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Capítulo 4

El carismático alcalde de Nueva York, Zev Sallow, sostenía una resplandeciente sonrisa perlada. Un sutil torcimiento de sus comisuras acentuaba su cuadriculado rostro enjuto. Sus ojos de un azul muy brillante, a veces eléctrico, estudiaban a Hale como en antaño, sopesando si estaba allí para entorpecer un evento del estrato social que despreciaba o si seguía la pista a alguno de los invitados.

—Es una recepción privada —comentó el alcalde.

Hale se encogió de hombros.

—Nadie me había avisado de que debía vestir de etiqueta.

—Y si lo supieras, tampoco lo harías.

—No me gustan las corbatas. Asfixian —insinuó.

—Lo recuerdo —asintió el alcalde—. En tus tiempos en el cuerpo de policía, eras el único que no cumplía el protocolo.

—Eso se lo dejo a tus guardaespaldas.

—Por aquella época actuabas como tal.

Sus miradas, en mitad de la sala, se batieron en duelo. En su época dorada como inspector de policía, Hale había accedido a incorporarse al séquito de seguridad del alcalde para una ceremonia a gran escala que se iba a celebrar en el Madison Square Garden. El alcalde había puesto sobre aviso a la policía respecto a unas cartas que amenazaban su seguridad recibidas hacía un par de semanas. Debían estar alerta ante cualquier imprevisto.

En virtud de sus méritos obtenidos como inspector y de la portentosa habilidad para moverse con una discreción que lo hacía invisible frente a los ojos de aquellos a los que debía dar caza, Hale fue elegido por el propio alcalde para liderar el escuadrón. Y fue gracias a ello que lo libró de la bala que tenía escrita su nombre, destinada a dibujarle un bonito agujero en la cabeza. Hale había planificado la estrategia a seguir, y nadie, repitió, nadie podía saltarse los pasos que había diseñado. Mientras uno de los guardias se hacía pasar por él, se escurrió entre los palcos. El aforo estaba completo. Tuvo que recorrer asiento por asiento. Y en los andamios de las secciones más apartadas de la base hizo su descubrimiento.

Hale obtuvo una medalla al mérito policial y un premio que el mismo alcalde Zev Sallow le entregó en un acto público donde recibió la ovación de todos los asistentes.

Los problemas llegaron más tarde. Hale no se tragaba el encanto del alcalde. Había algo en él que le repelía. No había una cercanía real entre ellos, una franqueza que los vinculara como amigos. El alcalde lo trataba igual que a sus votantes; quería comprarlo con su palabrería y conseguir con su actitud cordial e ingeniosamente dominante que contribuyera a hacer realidad sus deseos. Sus constantes negativas a cooperar con él supusieron su caída. No obtuvo ninguna clase de respaldo cuando la comisaría se enteró de su adicción al alcohol. Cayó en picado a un abismo oscuro y tenebroso con la sonrisa del alcalde bloqueando sus intentos de recuperar su puesto.

Si todo hubiera quedado en eso...

—El pasado está muerto y enterrado —farfulló Hale.

—Creía que eras un hombre de palabra, pero está visto que el alcohol te ha cambiado. ¿Sigues mintiéndote a ti mismo?

Hale lo fulminó con la mirada.

—No soy yo el que tiene secretos.

El alcalde achicó los ojos al tiempo que entreabría una corta sonrisa.

—Aquí todos pecamos de la misma condición.

Hale avanzó hacia el alcalde. Cara a cara, la repulsa que sentía hacia ese hombre se multiplicaba.

—¿Todavía te duele que destapara tus mentiras? —inquirió con desdén.

—No tanto como te gustaría.

—¡Señor alcalde!

La voz chillona de su ayudante interfirió a espaldas de Hale. Despacio, ambos aumentaron la distancia.

—Enseguida estoy contigo, Michaela —le dijo en tono apaciguado—. Hale, un placer volver a verte, pero creo que ya es hora de que te marches. Espero que no estés entorpeciendo a ningún civil por indiscreciones absurdas de las que puedes salir mal parado.

—¿Es una amenaza?

Zev sonrió y puso ambas manos sobre los hombros de Hale.

—Una advertencia de un amigo.

Hale se quedó a solas en medio de la muchedumbre. Por el rabillo del ojo había visto al alcalde entablar conversación con la artista Macie. En la esquina opuesta de la sala, se percató de que Dustin también los observaba. Parecía enfadado y asustado al mismo tiempo. No tenía todas consigo de que su amante, aquella guapa veinteañera de rostro angelical, no quedara cautivada por el atractivo hombre que la cogía suavemente de la cintura destronando la distancia personal.

Se disponía a salir de la galería cuando un resplandor que rivalizaba con la suavidad de los pétalos lavanda de una flor disparó los latidos de su corazón. Se llevó la mano al pecho, notando la aceleración vibrar en la palma de su mano, y exploró los alrededores en busca de aquello que le había arrebatado el aliento. Procedía de entre el gentío, una especie de bruma difusa que, poco a poco, fue tomando forma corpórea. Distinguió la borrosa silueta de una mujer que lo miraba. Sus comisuras formaban una línea recta. El verdemar de sus ojos destilaba aflicción. Articuló con los labios una silenciosa palabra y le dio la espalda.

Hale se apresuró detrás de ella. Había accionado una tecla en su interior que concebía imposible, la familiaridad de haberla visto en otro lugar. Apartó con brusquedad a quienes entorpecían su camino y se introdujo en la sala contigua. Se detuvo y escudriñó la zona. La mujer había desaparecido.

Confuso, abandonó la galería y se internó en el coche. Una hora después, de la salida posterior de la galería emergieron Dustin y Macie. Andaban muy pegados el uno junto al otro, sonriéndose y riendo. Dustin le abrió la puerta del coche y luego se subió en el asiento del conductor. La joven artista buscaba una emisora en la radio mientras el señor Montgomery se introducía en la carretera.

Disipando la espesura mental que el extraño espejismo de la mujer de la galería le había originado, Hale emprendió el seguimiento del coche. El trayecto culminó a la media hora en uno de los barrios de moda de Brooklyn. Aparcó en la esquina del callejón donde Dustin se había internado.

Macie se bajó y abrazó al señor Montgomery del cuello. Hablaron unos minutos en la acera.

La cámara fotográfica de Hale sacó varios planos ampliados del apasionado beso con el que se despidieron, así como del señor Montgomery viendo a su amante subir las escaleras de metal del edificio donde residía.

—Bingo —murmuró el detective.

Iba a ser un trabajo sencillo, rápido y, tal vez, demasiado bien remunerado.

*

—Es preciosa.

Lea sujetaba una de las fotografías desparramadas por la mesa. Se había presentado en el despacho a primera hora de la mañana con un reporte minucioso de los movimientos de la señora Montgomery del día anterior. Desde que salió de su hogar hasta que cenó con su marido y se acostaron en un incómodo silencio. Sin embargo, el detective no parecía estar en la oficina, pues nadie le abrió después de cuarenta y cinco minutos de espera, por lo que tuvo que volver a última hora de la tarde.

—El señor Montgomery parece enamorado.

—El enamoramiento no es amor —comentó Hale sin mirar a su nueva ayudante mientras rellenaba un informe—. El lío de faldas en el que se ha metido le va a costar la mitad de los bienes gananciales. Veremos si cuando su mujer le estampe en la cara los papeles del divorcio las fantasías de un idilio con una joven a la que saca treinta años se le quitan de un plumazo.

—¿De verdad cree que la señora Montgomery quiere el divorcio?

Hale sopesó la pregunta.

—Quiere venganza, como ya dijo. A no ser que tenga en mente hacer pública la aventura de su marido para acabar con su reputación. La guinda del pastel, no obstante, es quedarse con la mitad del dinero que su marido ha conseguido sin ella mover un solo dedo.

—Si sale a la luz, la reputación de esa chica también se verá perjudicada —indicó Lea.

—Consecuencias de liarte con un hombre casado —cerró el tema Hale—. Estas fotografías son un comienzo, pero necesitamos más.

—¿Más? —Lea desplazó la mirada por las fotos—. ¿No hay suficiente evidencia de que está siéndole infiel que con este beso?

—Te queda mucho por aprender, pequeña. —Hale se levantó, se sirvió una taza de café y rodeó la mesa, situándose al lado de Lea con la vista en las fotos—. No te puedes hacer una idea de la facilidad con que pueden afirmar que estas fotos están trucadas. La tecnología de hoy en día pone nuestra profesión en un serio aprieto. Hay que ser concienzudos. Las evidencias han de ser todavía más precisas y terminantes.

—¿A qué se refiere?

Hale sonrió despacio. Se inclinó sobre Lea y le puso la punta del dedo índice en la frente. Se vio reflejado en los ojos castaños que originariamente, antes de alcanzar su color definitivo, asombraron a sus padres por el azul que los teñía. 

—Hay que pillarlos en el acto —dijo empujándola hacia atrás con un toque seco del dedo.

—Eso es humillante —se negó Lea abriendo una mueca de desagrado—. Me parece muy fuera de lugar.

—Esta es la profesión que has elegido.

—Me resistiré a este tipo de casos —contestó con determinación.

—Entonces rechazarás más de la mitad de las demandas que toquen a tu puerta. Suerte.

La esquivó directo hacia la puerta. Lea permaneció meditabunda. La hosca actitud del detective con ella no le gustaba, le hacía sentir como una chiquilla tonta e ilusa que no conocía el mundo en el que vivía. Pero no era culpa suya el querer ver lo bueno que la gente guardaba en su interior, aunque hubiera que excavar muy profundo para encontrarlo.

Un discreto suspiro brotó de su garganta. Todos aquellos a quienes les había contado su intención de trabajar como detective privado se habían reído de ella. Incluso sus padres. «No sirves para ello», le habían dicho, «la gente te despierta demasiada compasión como para airear sus trapos sucios». Y, en cierta medida, tenían razón. Pero sentía demasiado atracción por la profesión como para no seguir el camino que se había adueñado de su corazón durante los años de universidad. Tendría que aprender a lidiar con los conflictos y el sufrimiento de quienes le pidieran ayuda, y, sobre todo, de las personas a las que destrozaría la vida.

Tras una espiración con la que mentalizarse, cogió su chaqueta vaquera y se volvió hacia Hale.

—Voy con usted.

—Ni en broma. Tú te quedas aquí. O puedes irte, lo que prefieras. Pero yo voy solo.

—Usted es mi mentor, ¿no se supone que debe enseñarme el trabajo de campo?

—No quiero que me entorpezcas.

—No lo haré. Se lo prometo. —Lea avanzó hacia el detective con una mirada suplicante pero decidida—. Deme una oportunidad.

—¿Podrás aguantarlo? —inquirió dudoso.

Lea vaciló un segundo.

—Es a lo que voy a dedicarme —fue lo que contestó.

Hale puso los ojos en blanco y abrió la puerta.

—Por cierto, le pedí a Carl que sacara la basura de su despacho —le dijo Lea una vez en el pasillo—. Si va a vivir en esta habitación, más vale que la mantenga limpia.

Mientras se encaminaba hacia el exterior, Hale comprimió las manos en el aire como si estuviera estrujando el cuello de Lea. Iba a tener que hablar con ella seriamente. Y con Carl. Su única tarea era prohibir la entrada a indeseados y cuidar de su perro. Su despacho era un santuario que nadie podía tocar.

Lea se había saltado todas y cada una de sus reglas.

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