Capítulo 25
En una de las antiguas cabinas a pie de calle supervivientes a la tecnologización, Hale había puesto al corriente al jefe Fitz. Dentro del coche, obcecado en lo que Heliot estaría tramando con el secuestro de Lea, se enfrascó en llegar a su destino. Tardó en reparar en el entorno.
En la vía más larga de la ciudad, Hale detuvo el coche. No despegó las manos del volante. Sus ojos se movían muy lentamente a través del parabrisas. La oscuridad se había tragado los cuerpos celestes que engalanaban el cielo nocturno. Estaba teniendo lugar un acontecimiento poco común; periódicos y noticiarios habrían estado difundiendo durante semanas la fecha de aquel evento astronómico, para lo que Hale no gastaba ningún interés. El enorme y redondo faro lunar había sido consumido por las sombras de la Tierra. Un eclipse total gobernaba la ciudad.
Para mayor desconcierto de Hale, las calles estaban desiertas. Las enormes pantallas de anuncios en la cara frontal de los rascacielos, los despachos iluminados de aquellos todavía inmersos en reuniones, restaurantes, tiendas y puestos ambulantes, todo cuanto lo rodeaba no había perdido su fulgor. Pero no había un alma viva que los habitara. El silencio se sentía en la piel.
Nueva York se había transformado en una ciudad fantasma.
Se masajeó con ímpetu la frente, sometido a la sensación de estar en un mundo diferente. Por surrealista que fuera, atascado en culpar a su perversa maquinaria mental, una voz que resonaba en el interior del coche le susurraba que aquella distorsión del entorno no era consecuencia de los excesos de los que se había desenganchado.
Había vivido en una lucha constante entre sus necesidades y motivaciones, las mismas que contravenían los deseos de aquellos que formaban parte de su vida, del hombre que quería ser y las súplicas de su propio cuerpo. Un choque entre el conocimiento propio, lo que sabía de él y experimentaba, y las demandas del exterior que habían forjado el diálogo interno de un tirano.
Por una vez, esa voz le insinuaba que, quizá, la sensación visceral que lo asaltaba al interactuar con un medio que plagiaba los elementos de un sueño tenebroso era la realidad como tal. Que todo cuanto experienciaba ahora mismo era auténtico.
Temeroso de que todo fuera un engaño de su cerebro, Hale pisó el acelerador y condujo sin rebasar el mínimo permitido. A pocos kilómetros de la localización que indicaba la nota, se apeó del coche. Demasiado ruido en un entorno acojonantemente silencioso.
Se fue camuflando entre los vehículos estacionados, algunos de ellos con las puertas abiertas y las llaves aún puestas en el bombín. Se negó a distraerse buscando una explicación que luciera razonable. Hacía tiempo que nadaba a contracorriente de la normalidad y la lógica. No iba a desistir por un punto menos de cordura. No hasta que recuperara a Lea sana y salva. Entonces se vería las caras con sus sombras, a las que tanto había ignorado y que, de la noche a la mañana, habían ganado terreno.
El colosal conglomerado de edificios comerciales se reprodujo ante sus ojos. Heliot había elegido como lugar de encuentro el corazón del Rockefeller Center, la explanada inferior que, durante las festividades de invierno, estaba cubierta por una pista de patinaje sobre hielo.
Avanzó por la Quinta Avenida en dirección al British Empire Building, traspasando la Catedral de San Patricio y la estatua fuente de admiración y curiosidad de autóctonos y turistas. Hale desvió la cabeza un ápice. A las puertas del Internacional Building, símbolo de su poder, el vasto titán de bronce Atlas soportaba el peso del mundo sobre sus hombros. Tuvo la sensación de que aquellos grandes ojos del hombre que había sido condenado eternamente lo miraban.
Cruzó corriendo la calle y se refugió en los parterres de flores de los Channel Garden. A lo lejos entreveía el resplandor dorado de la figura que lideraba la plaza. Con el cuerpo inclinado hacia adelante y los zapatos rozando apenas el suelo, Hale se deslizó por la penumbra dejando que su instinto guiara cada movimiento. Su respiración se había vuelto superficial, mimetizándose con unos latidos cardíacos ralentizados. Escrutaba cauteloso el entorno esquivando pequeños detalles que, en una acción poco meditada, lo descubrirían ante los ojos del hombre que quería tenderle una trampa.
Al final del British Empire Building, se mantuvo en el sombreado que proyectaba la luz de los postes al incidir en la fachada del edificio. Al nivel inferior del Rockefeller se accedía a través de unas escaleras que generaban la impresión de que la plaza se hundía en el suelo. Desde la posición privilegiada de Hale se podía observar la explanada en su extensión. Le preocupó hallarla vacía, sin señales de Lea ni de Heliot.
Con todo en su contra, se expuso a la iluminación del Rockefeller. Sintiéndose observado por decenas de ojos acechantes, puso rumbo hacia las escaleras. Bajo las banderas que cercaban la zona se encontraba la estatua bañada en oro de Prometeo. Presidía el recinto como uno de los titanes que más amor había sentido por el ser humano. Les había hecho entrega del fuego que había robado a Zeus, prometiéndoles con dicha ofrenda aprendizaje, crecimiento y supervivencia.
Hale deambuló entre las decenas de mesas con parasoles que inundaban el perímetro. Al borde de la fuente, alzó la cabeza hacia la estatua de Prometeo y torció los labios. Otro hombre más al que el dios de los dioses, un ser vanidoso, rey de aquellos de su misma raza y de quienes desafiaban su poder, convencido de representar la máxima autoridad, había mostrado su cólera con un castigo mortificante e interminable.
—Resulta conmovedora.
Hale giró sobre sus talones. De una de las arterias de la plaza le había llegado la voz de Heliot.
—Lo irónico de la historia de ese titán es que ningún humano hizo nada por apiadarse de su cruel destino. Se valieron de su compasión. Ninguno se sacrificó por él, después de entregarles la luz de la que habían sido despojados.
—¿Me has citado aquí para conversar sobre dioses y titanes? —desdeñó Hale, que sondeaba el ancho de la plaza—. Sal de donde quiera que estés. Yo he cumplido con tu petición. Aquí me tienes. —Dio una vuelta sobre sí con los brazos extendidos—. Ahora te toca a ti.
Con disimulo, acarició el estuche de la pistola. Estaba en la línea de fuego de Heliot. La previsión de un ataque repentino orientaba los ojos de Hale de un extremo a otro de la plaza, escrutando puertas, escondrijos en la oscuridad y reflejos en los cristales de las innumerables ventanas circundantes.
—Y Lea —elevó la voz—. Ella no tiene nada que ver con esto, con nosotros. Suéltala y deja que se vaya.
—Me temo que no puedo hacer lo que me pides.
La imponente fisonomía de Heliot Chadburn brotó de detrás de la estructura de una de las fuentes del Channel Garden. El brazo con el que sujetaba a Lea le resultó a Hale más musculoso de lo habitual. Maniatada y con un trapo en la boca con la que acallarla, Lea estaba echada hacia adelante en señal de rendición. La coleta despeinada colgaba sobre uno de sus hombros. La sangre de un corte en el lateral de la cabeza hacía rato que se había secado, dejando un reguero parduzco que había salpicado su camiseta.
—¡Lea! —exclamó Hale corriendo hacia el centro de la plaza—. ¡Lea, mírame!
La vio inclinar la cabeza. El cabello que le tapaba los ojos se deslizó hacia su mejilla. El desaliento perfilado en su semblante se disipó por un momento. Se removió entre el brazo de Heliot profiriendo el nombre ininteligible del detective.
—No empeores tu situación. —Heliot la ciñó más fuerte contra él, cortándole la respiración ligeramente.
De súbito, Hale le apuntó con la pistola.
—Suéltala. No te lo voy a repetir dos veces.
—Baja el arma, detective. No vas a dañarme con eso, pero a tu discípula sí. Y la necesito en condiciones. No deseo que pierda más sangre.
La boquilla de la pistola de Hale persiguió a Heliot en la bajada de las escaleras de la plaza. La bala aplastada que guardaba en el bolsillo era una prueba, por insólita que pudiera ser, de que no se estaba marcando un farol.
—Antes te he mentido, detective Hale. Sí hubo un hombre que salvó al titán Prometeo.
Considerando la distancia, Hale evaluó las repercusiones de un disparo en el hombro. Si no lo dañaba, al menos crearía una distracción para que Lea tuviera la ocasión de escapar.
Centró ambos ojos en el blanco omitiendo los elementos extraños que se superponían. Una actuación apresurada podría agravar la situación, pensó mientras ajustaba la profundidad de su visión al desplazamiento de Heliot. Lea no era rival para la fuerza de un hombre como él. Su único recurso a mano era alentarle a seguir hablando. Fitz ya habría informado al inspector Taegan de la situación actual con el prófugo que tenía en vilo al FBI. En unos minutos, los refuerzos rodearían el Rockefeller.
—No estoy muy versado en mitos y leyendas —respondió—. Adelante, sácame de dudas.
Heliot compuso una expresión de amargura que redujo la tirantez de su musculatura.
—Hubo un tiempo en que sí —rebatió la observación de Hale, que enarcó una ceja, contrariado—. Hubo un tiempo en que tú y yo tuvimos que enfrentarnos. Consecuencia de un trabajo que me fue encomendado.
—Pese a que mi memoria no está muy fina últimamente, recuerdo aquella época. Aunque, si puedo ser honesto contigo, considero que la expresión que has utilizado es retorcida.
—¿De veras?
—¿Todo esto porque me olvidé de ti? —Dio un pequeño paso al frente—. Vale, acepto mi parte de culpa, me volqué en autocompadecerme mientras tú eras injustamente acusado de matar a tu familia. Y ahora buscas vengarte de todos aquellos que te negaron la libertad. Y lo entiendo, lo que te pasó fue una putada de las grandes.
A su respuesta, Heliot agachó el mentón. Sacudió la cabeza y rompió a reír.
—Ese Heliot del que hablas estaba más centrado en castigarse a sí mismo que en preguntarse por qué aquel gran inspector de policía le había hecho promesas vacías. Siento decirte que tu juicio es erróneo. Por tus palabras, entiendo que no lo recuerdas. No recuerdas absolutamente nada. Pero ¿cómo ibas a hacerlo? Lo que nublaba mi memoria no es comparable con lo que nubla la tuya.
Hale, hastiado, expulsó una bocanada de aire.
—Escucha, Heliot, leí tu expediente. Sé que sufriste una lesión cerebral traumática, y que el impacto te ha afectado a...
—¡Me ha hecho ver la verdad! Y tú también lo harás —manifestó agrandando el torso y, con ello, limitando el espacio que recluía a Lea—. En realidad, ya empezaste a hacerlo. Que mantengas la calma mientras buscas una explicación a que seamos los únicos que habitan Nueva York es solo una pieza más del rompecabezas al que llevas mucho tiempo tratando de encontrarle sentido. Muy dentro de ti lo sabes.
—¿Qué quieres decir...?
—¿Desde cuándo eres un alcohólico? —cuestionó—. Dime, ¿eres capaz de recordar el momento exacto en que acabaste hundido en la bebida?
—Fue hace mucho tiempo. —Detestaba que nombraran la enfermedad que tanto le avergonzaba. Sacar a relucir a sus demonios personales estaba entre sus grandes debilidades—. Tengo lagunas...
—Yo también las tenía. De mi trabajo, de mi familia, de toda mi vida entera. De los padres que me criaron y los amigos de la infancia. ¿Y sabes de qué me di cuenta? De que en aquellos recuerdos siempre había un detalle que no encajaba, un espacio en blanco. Una persona, un objeto o una conversación eliminados de la cinemática de esos recuerdos. Ahora sé franco contigo mismo, detective, y revisa el relato de tu vida. ¿Ves las brechas?
Mirar su vida en retrospectiva resultaba una de las peores torturas para Hale y por lo que se había aficionado a la evitación como mecanismo de defensa, similar al fumador que consume caramelos de menta después de tentar a la muerte con el alquitrán de un cigarro. Los fallos a los que Heliot hacía alusión vagabundeaban en su línea temporal de recuerdos. Las noches en que la botella apaciguaba su bruta exigencia contaban con el insólito problema de verse a sí mismo con la mano abierta, sin que sus dedos acariciaran algo tangible.
Aquel desliz mental propició otra reminiscencia. ¿Por qué no era capaz de configurar las características del rostro de su hijo? En un principio lo había asociado a su falta de interés, a la necesidad de no sufrir con la decepción que esbozaría aquella cara aniñada que compartía el color de sus ojos.
—Por tu expresión, veo que no es la primera vez que te tropiezas con esos extraños errores de tu memoria. —Hizo un inciso en el que sonrió con determinación—. Hale, tú y yo hemos sufrido la misma maldición. ¿No te llama la atención el motivo por el cual lo que sientes no se ajusta con tus vivencias?
—Mentiría si dijera que nunca me lo he preguntado.
—Bien, ser sincero te ayudará a comprender todo más rápido.
A sabiendas de que el detective le estaba brindando la oportunidad de zafarse, en un descuido de Heliot Lea afianzó la pierna izquierda lejos de su posición y se impulsó todo cuanto pudo. El impacto de un puño contra su vientre suspendió toda oposición. Gimió de dolor, apretando los ojos, y se derrumbó sobre el brazo que se resistía a soltarla.
—¡Lea! Lea, por favor, mírame. ¡Ey, Lea! —gritó Hale. Ante la ausencia de una respuesta, se volvió hacia Heliot—. ¡Sí, muy bien, tú ganas! Tú y yo compartimos una memoria corrompida, ¿y qué? Deja a Lea, no impliques a más civiles en esto.
—¿A más civiles? Te refieres a Macie, ¿no?
Al pronunciar su nombre, Hale sintió una descarga dolorosa extenderse por su columna vertebral.
—¿No te intriga por qué la muerte de esa mujer te ha perturbado, detective? Por qué necesitas hacerle justicia.
—Era una inocente.
—Una inocente que entendió mi cruzada —le reveló—. Una inocente que se sacrificó por un bien común.
—Estás loco. —Hale tensó la mandíbula, conteniendo la rabia incendiaria que lo incitaba a dar rienda suelta a sus impulsos.
—Su muerte era necesaria para que llegáramos a esto. Era fundamental que perdiera la vida para que tú pudieras despertar.
—¡Pero qué coño estás diciendo! —exclamó—. Maldito lunático...
—El día que conociste a Macie, te impresionó de una manera que no quieres reconocer. Tu inconsciente estableció un vínculo inmediato con ella. Te sentiste atraído por su naturaleza. No lo niegues. A mí me sucedió lo mismo, aunque yo contaba con una información que tú no posees. Yo sabía quién era ella realmente.
La tempestad de emociones que había supuesto el caso de asesinato de Macie Blossom abstrajo por un momento a Hale.
—Deja que te lo explique y lo entenderás, los dos lo entenderéis. Lea aceptará su papel, y tú el tuyo. Pero primero quiero que sepas quién soy yo.
El pectoral de Heliot se ensanchó con una profunda respiración. A Hale le pareció más voluminoso que nunca.
—El hombre que salvó a Prometeo de estar encadenado a una muerte eterna —dijo señalando con el dedo la fuente del titán— fue, en realidad, un semidios. Hijo de una mortal y un dios. Pero no de un dios cualquiera, no. Su padre fue coronado como el padre de todos, de dioses y hombres. —Por un instante, se limitó a contemplar al titán. Un atisbo de nostalgia humedecía sus ojos—. He estado delante de esta estatua en muchas ocasiones. Siempre me imponía respeto. Agradezco poder admirarla una vez más con el conocimiento que he recuperado. Porque, detective Hale, yo soy el hombre que salvó a Prometeo del castigo de mi padre.
Hale frunció el ceño, aturdido. No había previsto una declaración de tal envergadura.
—Mi nombre es Heracles, detective, hijo del dios supremo Zeus.
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