Perdí la noción del tiempo de cuántos había matado hasta ahora. Sus voces, sus gritos y sus cuerpos; restos de vida que arrebaté.

Todas esas ideas e impulsos empezaron a hacerse eco en mi cabeza después del accidente, aunque, a veces, tenía la sensación como si más bien alguien controlara mis movimientos y determinara mi futuro. Incluso diría que más de una vez me había parecido ver que alguien me observaba y hablaba mientras hacía mi vida. ¿Estaría volviéndome loco?

Siempre tenía el mismo sistema, me ponía unos guantes cuando había ganado la confianza de la víctima, les ponía un medicamento y esperaba a que hiciera efecto en su organismo. Luego, preparaba la escena para que pareciera un suicidio y abandonaba el lugar. Hacía ya tiempo que me había deshecho de mi móvil para que no me pudieran relacionar con los casos que ascendían más y más cada dos días.

Cada noche que regresaba a casa, tachaba las personas de las que ya me había encargado y, de un momento a otro, se escribían más nombres de personas. Cosas como esas eran las que me hacían plantearme si no era una mano de dios la que decidía mi destino y sentencia.

Me aproximé al espejo. Cuando mi cara se reflectaba, siempre por detrás me acompañaban los fantasmas a los que había matado, o, quizás, se trataba de mi remordimiento.

Siempre iba con la misma cara de cansancio, como si hiciera tiempo que mi vida se había esfumado. Mi barba de una semana y mi cabello claro despeinado indicaba que llevaba días sin dedicarme a mí mismo. Lo mismo se podría decir de mi ropa holgada desarreglada y algo arrugada.

Escuché el sonido de un documento abrirse y una cara humana del tamaño de un gigante apareció desde el cielo. Se oyeron las teclas y conforme escribía algo, mi conciencia se desvaneció y quedé a su merced.