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Capítulo 29

Un entorno sombrío de paredes rocosas, fraccionadas en mantos pulidos y escurridizos, confinaba a Hades en una prisión con vigorosos barrotes de hierro. Despertó en una sección oscurecida de aquella morada en las profundidades del subsuelo, acurrucado de costado. Apreciaba el entumecimiento de los brazos que soportaban su cabeza, de las rodillas dobladas hacia el pecho, la sequedad de garganta de no proferir un solo sonido. Tenía la sensación de haber preservado esa posición desde hacía mucho.

Se recostó en sus antebrazos observando la celda a la que se había teletransportador. Un lúgubre y frío abismo amparaba el terreno más allá de los barrotes. Se incorporó y se agarró a ellos, reparando entonces en el cambio que habían sufrido sus manos, algo más robustas, con sutiles cicatrices que dejaban aquella área de piel más blanquecina. Siguió el contorno de una de las incisiones hacia la muñeca, donde la manga de un traje oscuro la cubría. La gabardina había desaparecido. Se tocó el pecho, cubierto por un Himation de un azul que robaba los colores de un mar encolerizado, y después la cara y el cabello, apreciando la sombra de una barba y una corta melena a ras de la oreja.

El aspecto del detective Hale había quedado atrás.

Con la impresión todavía en alza, reorientó la atención al lugar que lo aprisionaba. Estaba sumido en la oscuridad más alejada del monte Olimpo, concebida de tal modo para que el mal que enclaustraba no repercutiera en dioses y, por añadidura, en humanos. El Tártaro, prisión de titanes, cíclopes y hecatónquiros. La reforma adoptada después de una larga deliberación con los dioses del Olimpo incluyó en dichos confines el castigo de los mortales que hubiesen cometido pecados execrables, a los que la absolución se les estaba desautorizada. Era un enclave amurallado y limitado por un río de lava y fuego, cuyos gases asaltaban las estrechas prisiones de roca y enloquecían las mentes de los prisioneros.

¿Qué demonios hacía su cuerpo allí?, divagó Hades, atormentado a la par que preocupado, comprimiendo los barrotes.

La oscuridad que anegaba el Tártaro se había confeccionado expresamente para eliminar de mentes y corazones toda esperanza de redención. Aunque no pudiera verlos, hacía compañía a prisioneros arrepentidos de los pecados que habían cometido. Sin embargo, las lamentaciones propias de un castigo extremo, allí abajo perpetuo e insoportable, no resonaban en la inmensidad de la piedra. El silencio era abrumador.

¿Era posible...?, se preguntó Hades, azotado por la imagen del infierno en la Tierra que había contemplado minutos antes. Pensar que los titanes a los que había vencido en la guerra con sus hermanos estuvieran detrás de su encarcelamiento le resultaba una insensatez y, asimismo, la única opción viable. Los seres a los que habían recluido en las mazmorras del Tártaro habían logrado escapar de sus dominios.

El nombre de un ser cruzó veloz por su mente. Se le encogió el pecho. Aquel monstruo tiránico y déspota...

Cronos.

La idea de que fuera su padre el causante de que todos los dioses fingieran una vida mortal mientras sus cuerpos yacían en una celda lo colmaba de conjeturas catastrofistas. Un lunático como Cronos habría estado gestando la mayor de las venganzas desde que se dictó su sentencia.

Pero ¿cómo?, se resistió a aquella presunción. Aquel paraje estaba debidamente custodiado por las hermanas furiosas.

—¡Alecto! —exclamó al abismo oscuro—. ¡Tisífone, Mégera!

Su voz se irradió por los muros hasta disiparse. Luego, silencio.

—Qué han hecho con las Erinias —dijo en voz queda—. ¡Furias! —volvió a gritar.

Le llegó el rumor de unas pisadas en la superficie erosionada cubierta de piedrecitas. Imposible que pertenecieran a las hermanas. Se desplazaban por el Tártaro batiendo las alas que partían del centro de sus espaldas, unas estructuras finas como el papel y elásticas como la piel humana, lo que, aparte de acelerar el tránsito de un punto a otro del reino, contribuía a aterrorizar a los cautivos que probarían de sus latigazos.

Retrocedió hacia un área en penumbra de la prisión, integrándose con el color de la piedra del muro. Al poco, dos piernas gruesas como troncos elevaron la vista de Hades hasta lo que le pareció el mismísimo firmamento. Entornó los labios, errando su mirada entre las decenas de brazos de la criatura que empuñaba un abanico de armas. De la masa de músculo eclosionaba un centenar de protuberancias. Eran cabezas. La mitad de ellas, con sus pares de ojos acechantes, rastreaban la celda. La otra mitad vigilaba sus espaldas.

Era uno de los tres hermanos hecatónquiros a los que se les había perdonado la pena como consecuencia de su colaboración en la guerra contra los titanes. Parecía que los términos del contrato habían sido modificados. Especulaba que Cronos los había convencido para que conspiraran en contra de los dioses. Dueños de tormentas y terremotos, habían desatado el poder de la naturaleza en la Tierra, y estaba seguro de que su reino y el Olimpo habrían padecido un arreglo semejante.

Cronos debía haberles ofrecido algo más grande que lo que Zeus les concedió al término de la batalla.

Aguardó en la oscuridad a que el hecatónquiro se alejara y las cabezas que estaban atentas a movimientos imprevistos de cualquiera de los costados no pudieran verle. Se sentó en el suelo y acostó la espalda en la roca pizarra. Meditaba sobre la unión que habría establecido su padre con los prisioneros del Tártaro para que se hubiera desarrollado una rebelión de tales dimensiones. Cronos había sido la voz de la insurgencia, estaba convencido de ello, pero a su derecha existía una segunda figura, una a la que había comprado con promesas de una retribución acorde a sus deseos. Una, como Heracles había intuido, con unos atributos sobrenaturales sin precedentes como para despojar a todos los dioses de su fuerza y su poder.

Estaban en apuros. No obstante, contrapuso Hades el hilo de pensamientos, se encontraba en uno de los niveles de su reino. Solo él conocía todos y cada uno de sus límites, secretos y travesías.

Se puso en pie, resuelto a averiguar el modo de escapar de aquella prisión y liberar a todos cuanto pudiera. Luchar contra la ira de Cronos requeriría una alianza más poderosa que la anterior.

Se apresuraba hacia los barrotes cuando se percató de que su cuerpo perdía nitidez.

—¡Qué! —exclamó al observar la piedra de la pared a través de sus brazos—. ¡No! ¡No!

La estatua de oro de Prometeo se configuró enfrente de Hades. Volvía al mundo de ensueños. Al Rockefeller Center. Al cuerpo del detective privado Hale.

Los semblantes atónitos de los dos héroes contemplaban su aparición en la plaza.

—¡¿Qué demonios?! ¿Qué hago aquí? —reclamó a Heracles. Lo aferró de la solapa de la chaqueta.

Los ojos de Heracles se asentaron en los del dios del Inframundo.

—No ha funcionado... —murmuró, más para sí que por agasajar a Hades con una respuesta—. No es posible...

—He viajado al Tártaro, a mi cuerpo, prisionero de las profundidades de ese pozo oscuro de castigo. He estado allí... —Enmudeció, recordando el tenebroso mutismo que comprometía las celdas—. Y creo que todos nosotros también. Dormidos. Hechizados. En los minutos que he estado...

—¿Minutos? —dijo Fil—. Para nosotros han transcurrido unos diez segundos, como mucho.

—Realizamos el ritual paso por paso según la predicción de la pitonisa —expresaba Heracles en alto—. No ha habido error alguno.

—¿¡Cómo vamos a luchar contra la legión de mi padre si ninguno de nosotros despierta en el Tártaro!?

—¿T-tu padre? —repitió acongojado Fil.

—Uno de los hecatónquiros vigila las celdas —prosiguió Hades. Heracles tensó la expresión de su rostro—. E imagino que ese es el menor de los problemas.

—¿Y las Furias?

—Me temo que son de carne y hueso, como nosotros.

Fil suspiró, crispado por las funestas noticias del Inframundo.

—En qué hemos fallado. —Heracles enganchó las manos de Hades y las soltó de su ropa de un tirón—. Esa pitonisa nos engañó. Nos dijo el ritual equivocado. ¿Conspira con ellos?

—Lo dudo —repuso Hades—. ¿Cuáles fueron sus palabras exactas?

—Que de esa humana era la sangre que Hécate juzgaría digna de una ofrenda. El precio de una sangre que goza de las seis virtudes que mi padre concedió a los humanos es incalculable. Y ella las poseía todas: desde la virtud más intrascendente, sin nada de particular, a la más codiciada. Las fortalezas de su carácter debían ser visibles. Bueno —señaló Heracles—, tu debiste tener constancia de algunas de ellas.

Hades agachó la mirada. Los latidos de un humano se desregulaban enseguida ante un atisbo de emoción. En el cuerpo del detective Hale, y entendía que como rey de las almas también, no se había entretenido evaluando las aptitudes de la aprendiz que hacía una semana había tenido el valor de forzarlo a trabajar con ella.

—Cuáles fueron sus palabras exactas —repitió, sorteando la indirecta del héroe.

—Cristales ocultan su naturaleza fundamental, unida a un hombre justo la hallarás. Tributo de sangre para despertar, de sus grandiosas fortalezas te percatarás —recordó los versos que habían salido de boca de la pitonisa drogadicta que la dueña del local abastecía sin miramientos.

Un quejido atrajo la atención de los tres hombres al cuerpo que yacía sobre el círculo de sangre.

Un espasmo sacudió el torso de Lea. Había entornado la boca. De su garganta brotaba una cadencia rota. Las falanges de los dedos empapados de sus propios fluidos vitales crujieron al tensarse. A través de la fina piel de los párpados se distinguía el movimiento errático de sus ojos, luchando por abrirse.

—Lea... —susurró Hades. Hincó las rodillas a su lado, impregnándose de sangre.

Las comisuras de los labios de Lea articularon el nombre del detective en una verbalización apagada, sin vigor.

Con un cuidado sobreprotector, estimando los daños que podría causarle si era demasiado brusco al tocarla, Hades colocó las puntas de los dedos índice y corazón en la muñeca de Lea y presionó ligeramente. El pulso de la sangre en sus yemas era débil.

—Está... Estás viva.

Asolado por una emoción intensa de alegría, incorporó a Lea del suelo y la guareció entre sus piernas. Dispuso la cabeza contra su pecho y le acarició los brazos con un poco de brío. Quería erradicar la frialdad que acogía la blanca piel de la detective.

Contrariamente a lo que deseaba externalizar, los hombros de Hades se agitaron con el dolor que no había tenido la valentía de manifestar hacia Lea antes. Que estuviera viva era un milagro por el que había suplicado desde el instante en el que Heracles materializó sus intenciones. Según parecía, alguien había escuchado sus plegarias.

—Detective... —Los castaños ojos de Lea buscaron los de Hades—. ¿Estás he-herido?

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