Capítulo 8
Los bastos edificios de cristal del Hudson Yards brillaban alumbrados por las incontables farolas de la avenida. El detective Hale se adentró en uno de los bloques con efecto espejo. Mantuvo una breve charla con el recepcionista que, sin romper sus modales protocolarios, consintió telefonear al apartamento que le había solicitado. Después de una confirmación del inquilino y de, con un aire discreto pero sincero, añadir que se alegraba de verle, Hale se introdujo en uno de los cuatro ascensores del vestíbulo y pulsó el botón de la planta número quince.
La puerta estaba entreabierta. En el ambiente del apartamento flotaba un aroma a incienso. Un clásico del jazz de los sesenta sonaba de fondo, a un nivel armonioso que no distraía de otras ocupaciones. Deambuló por el pasillo de paredes color hueso desplazando los ojos entre las habitaciones. Odiaba las nuevas construcciones que habían olvidado el uso de las puertas. La intimidad parecía ser cosa de otra época; ya no estaba a la moda eso de guardar cierta privacidad para uno mismo.
—Enseguida bajo —le llegó una voz del piso superior.
Hale se internó en el segundo salón del apartamento con vistas al río. Posó los dedos encima del sofá de terciopelo beige y transitó hacia el ventanal. La panorámica desde la cima de un edificio como aquel siempre le resultaba espectacular.
—Cuánto tiempo sin verte.
De soslayo, Hale cazó la silueta de la mujer que bajaba las escaleras. Su aura atractiva y misteriosa todavía lo trastocaba. Poseía unas sensuales curvas que resaltaba con una falda ajustada de corte bajo. Los tirantes de la camisa de satén descubrían una piel bronceada y tersa. Se fijó en que sus grandes labios rosados le sonreían con picardía.
—Hola, Helena.
—Cuánta formalidad —se burló—. Lo aborrezco. —Anduvo con un contoneo de caderas hacia él y lo atrapó entre sus brazos. El intenso perfume a rosas de su escote embriagó a Hale ligeramente—. ¿Quieres tomar algo?
—No, gracias —contestó conservando la diplomacia de su voz.
—Vaya, no estás aquí porque tuvieras ganas de verme. —Helena lo miró de arriba abajo—. Qué lástima, antes eras más divertido.
—Eran otros tiempos.
—Todavía me gusta recrearme en ellos —le dijo llevándose la copa de brandy que se había servido a los labios.
—¿Qué tal el hospital? —se interesó Hale, tomando asiento en uno de los sofás. Helena le imitó acomodándose en un sillón Chesterfield color crema.
—Absorbente —respondió—. La dirección me quita mucho tiempo de las supervisiones de casos y reduce mi implicación personal con pacientes.
—La obstetra más reconocida de Nueva York quiere volver a ensuciarse las manos —rio Hale en tono de mofa.
—La satisfacción de ser la número uno se esfumó hace mucho. Quizá quede un resquicio de esa emoción, pero es insignificante. Y con lo monótonas que se hacen las continuas reuniones de la junta cada vez me lo replanteo más.
—Sin ese puesto no podrías lamentarte en un piso de estas dimensiones —dejó caer el detective.
Helena asintió con un mohín.
—Y dime, si no estás aquí para pasar un rato conmigo, ¿qué quieres?
—¿Qué hay de tu exmarido? —soltó Hale la cuestión que lo había llevado al apartamento de una de sus clientas pasadas—. ¿Conoces sus últimas andanzas?
—Para hablar de ese canalla voy a tener que beberme otro de estos. —Helena se acabó el vaso de un trago largo y lo rellenó hasta la mitad—. ¿Ahora que ha hecho Zev? ¿No me digas que ha dejado preñada a una chiquilla y está haciendo todo lo inimaginable para no damnificar su imagen?
—Si te soy sincero, no estoy seguro. Por eso estoy aquí. Si mal no recuerdo, solías enterarte de todas las aventuras de tu exmarido.
—Solía, tú lo has dicho. Creía que podría luchar contra él rebuscando entre las decenas de mujeres con las que se había acostado durante nuestro... Iba a decir matrimonio. Prefiero referirme a ese periodo de mi vida como tormento. En fin, craso error. —Chasqueó los labios—. Como tú me avisaste.
—No quisiste escucharme —se escudó Hale.
—No podía. Hablaba mi dolor, mi dignidad pisoteada, no yo. Pero enfrentarme al querido alcalde de Nueva York fue enterrarme viva. El alabado Zev al que la ciudad tanto adora no podía ser un adúltero asqueroso, pero yo sí podía ser una esposa paranoica y celosa.
—Es un manipulador, ya lo sabes.
—Lo justo habría sido someterle a una orquiectomía radical —dijo con una risita ebria—. No te puedes imaginar cuánto habría disfrutado empuñando esas tijeras. No me entusiasmaba la idea de unirme al club de esposas sumisas, no como otras.
Hale la acompañó en las risas.
—Pero tú me hiciste entrar en razón —prosiguió, y fijó en Hale una mirada penetrante—. En realidad, el daño que quería hacerle lo logré gracias a que contraté tus servicios. El gran policía que había salvado la vida del alcalde fue el mismo que descubrió su larga lista de infidelidades. No me llevé la recompensa pública, pero sí algo de mayor valor.
Helena se levantó y anduvo hacia Hale.
—Y no me refiero al acuerdo de divorcio. —Se acuclilló frente a él y posó las manos sobre sus rodillas—. Me refiero a ti.
La belleza rabiosa que atravesó su despacho tiempo atrás había transformado la deprimente vida de Hale en un caótico y perverso ajuste de cuentas. Sin escuchar su ofrecimiento de tomar asiento, Helena, con una mirada incendiaria cargada de consternación, le exigió desmantelar al hombre con el que llevaba diez años casada. ¿Por qué lo había elegido a él?, se había adelantado a la primera de las preguntas de Hale. Recordaba haberle visto a menudo por su hogar, deambulando como un perrito faldero detrás de su marido, venerando su figura como si fuera una divinidad.
El asco en la cara de Hale compuso una sonrisa de triunfo en Helena, y preparó el terreno para la artillería pesada que esperaba sacar cuando aquel detective rehusara implicarse en su problema.
Todavía visualizaba aquellos prominentes labios rosados relatando su caída en desgracia como inspector y los hilos que el propio alcalde había movido para que jamás pudiera aspirar de nuevo a dicho rango. No hizo falta más. Helena había repartido su ira con él. La gigantesca sombra de Zev Sallow ahogaba todos sus esfuerzos por volver a ser un hombre de honor.
No podía negar que ese día también en él habló la rabia.
—Te vengaste a lo grande —asintió el detective, que notaba las manos de Helena subiendo entre sus muslos.
—Bueno, hubo espacio para todo. La venganza fue exquisitamente placentera.
Hale torció una mueca. Una larga noche de verano, con el alcohol haciendo estragos en su cabeza, contestó a una llamada de Helena. Abatida y completamente destrozada por otra de las incontables discusiones con Zev que había disparado su sentimiento de culpa y de mujer posesiva, Hale condujo hacia el apartamento que había alquilado en el centro de Nueva York. Con la mente nublada y las emociones tomando el control de sus instintos, no detuvo a la mujer del alcalde cuando, en el recibidor de su nuevo hogar, se lanzó a su boca con un ansia devoradora. Se recordaba embriagado por el alcohol, la ira y la sensualidad de Helena.
Aquella noche fue una de tantas en que los telefonazos a su despacho terminaban con ellos dos desatados en la enorme cama de cachemira de Helena. Pero de vuelta a la realidad, la soledad de un hogar sin vida pesaba el doble. Las vivencias con su mujer torturaban su conciencia; el rostro de su hijo se emborronaba. Frente a la fotografía de las dos personas que se habían marchado de su lado, sumamente avergonzado, recurría la idea de que había tocado fondo. Y Helena no estaba allí para sacarle del agujero, sino para enterrarlo aún más hondo. Se prometió que no podía cambiar toda una vida de arrepentimiento por unas noches de placer.
—Helena —articuló su nombre con gravedad, sujetándole las manos antes de que entraran en contacto con lo que la respetada obstetra quería hacer suyo—, volvamos al tema principal.
Ella suspiró con pesar y se incorporó.
—Eres un aguafiestas. Recuerdo que nos lo pasábamos muy bien juntos.
Ante el silencio de Hale, Helena regresó a su asiento. Se arregló el cabello, cruzó las piernas y recogió la copa de brandy de la mesa bajera de metal bruñido.
—La prensa ha comentado los nuevos intereses del bueno del alcalde últimamente —manifestó con la vista alzada al techo, ensimismada—, ¿o es que ya no estás al tanto de lo que se cuece en esta ciudad?
—Solo cuando no tengo otra opción. No es un complemento agradable con el desayuno —dijo con sorna.
—Reconozco que las columnas que escriben sobre él me estropean el sabor del café. Se ve que Zev se ha encaprichado con el sector del arte —le informó—. Está financiando proyectos de interés actual en galerías de prestigio, centrado en descubrir nuevos talentos. Tú y yo sabemos lo que eso significa —señaló llevándose la copa a los labios.
—¿Sikkema Jenkins & Company es una de las afortunadas?
La exmujer del alcalde Zev se acodó en el reposabrazos, se sujetó la sien con el índice y delineó una tentadora sonrisa.
—Es una de sus favoritas.
*
A unos kilómetros del Hudson Yards, Lea no quitaba ojo a los comensales de una de las mesas adosadas al ventanal del restaurante de moda de la ciudad. Con una lista interminable de clientes y reservas para más de un año, el Trident debía su fama a una de las cocineras más premiadas del sector culinario y que dirigía el restaurante junto a su marido, reconocido empresario de restauración.
A diferencia del banquete que el dueño del restaurante había degustado con el grupo de hombres que lo rodeaba, la joven aspirante a detective saboreaba un perrito caliente sentada en un banco mientras disimulaba con una lectura romántica aborrecible.
La ronda de whiskys que había seguido a los tres platos principales y el postre se estaba alargando demasiado, pensaba Lea. El frío se estaba colando entre los recovecos de su chaqueta y empezaba a no notar la nariz. Habría dado lo que fuera por colarse en el interior del local y poner una escucha en la mesa. Una fantasía que se esfumaba tan pronto como se entrometía en su ilusión los cuerpos hercúleos de dos guardaespaldas que la arrojaban a la acera sin contemplaciones.
¿Qué tenía el detective Hale en contra de ese hombre?, se preguntaba. Sí, había asistido a la exposición de Macie Blossom, pero al igual que muchos otros hombres. Además, estaba felizmente casado, o eso afirmaban las revistas culinarias que había estudiado de camino al restaurante. La hermosa y astuta Ardeena Carlsbury tenía todo lo que una mujer deseaba: belleza, inteligencia y talento.
—No es oro todo lo que reluce, Lea —se dijo en voz alta, combatiendo su optimismo ilusorio—. Quizá el detective Hale tiene motivos para sospechar de él.
Pero sentada viendo cómo disfrutaban mientras ella se congelaba fuera no iba a conseguir información. Se embarcó en la planificación de la actuación que podría acercarla al empresario, divagando entre las tiendas que abrirían pasada la medianoche y el atuendo con el que disfrazar su edad, cuando de la entrada del restaurante surgió un hombre. Lea lo observó encenderse un cigarrillo. Con el cabello rasurado, unas gafas de sol de montura de oro y un traje hecho a medida color carmesí, distraía la mirada de un lado a otro de la avenida.
Estuvo a punto de atragantarse con el último bocado del perrito caliente al ver que el hombre corría grácilmente a través del paso de peatones y se encaminaba hacia ella.
Desvió los ojos y volvió a centrarlos en él. No se equivocaba, la estaba mirando fijamente con una sonrisa traviesa. Sintió que su cuerpo pesaba como un bloque de hormigón, incapaz de levantarlo del banco.
—¡Ey!, ¿gozando de las vistas? —le soltó a la cara, pasándose la lengua por la comisura superior mientras se rascaba el tatuaje de unas alas en la parte posterior del cuello.
—Pe-perdone, no le entiendo —balbució Lea.
—Llevas más de una hora fisgoneando desde ese banco. Me sorprende que no te hayas convertido en una estatua de hielo.
—Solo leía.
—Ah, ¿sí? Déjame ver. —El hombre le arrebató el libro de las manos y ojeó entre las páginas—. ¡Vaya, qué mala suerte! He perdido la hoja por la que ibas.
—No se preocupe —dijo tratando de aparentar tranquilidad.
—¿Me la recuerdas? —Bajó el libro al tiempo que estudiaba el rostro de Lea.
Arrinconada por el hombre que, había recordado, compartía mesa con el dueño del restaurante, Lea perdió la concentración. Su atención viajaba fugaz entre los rasgos de aquel extraño, el reloj y las pulseras de oro que colgaban de su muñeca y el llamativo alfiler con la forma de una vara, dos serpientes entrelazadas y unas alas en la solapa de la chaqueta.
—¡Ey, niña! —exclamó chasqueando los dedos frente a la cara de Lea.
—Página doscientos treinta y uno. Y no soy ninguna niña.
—Tu aspecto grita todo lo contrario.
—Es usted un maleducado —contestó alterando la voz. Se echó hacia adelante para quitarle el libro, pero el hombre reaccionó con mayor rapidez y retrocedió un paso entre risas.
—A ver, según la última página marcada —dijo rebuscando el pico de la hoja que había sido doblada hacia adentro—, partías de la ciento cincuenta y tres. ¿Por qué no me cuentas que ha sucedido en el tramo de hojas que has leído?
—Devuélvame el libro. —Lea agravó la expresión, a sabiendas de que, mientras desempeñaba su papel de espía, alguien también la había estado observando a ella—. No tengo por qué dar explicaciones a un desconocido.
El hombre acortó la distancia entre ellos, provocando que Lea aguantara la respiración. Aquella sonrisa dentada tan cerca de su rostro le suscitó un desagradable escalofrío.
—Más vale que lo hagas, niña, si no quieres que emplee otros métodos.
Sin apartar la mirada de los ojos castaños que la ponían a prueba, describió con todo detalle la tesitura a la que se enfrentaba la protagonista de la historia, dividida entre seguir sus sueños de juventud o luchar por el amor de su vida. Agradecía haber escogido uno de los libros que le había regalado su antigua compañera de piso, a la que, por lo que se veía, no le había preocupado en absoluto sus gustos en cuanto a género literario. Se lo leyó por el simple hecho de complacerla.
—¿Contento? —espetó con temor, cogiendo una profunda bocanada de aire.
El hombre se echó a reír y le lanzó el libro encima. Para sorpresa de Lea, que creía poder respirar tranquila, en un movimiento abrupto e inesperado se vio acorralada en el banco. Los brazos de aquel tipo prensaban sus hombros, bloqueando cualquier intento de escapatoria.
—Dile a Hale que Héctor le envía recuerdos.
Se bajó ligeramente las gafas, le dedicó un guiño fugaz y se encaminó de nuevo hacia el restaurante.
Lea sentía el pulso de su corazón en la garganta. No estaba segura de que el dueño del restaurante o su escolta Héctor estuvieran implicados en la muerte de Macie Blossom, pero era evidente que Hale tenía sus propios asuntos personales con ellos.
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