Muñeco
Estaba realmente harto.
Ese era el único pensamiento que revoloteaba en la cabeza de Seto Kaiba mientras se acurrucaba medio enfurruñado en su cálido e invernal abrigo blanco de marca.
—Eres un scrooge, Kaiba
Casi podía oír la voz del perro y su amigo mono, quejándose de su actitud frente a la época decembrina, dos años atrás.
Agitó la cabeza. Lo último que quería tener en sus pensamientos en ese momento era a Wheeler, o realmente tendría mal humor.
Pero no era por los idiotas que caminaban por la calle con ridículos gorros de Santa o diademas con cornamentas de renos.
Ni era por ver cadenetas, luces y muérdagos en cada calle, mientras su limusina lo llevaba a Kaiba Corp.
No era por el penetrante y constante aroma a chocolate, malvaviscos y galletas de jengibre en el frío aire invernal.
Nop.
Seto Kaiba había aprendido a tolerar eso desde hacía ya mucho tiempo, en especial porque su hermano Mokuba adoraba encargarse de las decoraciones de la mansión en esta época del año.
—Buenos días, señor Kaiba —le saludaban educadamente todos los trabajadores a su paso, y si bien no se dignaba a responder, cuando menos hacía un gesto con la mano a modo de corresponder.
Es que incluso había permitido pequeñas y discretas decoraciones dentro del edificio de su compañía.
Miró de soslayo el pequeño arbolito blanco con luces sobre el escritorio de su secretaria y asistente personal, justo afuera de su oficina en el último piso.
—Mokuba no vendrá hoy —le dijo a la mujer, mientras tomaba una carpeta que está le tendía con la agenda de ese día —así que nadie está autorizado a entrar sin cita previa.
La mujer arqueó una ceja, bajando ligeramente sus lentes de media luna para mirar a su jefe — ¿nadie, señor Kaiba? —repitió, entonando la voz.
El castaño torció el gesto muy ligeramente de forma fugaz, pero movió su mano en un ademán desinteresado, negándose a decir otra palabra. Aquella mujer conocía bien las excepciones —Que nadie me moleste a menos que sea importante —sentenció antes de adentrarse en su oficina y ponerse a trabajar.
En pocos días tenía que estar lista la nueva publicidad.
Kaibaland estaba por abrir una nueva atracción por motivo de la temporada.
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.
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Cuando pasaban de las dos de la tarde, aquel sábado, su estómago le recordó amablemente que se había saltado la hora de almorzar.
Pidió un café, que se le fue llevado inmediatamente, y un almuerzo de un prestigioso restaurante al azar de su selecta lista.
Le importaba un comino que fuera hora pico y tres cuartos de los trabajadores de la ciudad estuvieran saliendo de sus jornadas, su comida tenía que ser traída en no más de diez minutos.
Y entonces llegó el problema.
Cuando su mente dejó de lado planos, ideas y todas las responsabilidades de su trabajo, y se acomodó en su enorme silla presidencial a disfrutar de su café... la fastidiosa melodía volvió a su cabeza.
Maldita la hora en que aceptó sentarse con Mokuba a ver esa insulsa película de Disney hasta quedarse dormidos.
Y, maldita sea, ¿Cómo fue a gustarle a su hermano esa cancioncilla?
Habían pasado doce minutos y estaba listo para despedir a alguien porque su comida no había llegado, cuando la puerta de su oficina se abrió sin más, dejando paso a una jovencita albina enfundada en un elegante abrigo color celeste que contrastaba bellamente con sus relucientes ojos rojizos.
— ¿Por qué no me sorprende que estés almorzando después de hora? —dijo de primeras la chica, caminando con firmeza y elegancia hacia el CEO, haciendo repiquetear ligeramente el pequeño tacón de sus zapatillas en el Inmaculado piso pulido. Miró con una sonrisa de resignación al castaño y negó con la cabeza divertida, dejando sobre el amplio escritorio, el empaque con el almuerzo que había ordenado.
—Rose —la nombró, con cierta calidez en su voz, olvidándose de cualquier otra cosa que tuviera en mente al ver a su bella rosa de invierno frente a él.
Sin decir otra palabra, el castaño se levantó de su lugar para rodear el escritorio de caoba y deslizar sus brazos por la cintura de la albina, entre la ligera abertura del abrigo, sintiendo el agradable calor de su piel, aún por sobre el suéter que ella vestía.
La unión de labios y el calor que aquella acción generó, fue gustosamente recibido por ambos jóvenes.
Rose se abrazó al cuello masculino con gusto de estar entre los brazos de su pareja, mientras sus labios eran consentidos por la lengua ajena.
—Come, anda —le dijo ella, risueña, separándose de sus labios al escuchar el atenuado gruñir de su estómago —tengo reservaciones para un show en un par de horas en el Teatro de Dómino. Pasaremos por Mokuba —explicó, guiñándole un ojo.
Seto gruñó ligeramente ante lo dicho, nunca antes había dejado que alguien dirigiera su tiempo o actividades, pero era tan grato como sorprendente descubrir que le gustaba eso de Rose, ella le hablaba sin titubear, como un igual, e imponía presencia casi igual que él, la diferencia estaba en que ella era tan cálida y sonriente como directa y firme.
Y eso, la verdad fuese dicha, le fascinaba al CEO.
La albina se sentó sobre el escritorio, sacando su teléfono mientras Seto volvió a sentarse para comer.
Estaba disfrutando los primeros bocados de su carne de cordero bien cocido cuando una particular melodía lo distrajo. Sus ojos volaron al celular de Rose. No se escuchaba la letra y había sido tan solo cuatros segundos hasta que la albina contestara la llamada de su amiga, preguntando si había llegado bien a la oficina de su pareja, pero Seto estaba casi seguro de que era esa cancioncita.
Lo dejó pasar cuando su novia bajó de su escritorio y caminó distraídamente hacia el enorme ventanal que hacía de una pared en su oficina, hablando sobre la nueva colección de invierno de una marca que no escuchó.
Prefirió terminar su comida.
Al terminar, entró al baño anexo de su oficina para cepillar sus dientes y revisar que toda su ropa -y su apariencia en general- estuviera impecable.
Al salir, Rose por fin había cortado la llamada.
— ¿Nos vamos entonces? —comentó Seto, ofreciéndole un brazo.
Rose soltó una risilla y se prendió de la extremidad ofrecida, apegándose al cuerpo de su novio para salir de la oficina.
Un pequeño intercambio de palabras con su secretaria y Seto los condujo hasta el parqueadero subterráneo, descartando a su chófer de limusina con un mensaje, para subir a uno de los autos que tenía allí, un convertible de última modelo, de un prístino color plateado brillante.
Rose, sentada a su lado en el copiloto, le dio un rápido beso en los labios antes de que el castaño encendiera el vehículo.
Y una vez más, su teléfono sonó. Esta vez no le dio importancia al notar que era un mensaje publicitario, sin embargo no pudo resistir el impulso de cantar por lo bajo la canción que recientemente había colocado de tono.
¿Y si hacemos un muñeco?
Ven, vamos a jugar!
Canturreó ella distraídamente, hasta que el auto, apunto de salir del subterráneo, frenó de golpe, lo que la hizo saltar en su asiento y agradecer mentalmente el cinturón de seguridad.
— ¿Seto? —tuvo que preguntar, al ver como su novio bajaba la cabeza a estrellar su frente contra el volante.
La muy confundida albina no pudo entender bien los murmullos quejumbrosos de "no esa maldita canción, por favor"
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