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Intermedio (o, una manera extraña de pasar a lo que seguirá a continuación)

Hola...

Si, soy yo de nuevo. Lenny Stewart, el del principio.

Mierda...

Odio el final de las vacaciones.

Realmente no es que haga muchas cosas en la temporada estival. Antes de que mis padres se separaran, íbamos todos los veranos a nuestra casa en Hialeah. Allí, a veces me iba a pasear por la playa, no para meterme en el mar, ya que le tengo pavor y no me avergüenza decir que nunca aprendí a nadar. Prefería sentarme tranquilamente en la arena, bajo una sombrilla, y escuchar música, leer mis revistas de modas favoritas, disfrutar de la brisa marina y... ¿Por qué no decirlo también? Mirar a los guapos surfistas con sus ajustados trajes, o a los sexys tipos que jugaban voleibol, con sus torsos bronceados y sus apretados pantaloncillos que me hacían babear por todo lo que dejaban a mi calenturienta imaginación.

Pero eso era antes. Antes de que el idiota de mi padre entrara en su crisis de mediana edad y decidiera revolcarse con su joven y desvergonzada secretaria mucho más joven que él, y que descubriera que prefería irse a vivir con ella, dejando atrás un matrimonio de veinticinco años, y una familia rota en pedazos. Mas, lo peor estaba por venir. Hace una semana que mi madre se enteró de que la nueva esposa de mi padre está embarazada. Hasta el momento, mamá había mantenido la esperanza de que papá recapacitara y volviera a casa. Pobre. Sus ilusiones se vieron truncadas en el momento en que, mientras estaba en el salón de belleza, un grupo de sus ''supuestas amigas'', esas que solo tienen el vínculo del chisme que las mantiene unidas. A saber con cuáles retorcidas intenciones, una de ellas, la más insidiosa y despreciable de todas, le informó a mi madre que la nueva esposa de mi papá estaba de dos meses de embarazo, y que se había enterado durante una visita al hospital donde había ido a hacer una donación caritativa para la sala de pediatría.

Mamá no se tomó para nada bien aquella noticia. Ni siquiera acabó su sesión en la peluquería. Regresó a la casa, toda descompuesta. Llamó a papá por teléfono y le gritó todos los insultos que le vinieron a la boca. Sentí pena por ella, y un profundo desprecio por el hombre que hasta hacía un tiempo atrás, había sido su esposo, y que lamentablemente, era mi progenitor.

Y todo eso me hizo pensar... ¿Y después la gente usa el argumento de que los gais somos frívolos y traicioneros y promiscuos? ¿Qué hay entonces con los heterosexuales que se comportan de igual manera? Personas como mi padre, el gran empresario Lenner Stewart. Su nueva esposa no fue la única mujer en su lista con la que coronó de cuernos la cabeza de mi madre. El número es bastante considerable. Y ni qué decir del resto de los respetables caballeros de Lemonade Valley. Muy pocos hay que pueden presumir de ser modelos de fidelidad en sus matrimonios.

Pero claro, los heterosexuales dictan las reglas en este mundo hipócrita y farsante, principalmente en este rincón de pueblo del que no veo la hora de escapar sin mirar atrás. Solo quiero que el nuevo año escolar acabe pronto. Saber si aplicaré en el Fashion Institute of Technology en New York. Mis padres piensan que aspiraré a una de las grandes universidades, pero no tienen ni idea de cuáles son mis verdaderas intenciones. Una vez que esté bien lejos de este infierno, podré llevar la vida que deseo y vivir según mis reglas.

Lejos de este maldito pueblo que parece sacado de una postal antiquísima, negándose a aceptar cualquier cosa diferente que consideren pecado o un insulto a las buenas costumbres y lo que ellos definen como decencia. Lejos de toda esta gente falsa y prejuiciosa. Lejos de patanes como George Crawford, el imbécil y autoproclamado rey del instituto, solo porque es guapo, capitán del equipo de fútbol e hijo del hombre más rico del pueblo. Lejos de todos los demás idiotas, los más que amigos, seguidores de George, que durante años me han torturado y humillado. No veo la hora de partir de este sitio en el que ni siquiera el tiempo parece molestarse en transcurrir. Así de olvidado es Lemonade Valley, al menos en mi criterio.

Sin embargo, no sé por qué, pero tengo la impresión de que algo está por suceder. Algo muy grande. No creo en premoniciones ni augurios, pero hace unos días tuve un sueño muy raro. Era de noche, y estaba mirando al firmamento oscuro desde uno de los tantos campos de limones que circundan por el territorio. De repente, vi cinco estrellas atravesando el cielo, como hilos de plata surcando un encaje negro.

Sé lo que deben estar pensando. Que es una tontería. Yo lo creí también en su momento. Pero de repente descubrí que la vieja mansión de los Mackenzie había sido comprada y la estaban remodelando velozmente.

Los Mackenzie habían sido un matrimonio antiquísimo de Lemonade Valley. Se dice que fueron de los primeros en asentarse cuando se fundó el pueblo. Eran unas personas muy amables. El señor Mackenzie murió un año atrás, de cáncer. Su esposa quedó devastada y falleció tres meses después. Sus hijos, residentes en otros estados, acudieron para poner todo en regla, incluyendo la casa en venta.

Siempre me gustó la mansión de los Mackenzie. Es una de las más antiguas y hermosas de todo el condado. Con su imponente estilo victoriano y su techo recamado en tejuelas chilotas de madera ennegrecida, similares a las escamas de un dragón mitológico sacado de un cuento. La residencia de los Mackenzie está en las afueras del pueblo, en unos vistosos terrenos rodeados de bosquecillos de nogales y sauces. Llevaba cerca de un año totalmente deshabitada, y ya empezaba a notarse el deterioro. Hasta que una mañana, mientras daba un paseo en bicicleta, me detuve al notar que había un camión parqueado frente a la mansión. Desde el camino, y a través de la gran verja de hierro que rodea la propiedad, pude ver a un montón de hombres entrando y saliendo de la residencia, trepados en andamios haciendo trabajos de mantenimiento, pintando la casona de un llamativo color rosa pálido. Había también varios obreros realizando trabajos de jardinería, podando árboles y setos, y hasta plantando flores en algunas partes del terreno. El cartel de SE VENDE, plantado junto a las rejas de entrada, había desaparecido

Por todo el pueblo se corrió la voz. No se hablaba de otra cosa en Lemonade Valley más que de la venta de la mansión Mackenzie, y comenzaron las especulaciones acerca de quiénes serían los nuevos propietarios de la residencia. Me avergonzaba escuchar a las ''supuestas amigas'' de mi madre, rezando porque fueran personas blancas, y no más negros, ni asiáticos ni de otra raza. Por suerte, y según ellas, tenían que ser gente de mucho dinero. Justamente la casona no se había vendido antes por el exorbitante precio que ostentaba.

No me importaba quienes serían los nuevos residentes. Estaba más interesado en otros detalles. Por ejemplo, las transformaciones sustanciales que estaban haciéndole a la casa. No solo cambiaron el color de la misma, quitándole ese horrible tono gris que siempre había tenido y que predominaba en casi todas las casas de Lemonade Valley. El color rosa pálido fue motivo de escándalo en todas las respetuosas damas y las mentalidades más conservadoras. Amelia Hathaway, la esposa del reverendo Hathaway, dio por sentado que los señores Mackenzie se escandalizarían y volverían a morir si vieran ese chillón y horrendo tono con el que estaban pintando su antigua casa. A mí me resultó bastante refrescante, aunque me abstuve de decirlo en voz alta. Pero eso no fue lo único que causó escándalo. En menos de una semana, se construyó una piscina en el vasto terreno que rodeaba la casona, y se levantó además un toldo de jardín, también de color rosa para que hiciera juego con la casa. Vaya, quienes fueran los nuevos dueños, no estaban escatimando en gastos. Y tuve la certeza absoluta de ello cuando días después llegaron los camiones de mudanza, y comenzaron a descargar todo el mobiliario. Me quedé boquiabierto. Todo era de la marca Ralph Lauren Home: muebles, armarios, camas, todo, hasta el más mínimo detalle.

Mi curiosidad por saber quiénes serían los nuevos vecinos me empezó a recomer por dentro. Solo esperaba que, si tenían hijos, no fueran unos cabrones como George Crawford y su pandilla de tarados, o unas zorras perversas como Samantha Morrison y sus acólitas, las chicas más populares del instituto... Y ¿qué creen? Samantha es la flamante novia de George. Puro cliché.

Pero en estas últimas semanas viendo los arreglos de la mansión Mackenzie, me han salvado de alguna manera de pensar en toda la mierda que hay en mi vida ahora mismo. En la depresión de mi madre, en el nuevo matrimonio de mi padre, y en el nacimiento de quien será mi pequeño hermanito menor.

¡Yupi! 

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