Thomas Henry Huxley en su mansión de Londres, Charles Darwin se sorprendió. 

  Él conocía su hipocondría, su interés por escapar de la curiosidad que despertaba desde que publicó El origen de las especies (2), después de más de dos décadas de trabajo arduo, y, también, su misantropía.

  Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula cuando llegó a la cita con su mujer Emma, que amaba socializar. Además de estar presentes sus defensores y amigos incondicionales, Charles Lyell, Joseph Dalton Hooker y muchos miembros destacados de la Royal Society  con sus esposas, se encontraba su más acérrimo enemigo: el Obispo Samuel Wilberforce.

  Unos años antes, a finales de junio de mil ochocientos sesenta, el obispo y Huxley, apodado ≪el bulldog de Darwin≫ por la pasión con la que defendía su teoría, se enfrentaron en el debate de Oxford entre creacionistas, horrorizados porque las enseñanzas de La biblia  caían por su propio peso ante el darwinismo, y evolucionistas (3). Más concretamente, en la sesión anual de la Asociación británica para el desarrollo de la Ciencia. En el Museo de Historia Natural  y ante una concurrencia selecta, Wilberforce se atrevió a espetarle a su amigo:

—Así pues, ruego al Señor Huxley, aquí presente, que contribuya a aclararme una duda: ¿desciende usted del mono por la línea familiar paterna o por la materna?

  A lo que, según le contaron (Charles evitaba siempre este tipo de confrontaciones), su colega respondió:

—Un hombre no tiene que sentir vergüenza de ser nieto de un mono. Si existe un ancestro del que me avergonzaría sería más bien de un hombre de espíritu activo y dotado que, no contento con disfrutar de un dudoso éxito en su actividad profesional, se atreve a intervenir en asuntos científicos con los que no está familiarizado, tratando de oscurecerlos con una retórica vacía para desviar la atención de los puntos importantes del debate y usando la elocuencia y apelando a prejuicios religiosos.

  El naturalista no entendía el porqué de la presencia del obispo en el festejo. No solo por el odio mutuo que se profesaban sino porque se hallaba fuera de lugar entre la decoración con calabazas humanizadas, brujas flotando en sus escobas y una cena abundante regada con los mejores vinos y champagnes. Incluso la iluminación, decenas de candelabros con velas que extendían su luz amarillenta y misteriosa, hacían que el científico tuviese la sensación de que algo más se ocultaba entre las paredes, listo para caer sobre ellos. El ambiente favorecía que dejara volar su imaginación.

  Y Darwin no se equivocó con sus deducciones puesto que, finalizada la cena, Thomas los invitó a pasar a la gigantesca sala de baile, adornada también con motivos de Halloween, y sin separar a los hombres de las mujeres como era habitual. En el centro había una tarima en la que el obispo clavó su mirada furiosa cuando el anfitrión se instaló sobre ella y empezó a hablarles.

—Antes que nada deseo agradeceros que todos hayáis aceptado mi invitación y estéis aquí, acompañándome en esta velada. Especialmente a usted, querido Charles, todos sabemos cuán ocupado está.

  Al escuchar estas palabras todos los invitados, darwinianos convencidos con excepción de Wilberforce, se pusieron a aplaudir para rendirle tributo.

  Luego continuó diciendo:

—Ahora sabemos gracias a nuestro muy apreciado amigo que no hay nada que obligue a las distintas especies a evolucionar de determinada manera, sino que esto se produce en la lucha por la supervivencia. Estos pequeños cambios que se generan y que, con el paso de las distintas generaciones, se consolidan y tienen consecuencias importantes. Porque la Naturaleza es un campo de batalla, no nos engañemos, en el que los débiles desaparecerán cediendo su lugar a aquellas especies más adaptadas al medio las que, a su vez, tendrán descendientes preparados para desafiar al entorno en el que viven.

  Mientras escuchaba a Thomas, por la cabeza de Darwin pasaron imágenes desagradables de su viaje en el HMS Beagle, un bergantín de la Marina Real Británica. Recordó cómo los hombres abusaban de otros hombres, esclavizándolos, y cómo lo justificaban con débiles argumentos. O cómo en la propia Inglaterra condenaban a los niños pobres a trabajar en las minas de carbón o limpiando chimeneas, solo porque su pequeña estatura les permitía un mejor acceso. O lo que lo afectaba a él directamente, porque dar a conocer su teoría, que colocaba al hombre como un animal más y lo quitaba del centro de la creación, significó para muchos lo mismo que si hubiera confesado un asesinato.

—Cuando en mil ochocientos treinta y cinco nuestro querido Darwin desembarcó en el Archipiélago de las Islas Galápagos, muchas maravillas le llamaron la atención. Entre ellas que los pájaros pinzones se diferenciaran de isla en isla. Esto lo hizo pensar que tenían un antepasado común que había llegado desde el continente y que, a partir de ahí, evolucionaron de forma distinta, dado que la alimentación variaba en cada entorno. Por lo tanto sus picos se fueron adaptando a estas circunstancias y eran diferentes unos de otros.

  Hizo una pausa y analizó a la concurrencia, que lo escuchaba con gran interés. Posó los ojos en el obispo unos segundos más que sobre el resto.

—Algo similar he descubierto en mi reciente viaje a África. Pero como resulta mejor verlo que describirlo solo os haré una recomendación: mirad pero bajo ningún concepto toquéis.

  Y desde todos los rincones de la sala empezaron a llegar cientos de mariposas descomunales, cuyas alas cubrían todos los colores del arcoíris y más. Tenían el tamaño de libros pequeños y desplegaban sus envergaduras sin ninguna timidez. Paseaban entre los invitados moviendo las alas con tanta elegancia que, por momentos, parecían ninfas del bosque. Eran, sin duda, espíritus de la Naturaleza.

  Uno de los miembros de la Royal Society  no se pudo resistir. Sin hacer caso de la advertencia del anfitrión, le pasó a una de ellas el dedo índice por el lomo. La mariposa, voraz, se prendió de él como si fuese un vampiro y comenzó a succionarle la sangre, lo que tuvo un efecto llamada sobre las demás, que también se lanzaron sobre el desdichado, intentando prendérsele. Se escuchó un suspiro colectivo, horrorizado. El infortunado tiraba, desesperado, intentando liberarse. Solo lo consiguió cuando Huxley se acercó a él, le quitó el lepidóptero de la mano y se llevó al hombre fuera de la estancia, protegiéndolo con su cuerpo.

  Al regresar continuó disertando, como si la interrupción no hubiese tenido lugar:

—Sabéis que la mayoría de las mariposas se alimentan del néctar de las flores. Algunas de la savia de los árboles y del jugo de las frutas en descomposición. He descubierto, además, que unas pocas son afitófagas, es decir, que se nutren directamente de otros pequeños animales, diminutos insectos, o los parasitan. Sin embargo, las que habéis contemplado prefieren la sangre fresca. Dado que son originarias del Congo Belga, donde las guerras y los abusos hacia la población negra determinaron que la sangre de moribundos sea de muy fácil acceso, se hicieron oportunistas y se adaptaron a su medio. Pero, como por desgracia habéis apreciado, tampoco descartan la de un vivo que disfruta de salud, si se la pone en bandeja.

—Doctor Huxley —Lo interrumpió un académico, fascinado,— ¿hoy vamos a descubrir más maravillas gracias a usted?

—¡Mi muy apreciado Harold, por supuesto que sí! —Y luego les pidió:— Pero por favor, sois mayores así que, para vuestra seguridad, haced caso de las advertencias y de las indicaciones que os haga.

  Todos movieron la cabeza afirmativamente, inclusive Darwin.

—Cerca de donde encontré las mariposas hallé unos animales que me llamaron mucho la atención y que aún estoy analizando. Por favor, miradlos pero nada de tocar, son más peligrosos que los anteriores.

  Y, nuevamente, desde los extremos de la sala aparecieron, algunos caminando y otros volando, decenas de especímenes extraordinarios, ya que eran una mezcla de mosquitos colosales y pterodáctilos, cada uno tan grande y voluminoso como un tomo de la Enciclopedia Británica.

—Sabéis que desde hace un tiempo sostengo que las aves descienden de los extintos dinosaurios. Aún no les he hecho las pruebas suficientes a ellos como para atreverme a daros mi conclusión. Pero, como podéis advertir, la apariencia es inconfundible. También se alimentan de la sangre de los moribundos, un alimento de lo más accesible como ya os expliqué. ¡Por favor, no os mováis!

  No fueron necesarias estas palabras puesto que los asistentes permanecieron clavados en sus lugares desde el principio. Mientras, los enormes bichos iban de uno en uno, analizándolos. Algunos les olfateaban los pies, otros volaban por encima de las cabezas, sin hacer daño a nadie. No obstante ello la amenaza estaba latente puesto que, cualquier distracción de los observadores o un gesto inadvertido de peligro, podía hacer que la situación cambiara. Un par de ellos se detuvieron varios minutos mirando con detención a Wilberforce. Charles pensó que con su atuendo de obispo quizá creían que era uno de ellos.

—Contad con que llevaré varios ejemplares a la Royal Society  para que los podáis estudiar —Les prometió.— Es mi obligación como miembro.

  Todos contuvieron las ganas de aplaudir, no deseaban molestar a los invitados con alas. Unos colaboradores entraron en la sala y los fueron introduciendo en jaulas y salieron con ellos.

—A continuación os recomiendo la máxima prudencia. No solo es necesario que no toquéis sino que seáis capaces de mantener la calma, suceda lo que suceda. Vais a contemplar un único individuo pero que encierra mucho más peligro que todos los que vimos antes juntos y más. Le estoy enseñando, se adapta perfectamente a la presencia de mis colaboradores, a la mía y parece encantado con su nuevo ambiente pero esta es la primera ocasión en la que lo presento a un público tan amplio. Por estos motivos, si consideráis que por una experiencia científica inédita no merece la pena tanto miedo, os invito a abandonar este salón.

  Un tercio de los asistentes aceptaron la propuesta y salieron rápidamente por las puertas. Darwin, su mujer y todos sus amigos se quedaron allí, muy intrigados. El obispo tampoco pudo resistir la curiosidad.

  Huxley permitió que transcurrieran diez minutos antes de salir de la habitación y volver con el espécimen de la mano. Los ojos de los invitados se abrían al mismo tiempo por la incredulidad, como si lo hubiesen pactado entre ellos.

—Os presento a mi nuevo compañero, vive aquí. Por favor, Macbeth, saluda a los presentes.

  Desde la garganta del sujeto salió algo que se parecía mucho a un ≪hola≫. El silencio de la sala rozaba lo sobrenatural mientras contemplaba, impactada, a este ser primitivo.

—Quizá le esté presentando a mi abuelo paterno, Señor Obispo, aunque no se lo puedo asegurar con certeza, tal vez lo sea por la línea materna. Sí soy capaz de acreditar que Macbeth es un eslabón perdido entre los primates y nosotros, una línea que seguirá desarrollándose. Lo encontré junto a su clan en una zona muy apartada del Congo Belga, a unos quilómetros del hábitat de los gorilas. Tiene una estructura similar a la de ellos, ya veis que su tamaño es mucho mayor que el nuestro. Pero es más ligero, con menos pelo y camina siempre erguido, lo que lo acerca a los humanos. Y, lo más importante: su capacidad para hablar y conectar con los demás... A ver, Macbeth, dile a mis amigos cómo me llamo —Le pidió.

—Thooomas —expresó el homínido, rozándole el brazo en lo que parecía una muestra de cariño—. Mi amiiigo...

  Las bocas de los invitados se abrieron, impactadas. Ya les resultaba pintoresco contemplar a algo similar a un simio vestido con levita, camisa inmaculada y corbata. Que entendiera y se comunicara lo convertía en un prodigio, en algo único, un descubrimiento que habría millones de puertas y ventanas al conocimiento.

—Macbeth para mí no es un experimento sino mucho más, es mi hijo, mi amigo —les explicó, cogiéndole la mano con ternura—. En el Congo estuve a punto de morir. Una patrulla compuesta por matones del rey belga dio conmigo y, como no podían permitir que ningún testigo de sus matanzas sobreviviera, me apuntaron con sus armas. Cuando pensaba que eran mis últimos segundos de vida Macbeth salió de su escondite, se lanzó sobre ellos y los despedazó. Luego me llevó con los suyos, para protegerme. Estuve un año con ellos y, en el momento en el que debía abandonarlos para regresar a Inglaterra, me dio a entender que se venía conmigo. Y aquí está, aprendiendo y siendo uno más de mi familia.

  Un pequeño bufido retumbó en la estancia. Todos, chocados, miraron desde donde provenía: de Wilberforce. Charles Darwin consideró que tal vez fuese algo involuntario. Sin embargo, se inclinaba más por creer que el obispo se encontraba furioso porque ya no se trataba de lidiar con una teoría sino con el hecho consumado: el ser existía, estaba allí, respiraba y, lo peor, ante muchos espectadores. Pronto el acontecimiento sería la comidilla de toda la sociedad londinense y ¿quién sería capaz de leer La Biblia  con los mismos ojos de antes, sabiendo cuántos errores contenía y que era pura literatura?

  El naturalista no se equivocaba. El hombre estalló, igual que un huracán, y le espetó a su amigo, furioso:

—¡Usted, pero qué se cree! Monta un espectáculo, como si en lugar de invitarnos a una cena nos trajese a la función de un circo. Y nos presenta a este... a este... engendro —Insultó, apuntando al homínido con el dedo índice.— Esta abominación, este demonio, que parece ser el mismo Satanás. ¡Usted no tiene vergüenza, Huxley! ¡No respeta la más mínima regla de decoro, la tradición, la decencia, los principios de nuestra sociedad, de nuestra religión!

—Por favor, Wilberforce, ahora cálmese, no es momento para reproches, con su actitud está alterando a Macbeth —Le suplicó Thomas, hablando calmado y apretándole la mano, como diciéndole que todo estaba bien.

—¿Cómo me pide que me calme si ha inventado este paripé para dejar a los míos y a mí como un atado de incompetentes? —gritó el obispo, enojado, ignorando todas las advertencias.

—Esto lo lográis perfectamente sin mi ayuda —expresó el anfitrión, sin poder contenerse—. Estáis más preocupados por mantener las formas, aunque sean el producto de miles de años de mentiras, que de darle una oportunidad a la verdad. Y esta es la verdad, Señor Obispo, ahora está delante de sus ojos, ya no la puede negar ni ocultar con palabras ingeniosas. Una verdad que se llama Macbeth. No es una aberración, es alguien que, como todos nosotros, merece una oportunidad.

—¡¿Una oportunidad?! —exclamó Wilberforce, escupiendo al dejar salir las palabras: los demás permanecían en sus sitios, quietos, sin animarse a intervenir en la discusión, mirando del homínido a los caballeros y de los caballeros al homínido—. ¿Llama oportunidad a disfrazarlo y darle un nombre ridículo? ¿A aplicar con él esa tontería de El buen salvaje  de Voltaire? ¡No sea ridículo, Huxley!

  Y dando unos pasos hacia Thomas le colocó el dedo sobre el pecho, empujándolo, y le previno:

—Todavía está a tiempo de detener este sinsentido. ¡Coja a esta fiera y devuélvala a su sitio! O, mejor aún, mátela, una aberración así no debe vivir...

  Pero no pudo terminar porque Macbeth puso a Huxley detrás de él, protegiéndolo, y le espetó:

—¡Deeeja a mi amiiigo en paaaz!

  Luego tiró al obispo al suelo, de un empellón. Se arrojó sobre él y, de un mordisco, le arrancó el cuello y un trozo del tronco, tal era su fuerza. La sangre saltaba para todos lados, coloreando la pared y el piso, de modo que daba la impresión de que los acontecimientos formaban parte de los festejos de Halloween, puesto que cada minúsculo detalle combinaba con el resto de la decoración.

  Al comprobar que ya no se movía, más tranquilo se paró. Cogió una servilleta de encima de una de las pequeñas mesas y se limpió con buenos modales la boca. Luego se puso al lado de Thomas, volviendo a darle la mano. Él lo miró agradecido.

  Todos se hallaban perplejos hasta que Lord Burton, uno de los miembros más importantes de la Royal Society, propuso, hablando con extrema calma:

—Estimo que todos hemos sido testigos de los mismos hechos, de cómo Macbeth defendía a Thomas de los ataques virulentos del obispo.

  Los demás asintieron velozmente.

—Pues si coincidimos en este extremo no debemos permitir que el desafortunado incidente, provocado por la insensatez de Wilberforce, entorpezca la noble labor que llevamos a cabo por el bien de la Ciencia. ¿Qué os parece si hacemos que nuestros colaboradores limpien este estropicio y continuamos adelante con las investigaciones?... Eres nuestro amigo, Macbeth, no tienes nada que temer de nosotros, te apoyaremos y te defenderemos.

  Y el homínido pareció entenderlo, porque en respuesta inclinó la cabeza y sonrió.

  Un alivio generalizado se extendió a lo largo y ancho de la sala. Al fin y al cabo, desde el principio el obispo se convirtió en una molestia, nadie lamentaría su ausencia.



(1) Citado en la página 98 de Muy Historia Biografías, Darwin. El científico que revolucionó la vida.

(2) El título real del libro era: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la existencia.

(3) El debate entre Huxley y el obispo ocurrió en los términos que expongo en el cuento. Leed al respecto la revista mencionada más arriba, páginas 7, 54, 55, 63, 64 y 65.

https://youtu.be/JsvG4bQwmjM

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