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Capítulo 12

El estado de alerta de Hale se había disparado conforme se alejaban de los barrios concurridos y sobrepasaban la avenida que conducía a la alcaldía. El coche serpenteaba a través de un complejo urbanístico en construcción. A los minutos, se detuvieron junto a un rascacielos. Subieron las escaleras de entrada con Héctor pegado a sus espaldas y se dirigieron hacia uno de los ascensores de cristal. Al margen del ancho mostrador de recepción, el vestíbulo estaba desprovisto de mobiliario. El sonido inapreciable de las cadenas de compensación de la cabina resonaba por todo el edificio.

En la decimotercera planta, Héctor les ordenó que bajaran. Caminaron a lo largo de un pasillo hasta la puerta corrediza del fondo.

Los iluminó el sol que traspasaba la vidriera de la pared frontal. Detrás del escritorio vacío había un elegante sillón de piel marrón ocupado por un hombre que contemplaba el paisaje.

—Sentaos —les dijo.

Hale y Lea obedecieron después de que Héctor se apropiara del dispositivo móvil de ella. Tomaron asiento en las dos sillas de oficina de suave terciopelo gris metalizado.

—No tengo muy claro si nos has traído aquí para matarnos o para hacernos una visita guiada por tu nueva inversión inmobiliaria.

—Tú y tus paranoias. Si hubiera querido mataros, no me habría tomado tantas molestias.

Con aire ceremonioso, el hombre que se ocultaba tras el sillón descubrió su rostro. Lea contuvo el aliento. El aura que emanaba le helaba la sangre. Había visto ese rostro en muchas ocasiones, pero nunca tan de cerca. Que sonriera multiplicaba la sensación de amenaza que la tensaba en el asiento.

—¿Y cuál es el motivo de que mandes a tu sirviente a recogernos? —Se oyó el carraspeo airado de Héctor—. No me digas que ahora haces uso de la clarividencia para localizar a quienes quieres borrar del mapa. —Hale adecuó los brazos encima del escritorio—. Conmigo las coincidencias no existen, Zev.

El alcalde de Nueva York desvió la mirada hacia Lea.

—¿No me presentas a tu nuevo fichaje? —Lea tragó saliva ante la mano que Zev había extendido. Dominando los nervios, se la estrechó.

—Todavía hay que pulirla.

—Demasiado joven para ti —se burló el alcalde.

—Son tu tipo —le siguió el detective.

Enfrentaron una rigurosa mirada saturada de resentimientos pasados.

—Bueno —Hale se retrepó en la silla—, ¿tengo que ser yo quien te pregunte o vas a facilitarme una declaración?

—Tienes una mente muy fantasiosa, Hale. Nada de lo que elabora tiene ni pies ni cabeza.

—Entonces, la artista asesinada hace dos días en el callejón del edificio donde vivía, Macie Blossom, no tiene relación contigo.

—¡Me asombras! —exclamó—. Saqué una conclusión precipitada. Creí que tus teorías conspiratorias ya te estarían pasando una mala jugada.

—¿Te refieres a la teoría que te vincula a Macie Blossom debido a tu acercamiento íntimo con ella en su exposición? Oh, sí, esa teoría sigue vigente.

Zev negó.

—Me equivocaba. Continúas viendo unicornios donde no hay más que humo.

—¿Y que esté aquí no significa que quieres cerrarme la boca?

—En realidad, lo que deseo es ayudarte a poner en orden tus ideas.

—Adelante —respondió cruzando los brazos al pecho.

Zev entrelazó las manos en el escritorio.

—Como bien has indicado, el caso de asesinato de Macie Blossom está en curso. Es una investigación policial, ¿entiendes lo que eso implica? En otros tiempos habrías sido tú el encargado de arrestar a su asesino, pero, dadas las circunstancias, tengo que recordarte que ahora eres un simple civil. Lo que quiere decir que eres un estorbo para los verdaderos hombres de uniforme a los que se les paga para que hagan su trabajo.

—Por tanto... —lo animó a seguir, aleteando la mano.

—Te quiero lejos del caso —ordenó, irguiéndose, sin perder la sonrisa glacial—. Tus visitas a los sospechosos que tu cerebro alcoholizado haya fabulado y a familiares o allegados de la víctima se han terminado. Todos los oficiales han recibido la orden de detenerte por obstrucción a la justicia si te ven en los alrededores del edificio o molestando con preguntas absurdas.

—Estás muerto de miedo. —De Hale escapó una risotada—. No sé si estás tratando de protegerte las espaldas porque tú también te acostabas con ella o salvaguardando la de alguno de tus amiguitos. Y con lo que sé sobre esa chica, me apuesto a que tú ni le interesabas.

—¿No te cansas de repetir siempre los mismos errores?

Hale chasqueó los labios.

—Es que cada vez lo hago mejor —repuso.

Sin alterar la postura, Zev lo observó con detenimiento. Luego hizo una seña a Héctor, que se arrimó al escritorio y dispuso encima dos tumbler de cristal pulido. Rellenó con un Dalmore escocés un tercio del vaso del alcalde y el otro hasta casi rebasar el borde.

La expresión de Hale se oscureció. Miró el líquido del color del otoño con un leve retraimiento en la silla, como si supusiera un peligro inminente. Lea fue consciente de que Hale se estaba aferrando a la fuerza de voluntad que lo había mantenido sobrio durante años y que el alcalde deseaba hacer trizas.

—¿Ahora cierras los tratos unilaterales con miles de dólares en whisky? —manifestó en un tono de burla que ni él llegó a creerse.

—Contigo siempre.

Zev cogió su copa, la elevó en el aire a modo de brindis y bebió. Hale permaneció muy quieto.

—De aquí no te levantas hasta que el vaso esté reluciente —dijo la voz traviesa de Héctor. En un gesto que Hale no había previsto, el segundo del alcalde le agarró la muñeca izquierda y se la retorció a la espalda, tumbándolo sobre el escritorio. Lea se sobresaltó, pero rápido se puso en pie y trató de apartar a Héctor del detective. Este le propinó un empujón en el pecho que la derribó en la silla—. Bébetelo.

Hale contrajo los labios en un bufido. Uno nunca estaba seguro de si las bromas pesadas del segundo integrante del grupito de Zev contenían alguna porción de realidad hasta que la violencia que había aprendido a encubrir salía a flote. Que su vida pendiera de un hilo quebradizo no le preocupaba, no desde hacía mucho. Pero la chica sentada a su lado ponía cualquiera de sus alternativas de acción entre las cuerdas. ¿Por qué había tenido que bajar la guardia con ella?, malmetía contra sí mismo. La balanza oscilaba forzosamente hacia la protección de Lea, pero el platillo que se alzaba victorioso no le hacía nada de gracia.

—Está bien, está bien —masculló.

Héctor le soltó el brazo.

—Si tan empeñados estáis en que saboree este whisky tan caro... —dijo recomponiéndose. Cogió el vaso y lo acercó unos centímetros a sus ojos—. Hola, viejo amigo —murmuró.

El borde del vaso rozó sus comisuras. El aroma a bayas rojas dulces le embriagó la nariz.

—¡No!

Las miradas del grupo de hombres viajaron hacia Lea cuando le arrebató el vaso a Hale de los labios y vació el contenido en su garganta. Lo dejó en la mesa de un golpe a causa del repentino dolor de estómago que escaló hacia su boca. Sentía ganas de vomitar, por lo que cerró los ojos con la intención de ahuyentar la sensación. No era una bebedora asidua, como mucho una o dos copas de vino que conseguían nublarle la vista y marearla. Era la primera vez que bebía whisky, y de inmediato lo había tachado de la lista de bebidas a probar de por vida. Había cometido un error, pero había actuado llevada por la injusticia que el alcalde y su sucia maniobra para acallar al detective Hale habían avivado en ella.

—Pero qué. —Hale la sostuvo de los hombros—. ¿Cómo se te ocurre?

—Qué escena más conmovedora. —Zev se acarició los labios con el dedo índice—. ¿Quién protege a quién?

—Ey, ¿te encuentras bien?

Hale alzó la barbilla de Lea para que le mirara. Esta trató de asentir.

—Ya tienes lo que querías, ahora deja que nos vayamos. —No esperó al visto bueno del alcalde. Se levantó y rodeó la espalda de Lea para compensar el peso y ayudarla a caminar, pues había percibido la inestabilidad de su postura y supuso que no estaría en condiciones de moverse con agilidad por sí misma.

—Quedas avisado.

El sol se escondía entre el arrebol de las nubes mientras Hale recorría el desolador barrio en construcción con la firme promesa en mente de alejar a aquella chica de su vida para siempre.

*

Después de pasarse por una cafetería y obligar a Lea a beber dos cafés cargados, obviando los juicios de valor de aquellos que lo responsabilizan del estado inestable de una chica bastante más joven que él, la subió a un taxi de regreso a su piso. La bienvenida al despacho sin Carl en la entrada del edificio y los golpetazos de la cabeza de su perro contra la pierna reclamando caricias reactivaron su alarma interna.

Con la mano sobre el arma, se adentró en el vestíbulo y se desplazó hacia su oficina. A punto de poner la mano en el pomo, se percató de que la puerta no estaba ajustada a la moldura. Habían roto la cerradura.

—Mierda —farfulló entre dientes.

Sacó el arma del estuche y empujó con ella la puerta. Rechinó al abrirse. El caos asolaba su despacho. Deambuló hacia el centro de la estancia observando los destrozos que se desperdigaban por el suelo. Su escritorio y la hilera de cajones estaban completamente revueltos. Los archivadores con los expedientes de sus clientes habían sido forzados. Bajo la suela de sus zapatos había notas y fotografías al azar. De pronto se sintió terriblemente cansado.

Vagó hacia el escritorio y se apoyó en el borde. Con toda seguridad, la persona que había allanado su oficina estaba involucrada en el caso de Macie Blossom. No tenía entre manos ningún otro caso abierto, y la idea de que a algún afectado por los asuntos de sus antiguos clientes le hubiera dado por tomar represalias contra él ni siquiera le resultaba factible. Lo que no tenía claro era si estaba ante otra de las advertencias del prestigioso alcalde de Nueva York o si pertenecía a otro de los sospechosos que quería pararle los pies.

Fuera cual fuese la alternativa que escogiera, concluía que estaba bien jodido.

—Por todos los santos, Hale, ¿qué coño ha pasado aquí?

El jefe Fitz entró a la oficina con los ojos muy abiertos.

—Y yo que me dejaba caer por tu despacho para ver cómo te iba con tu alumna y me encuentro con un cambio de decoración de última hora.

—Ya... —Hale torció la boca—. Pienso dispararle en el culo al interiorista que se ha encargado del arreglo. El diseño no me gusta.

Fitz no reprimió las risas.

—¿En qué lío andas metido? —inquirió sorteando los papeles del suelo de camino a Hale—. Parece peligroso.

—Más de lo que imaginaba —se sumó a su impresión—. Pero ya debes de estar al tanto. —Dispuso sobre él una mirada indagadora—. El rector de esta ciudad ha puesto una diana en mi frente.

—Ya, en cuanto a eso... Mira, Hale, no te voy a mentir. Te han preparado una bonita guillotina si te pillan fisgando en el caso de esa chica. Como tú dices, las órdenes vienen de arriba. Tengo las manos atadas. Peeero —alargó la palabra— es posible que, de vez en cuando, a mí y a los oficiales bajo mi mando nos caiga un rayo divino y nos olvidemos de tu existencia.

—Gracias por el aviso.

—Zev te tiene respeto. —Hale lo miró de refilón perfilando una sonrisa bravucona—. ¡Que sí, joder! Y te odia desde que te follaste a su mujer.

—Exmujer —corrigió.

—¡Un tecnicismo! Para ese hombre era suya.

Hale se encogió de hombros.

—Si su ego ya estaba machacado porque no le lamieras los pies, con lo de Helena te llevaste el broche de oro.

—¿Qué haces aquí, Fitz? —inquirió con tedio, desviando el tema—. Si querías agradecerme el que aceptara soportar a la detective novata me podías haber telefoneado.

—Pero entonces no podría haberte hecho entrega de esto.

Fitz abrió el maletín y sacó un estuche negro de cuero artificial. Lo puso encima de la mesa.

—¡Ábrelo, venga!

Hale torció el gesto al descubrir el Rolex que descansaba sobre un cojín ámbar.

—Te ha tenido que costar un ojo de la cara —valoró con expresión neutra—. Aprecio que gastes tu aumento de sueldo en mí, pero no hacía falta.

—Claro que sí, ¡te he asignado la labor de profesor por la cara! Te debo una, y con esto el contador está de nuevo a cero. Quítate la reliquia que llevas puesta y hazme el favor de lucir un buen reloj.

Ante la vista del jefe Fitz, Hale se ajustó la correa de acero del Rolex a la muñeca. De pronto sintió una breve pero intensa descarga eléctrica recorriéndole el brazo. A los segundos se transformó en un hormigueo. Movió los dedos, extrañado.

El sonido de unos nudillos en la madera de la puerta reemplazó la atención de Hale de su brazo al hombre que entraba con la misma expresión atónita que había vestido el jefe Fitz. A diferencia de este, ni siquiera se molestó en preguntar.

—Tú y yo tenemos que hablar —dijo Taegan.

—Sin problemas, yo ya me marchaba —se despidió Fitz franqueando al inspector de camino a la salida—. Ten cuidado, Hale. Estamos en contacto.

Cuando estuvieron a solas, Taegan se apoltronó en una de las sillas que había recogido del suelo. Clavó sus ojos de un negro púrpura en Hale.

—Tenemos un grave problema.

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