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Capítulo 14

Lea había pedido al taxista que la dejara a unas manzanas de su piso. Un paseo le despejaría la cabeza. El mareo, por suerte, se había disipado, pero no se había librado tan fácilmente del dolor en la boca del estómago. Puñetazos certeros de un boxeador, habría sido su respuesta a la descripción de la sensación solicitada por un médico.

Si bien su organismo había cerrado la veda a toda acción impulsiva que conllevara la ingesta de alcohol, estaba orgullosa de sí misma. Se había enfrentado al poder de dos hombres sin que nadie lo esperara, ni siquiera ella. Había sido un acto reflejo a consecuencia de la desesperación que había sentido en el detective Hale. ¿Cómo podía el alcalde haberse rebajado de esa manera?, se preguntaba. Tenía una doble cara perversa que no había dudado en revelar. Su presencia no le había generado ningún dilema. Y lo entendía. ¿Quién iba a creerla? Nadie se tragaría el cuento de que el alcalde, cuyas apariciones públicas atestaban las calles con fans y leales partidarios, no fuera el hombre de bien que aparentaba ser.

Pero más miedo le suscitaba el hombre de cabeza rapada. Aun cuando su poder no podía compararse con el de Zev Sallow, era su falta de escrúpulos para hacer uso de su incontrolable violencia lo que le espeluznaba.

El detective Hale había luchado en solitario contra ellos. Pero eso se había acabado. La unión hace la fuerza, ¿no?, reforzaba Lea su decisión de asociarse con el detective y resolver los problemas que tocaron a la puerta a su lado. Aunque todavía no había descubierto cuál era el tipo de fuerza que ella podía aportarle.

Abstraída en la planificación de los puntos que reflejaría en la conversación que había resuelto mantener con Hale, la sensación de que no estaba sola borró todo pensamiento y la incitó a girarse con brusquedad hacia atrás. Se le retorció el estómago al percatarse de que había una persona detrás de ella. Tenía puesta una chaqueta con capucha que ocultaba su rostro. Andaba con las manos en los bolsillos y el cuerpo encorvado, con la cabeza gacha.

Volvió la vista al frente y aceleró el paso.

—Son imaginaciones tuyas, Lea. Actúa con normalidad —se dijo.

Pero todo su cuerpo estaba en tensión. No había una fibra de su ser que no le gritara peligro. Bien podía deberse, en tales circunstancias, al hecho de sentirse una mujer indefensa y desprotegida, incapaz de realizar ninguna hazaña, como una vocecilla en su cabeza le susurraba.

Encontró la puerta de entrada al edificio abierta. De vez en cuando, en la subida de las escaleras, echaba la vista atrás. El alivio de no ver al encapuchado a sus espaldas no vencía a la inseguridad.

El pasillo de la quinta planta se le estaba haciendo eterno. Sacó las llaves. El tintineo de los adornos del llavero disimuló por un segundo el impacto de unos zapatos en los escalones. Lea miró ligeramente por encima del hombro. El pánico disparó su corazón. El hombre con capucha la había seguido hasta allí. O quizá vivía en la misma planta, pero su sexto sentido le alertaba de que, por desgracia, ese no era el caso.

Aumentó la velocidad. El encapuchado también lo hizo. Por el rabillo del ojo, Lea detectó que sacaba algo del bolsillo derecho de la chaqueta. Se quedó en blanco al vislumbrar la hoja afilada y reluciente del cuchillo que empuñaba.

Un pensamiento claro y perturbador invadió su conciencia. Iba a morir. Su cuerpo reaccionó de manera similar bloqueando el flujo de aire y comprimiéndole el pecho. Su mente desplegó una cadena errática de imágenes en las que el cuchillo le atravesaba el abdomen. 

Prescindiendo de la opinión que pudiera suscitar su conducta, motivo por el cual había optado por actuar discretamente, echó a correr hacia la puerta de su piso.

Había rogado porque el ruido de sus convers fuera lo único que resonara en el pasillo. Supo que el supuesto dios al que había suplicado clemencia no estaba predispuesto a ayudarla cuando escuchó un segundo par de pisadas que no se alineaban con las suyas.

Tornó la cabeza hacia atrás sin parar de correr. Se le escapó un chillido. El hombre que la perseguía había acortado la distancia. El cuchillo subía y bajaba en consonancia al movimiento de sus brazos.

Lea se afanó en alcanzar su piso. Rebuscó en el entresijo de llaves con el miedo enturbiando su juicio e introdujo la correcta en la cerradura después de varios intentos fallidos. Un giro y estaba a salvo.

Se apoyó en la puerta con la conmoción atrayendo sus rodillas al suelo. Respiraba entrecortadamente. Las llaves habían caído a sus pies.

El consuelo duró un segundo. Un fuerte golpe la separó de la puerta, derrumbándola hacia adelante al perder el equilibrio. Terriblemente asustada, con las lágrimas empapando su rostro, se pegó a la puerta, esforzándose por bloquearla. La adrenalina se había comido su voz y todo lo que quería gritarle a ese hombre quedaba atascado en su garganta.

Treinta segundos después que Lea juzgó interminables, la calma asoló el pasillo.

Reaccionando por puro instinto, gateó hacia su dormitorio y se recluyó entre la cama y su escritorio.

De pronto, rompió a llorar.

*

Había conducido sobrepasando el límite de velocidad, sorteando calles taponadas por el tráfico y conductores lentos que preferían hablar por el móvil que pisar el acelerador. Aparcó con la rueda delantera subida a la acera frente al edificio de la calle que había escuchado a Lea verbalizar al taxista.

Se coló en el bloque a la vez que salía una pareja y zanqueó las escaleras hacia el piso que le había chivado el telefonillo exterior con el nombre y el apellido de Lea.

Aporreó la puerta con los nudillos sin contenerse. El silencio le exasperaba.

—Lea. Lea, abre, soy yo —dijo en voz alta.

Volvió a tocar con más fuerza.

—Lea... ¡Lea! —prorrumpió fuera de sí.

Miró a ambos lados del pasillo. No tenía otra alternativa. Levantó la pierna y estampó una patada debajo del picaporte. Al segundo intento, la puerta se inclinó ligeramente hacia adentro. La golpeó de nuevo. El marco se había astillado. Con una última patada, la puerta chocó contra la pared al abrirse de par en par.

Hale permaneció en el umbral inspeccionando la entrada. Muy despacio, avanzó por el piso deteniéndose en cada una de las habitaciones. No oía ni un mísero murmullo. Las proyecciones que configuraba su cabeza lo dejaron momentáneamente sin aliento.

—Lea, soy yo, Hale —avisó de su presencia.

Escuchó lo que parecían suspiros breves y recurrentes. Tratando de ser sigiloso, siguió el rumor hacia el dormitorio principal.

—¿Lea?

Un sollozo que ya no contenía lágrimas emanó de la esquina de la cama. Se desplazó con cuidado, no muy seguro de las condiciones en las que podía encontrarse Lea y de si podría soportar una segunda imagen como la de Macie.

Apoyada en el lateral del escritorio, abrazándose las piernas sin parar de temblar, la joven detective tendía la vista al suelo. No pestañeaba, ni siquiera había escuchado a Hale introducirse en la habitación ni acuclillarse delante de ella.

Con un mal sabor de boca, el detective la tomó de las manos. Estaban heladas. Las frotó para que entrara en calor y volviera en sí. Un leve cabeceo de Lea, que por un segundo había orientado la mirada hacia sus ojos, le avisó de que iba por buen camino. Le quitó las gafas, las depositó encima de la cama y le limpió las lágrimas con el dorso del dedo.

—Ahora estás a salvo —le susurró. Lea se estremeció—. Ven conmigo.

—¿Quién...? —balbució—. ¿Quién era...?

—Te lo explicaré, te prometo que lo haré. Pero primero tengo que llevarte a un lugar seguro. Necesito que confíes en mí.

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