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Epílogo

Previo al engaño mental de los dioses...


Convicto de la incertidumbre, del compás desventurado y veleidoso del tiempo, los péndulos oscilantes de aquellos enormes bloques de madera embrujaban su mirada, que se desplazaba célere y violenta. Un «tac-tac» ensordecedor restallaba en sus oídos y, escurridizo como una serpiente, conquistaba su fortaleza mental. Los intervalos se entremezclaban, los ritmos se confundían. Las piezas que lograba componer se retorcían, y la melodía que interpretaba se volvía imprecisa. La coherencia irreversible de un futuro ya escrito, el pasado obsoleto al caminar en el presente de una meta visualizada se descomponía con la certitud de las notas. 

 Ya no era el director de orquesta que controlaba los acontecimientos de la vida y los pesares de la llegada inexorable de la muerte.

Estaba sentenciado a escuchar una orquesta desafinada por el resto de la eternidad.

—Yo era un rey... —se lamentó, frenado por un nuevo latido irregular con el que perdía la cuenta y regresaba al punto de origen—. Me traicionaste...

Cómo podía parecerse tanto a la personificación de la Tierra y ser, al mismo tiempo, tan distinta a ella. Los ciclos se repetían, llevaban en la sangre la mancha de lo que una vez sucedió. Forzados a una reiteración. Su abominable padre había degustado el amargor de la deslealtad. Él también. Aquella maldición familiar no se saltaba generaciones.

Su mirada lóbrega se fundió con un techo que no tenía fin. El rostro de aquella primordial se intercalaba con el del menor de sus hijos.

Allí abajo no discurrían confidencias del Olimpo. ¿Habría catado ya la misma desdicha que él? Estaba destinado a que conspiraran en su contra, a que el benjamín de sus descendientes quisiera robarle lo que era suyo por naturaleza.

El eterno retorno de la catástrofe de su familia era indemne a la huella de las estaciones.

Los despojos irrisorios de la época dorada en la que había regido parecían una gran mentira.

Nadie recordaba que no siempre fue un tirano.

Los gritos feroces del mortal obligado a beber del elixir con el que envenenó a sus parientes interrumpieron la cadena de sucesos en el momento de su regresión al fastigio de la contienda con los dioses. Condenado a sentir la piel de sus labios desprenderse, las membranas corroídas de sus entrañas abriendo oquedades en su torso, al inicio de un nuevo día aquel humano volvía a sucumbir a aquel tormento.

Había una particularidad que lo mortificaba de esos seres de carne y hueso que en absoluto guardaban similitud con la raza de oro, grandes súbditos suyos a los que, por cumplir su voluntad, los había agasajado con la gracia de la belleza y la juventud, de la libre despreocupación, la alegría sin fin y la amistad de la muerte. La capacidad para otorgar una óptica complementaria a la inevitabilidad pereciente de sus vidas era envidiable. Aquellos engendrados por los hombres en la misma Tierra se marchitaban como los pétalos de la flor más hermosa. No podían controlar el tiempo, ni su destino. Pero no conformes con ese precepto ineluctable, habían hallado una errata que les concedía una sensación de triunfo sobre una fuerza superior a los mismísimos dioses, a él.

El inicio y el fin de sus vidas estaba prescrito, no menos las efemérides a las que claudicarían. Entretanto, labrarían un camino que recorrer hacia una muerte segura que les satisficiera. Sentir la plenitud de los segundos, minutos y horas de la vida que el tiempo les sustraía. Una vida con un sentido que anhelaran, revirtiendo la norma que los concatenaba a replicar los tormentos de sus ancestros.

Tan solo habían de identificar los vestigios lacerantes de un pasado sin resolver, sortear los patrones que cavaban una y otra vez, con caras distintas e historias de vida aparentemente diversas, una abertura idéntica a la que precipitarse.

Sonrió con el corazón temple.

Los mortales habían otorgado un nuevo significado a la profecía de sus destinos.

—¿Ya has enloquecido? —entonó una voz.

Con el latir del tiempo exigiendo tomar el control de su propia libertad de acción, correspondió la mirada de quien le acompañaba en aquellas mazmorras de tortura.

—Después de una eternidad, tu semblante parece tranquilo.

—Mi corazón es el causante —contestó—. Lo creía muerto. Pero quedaban unas ascuas de motivación sobreviviendo en él.

—¿Y lo han hecho resucitar?

—A un ritmo constante y atronador —afirmó.

—Entonces estoy en lo cierto. Los dioses han recogido los frutos de tu castigo. Has caído en las aguas de la locura.

Las risas se propagaron por los muros como acordes siniestros.

—Al contrario. Mi corazón está determinado a llevarme lejos de aquí, al lugar más alto que una vez ocupé. Donde el miedo y la veneración rendían tributo a mi persona.

—¿Y cómo logrará tal hazaña tu corazón?

—Con tu ayuda.

Los aleteos lejanos de las Furias mediaron en el espacio entre las celdas.

—He escuchado tu historia, tus lamentaciones. La injusticia que te confinó a un castigo que no mereces. ¿Acaso terminar cada uno de tus días quitándole la vida a aquel al que amas es lo que deseas para ti?

—No puedo borrar lo que hice.

—Yo tampoco, pero como tú, existía una razón que guio mis decisiones, cada uno de mis actos. Una palabra escrita, un presagio revelado. ¿Tuvieron eso en cuenta en mi veredicto? Sabes bien que no. Y tú probaste de la misma iniquidad que yo. ¿A quién quisieron escuchar?

—A quien viste tu piel —dijo en un susurro, evocando aquel juicio donde no se le había autorizado a relatar su verdad—. Tu hijo ignoró todo cuanto yo quisiera decir para aclarar mis acciones.

—Lo justo y equitativo son privilegios que a ambos nos fueron negados. Pero ese dios al que osas otorgar el título de hijo mío no fue el único en mirar hacia otro lado.

—No. —En su semblante se reprodujeron los efectos derivados de una tristeza interminable—. La duda de aquel que mora por encima de este cruel lugar de castigo duró apenas un segundo.

—Que su momento de flaqueza no le exima de culpa. Consintió la petición de su hermano porque se atribuye un valor inferior al que en realidad le corresponde. Como dios, como hermano y como primer varón. Su falta de confianza y amor propios es lo que te han encerrado aquí. Pero yo te ofrezco la oportunidad.

—La oportunidad de qué.

—De que te salves a ti misma.

—No podría...

—Tres días —dictaminó—. Cuando hayas asesinado a tu amado por tercera vez, escucharé tu decisión. Usa tu poder para salvarte y concederme el deseo que late en mi corazón. Y entonces yo haré justicia por ti.

—Ya es el momento —se despidió, retornando a la visión palpable y dolorosa a la que había asesinado una infinidad de veces y que, por su sentencia, seguiría asesinando—. Antes he de mencionarte algo que quizá no hayas contemplado. —Mostró su rostro en la abertura entre barrotes—. La reciprocidad del intercambio. Para instituir una discrepancia en tu perpetuo castigo, debes hacer entrega de un obsequio de valor similar.

El «tac-tac» se reinició a la par que los sollozos entrecortados de la celda contigua. La cuenta que jamás alcanzaría una conclusión lo incitaba a construir y secuenciar los miles de sinfonías viciadas que atoraban los muros de su prisión.

Pero entre la sinuosidad de las notas se filtraba la advertencia de aquella bruja.

¿Qué estaba dispuesto a sacrificar para recuperar el poder que su propio linaje le había arrebatado?


CONTINUARÁ...

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