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XXIII.

Recuperé la conciencia cuando mi cuerpo chocó brutalmente y sin ceremonias contra el suelo de lo que parecía una furgoneta. Quise debatirme, ver qué iba a hacer Carin conmigo, pero tenía el cuerpo entumecido, además de tener aún en mis fosas nasales el fuerte olor dulzón y náuseas. El interior de la camioneta estaba completamente a oscuras, así que no tenía ni idea de hacia dónde nos dirigíamos exactamente.

Me encogí sobre mí misma y me rodeé las piernas con los brazos. Pensé en la forma en la que la manada de Chase había matado y el mero recuerdo hizo que el estómago se me contrajera. Se me subió la bilis a la garganta cuando comprendí que, dentro de poco, iba a terminar como él.

Las lágrimas volvieron a caer sobre mis mejillas mientras me imaginaba el dolor que tendría toda mi familia al encontrar mi cadáver. Quizá mi madre tuviera pruebas suficientes para acusar a la manada de Chase sobre el asesinato de mi padre y el mío. Esperaba que el Consejo les hicieran pagar todo el daño que habían causado a nuestra familia y probaran de su propia medicina.

Sorbí sonoramente por la nariz mientras me secaba con rabia las mejillas. No iba a permitir que ninguno de ellos me viera llorar; además, opondría toda la fuerza que estuviera a mi alcance para importunarles: no iba a morir sin hacer nada. Mi padre había intentado razonar con ellos y no le había funcionado, yo no iba a caer en el mismo error. Me revolvería y pegaría los golpes que fueran necesarios antes de que Kai o Carin decidieran que había llegado mi hora.

Se oyó un gruñido en el fondo de la camioneta y me sobresalté. Quizá hubieran decidido traerse a Kyle para evitar dejar alguna prueba que pudiera inculparlos; Kyle podría alegar que nos había visto a Chase y a mí discutiendo antes de que Chase le hubiera dado un puñetazo que lo hubiera dejado inconsciente.

Me puse a cuatro patas, intentando tantear y buscar algo con lo que poder ver mejor.

-¿Kyle? –pregunté con voz trémula, en voz baja.

Una risa ronca surgió desde la oscuridad.

-No puedo creer que me compares con ese idiota, Maria –comentó.

Torcí los labios en una mueca cuando comprendí quién estaba allí y que descolocaba por completo mi teoría sobre Kai y los suyos.

Era Lay con quien estaba encerrada en esa furgoneta. Pero ¿por qué? ¿Qué pintaba Lay en todo aquello? Porque, si él estaba allí, significaba que Carin o ninguno de los miembros de la manada podía haber ideado mi secuestro.

-Me llamo Mina –declaré, con enfado.

-Ya lo sé –me respondió él, desde la oscuridad-. Pero me gusta ver cómo te enfadas. Hace que tu olor se intensifique, si sabes a qué me refiero.

De saber dónde se encontraba, le hubiera dado un buen golpe. El hecho de que supiera cuál era mi nombre desde el principio y que siempre se hubiera equivocado a propósito me hizo preguntarme hasta dónde más sabría. Lay era el mejor amigo de Chase dentro de la manada, era incluso un hermano para él.

Pensar en Chase y en que tenía a otro de los asesinos de mi padre hizo que hirviera de ira, pero decidí controlarme. Tenía cosas más importantes en las que pensar en aquel momento. Como, por ejemplo, quién me había secuestrado y por qué lo había hecho.

Me volví a sentar en la esquina más alejada y volví a rodearme las piernas con los brazos.

-¿Qué haces tú aquí? –le pregunté, de malos modos.

-Lo mismo podría preguntarte yo a ti –me respondió con mucha más educación Lay.

Se oyó un tintineo parecido al que emitían las cadenas y un quejido de dolor por parte de Lay.

-Malditas cadenas –masculló Lay, provocando que sonaran más las cadenas.

Se oyeron varias voces fuera y algunas de ellas parecían realmente enfadadas. Un segundo después, fui impulsada hacia delante tras ponerse en marcha la furgoneta; aterricé sobre las palmas de las manos, raspándomelas. No quería ni imaginarme cómo iba a terminar el vestido.

-Cuidado, preciosa –me advirtió, con un timbre jocoso-. No queremos que te pase nada. No aguantaría un Chase enfadado, es bastante bruto y tardaría bastantes semanas en recuperarme.

Fruncí el ceño ante la broma de Lay.

El traqueteo de la furgoneta tampoco ayudaba mucho. Me apoyé contra la mugrienta pared del vehículo e intenté mantener el equilibrio mientras Lay no paraba de moverse de un lado a otro, haciendo resonar sus cadenas. Era exasperante.

-¿Podrías dejar de moverte? –le pregunté, con frialdad-. Intento descubrir qué estamos haciendo aquí –mentí y lo cierto es que quería que parara porque estaba empezando a ponerme dolor de cabeza.

Lay las hizo resonar una última vez.

-Es plata –me respondió-. Y la plata y los licántropos no somos amigos, precisamente.

Abrí la boca para responderle algo, pero me abstuve.

El resto del viaje nos mantuvimos los dos en silencio, con los oídos bien atentos a cualquier detalle que pudiera darnos alguna pista sobre qué hacíamos allí o sobre nuestros captores. De vez en cuando oíamos alguna imprecación proveniente de un hombre, quizá de nuestra edad, y, un segundo después, la furgoneta daba un frenazo.

-No tienen ni puta idea de conducir –se quejó Lay, cuando oí que se chocaba contra una de las paredes de la furgoneta.

No sé cuánto tiempo duró el viaje pero, al detenernos, volví a caer de bruces contra el suelo, raspándome en esta ocasión, además, las rodillas. No pude estar más de acuerdo con lo que había dicho Lay sobre las aptitudes que nuestros captores tenían sobre conducir: eran pésimos.

Se oyó ruido fuera, sonidos de puertas abriéndose y cerrándose y gritos enfadados que no paraban de dar órdenes. No pude reconocer ninguna de las voces.

-¡Id a por esos dos y no os olvidéis de cubrirles las cabezas! –gritó una autoritaria voz masculina.

Alguien comenzó a manipular la puerta de la furgoneta y Lay soltó una imprecación mientras intentaba deshacerse inútilmente de las cadenas, provocando que el sonido fuera insoportable. Cerré los ojos y me llevé las manos a los oídos, intentando protegerlos de ese ruido tan molesto.

Cuando intenté abrir los ojos, me topé con una oscuridad absoluta: me habían puesto algún tipo de funda negra en la cabeza, impidiéndome ver cualquier cosa. Después, me pusieron algo sobre las muñecas y tiraron de mí para que bajara de la furgoneta.

Tropecé y alguien me sujetó antes de que me estampara contra el suelo. ¿Cómo querían que pudiera andar correctamente con esos zapatos que llevaba? Alguien debió pensar en lo mismo que yo porque unas manos recorrieron mis tobillos, quitándome con suavidad los zapatos. A mi espalda pude oír los gritos e insultos que profería Lay mientras avanzaba pesadamente tras de mí.

Las piedrecitas se me clavaban en las plantas de los pies, haciéndome pequeños cortes que eran más que dolorosos, molestos. Alguien había colocado una mano en la parte baja de mi espalda y me conducía a ciegas por un sitio que no tenía ni idea.

La frialdad del suelo hizo que me estremeciera: habíamos debido pasar a algún tipo de edificación y, me apostaría, que era una nave. En Blackstone no era extraño que los negocios tuvieran naves industriales para guardar su mercancía y éstas estaban situadas en las afueras del pueblo.

Recordé que llevaba el móvil metido en el sujetador, una técnica que Caroline nos había comentado que usaba cuando salía por las noches cuando se iba de vacaciones y que resultaba bastante útil. Además, para mi suerte, lo tenía en silencio.

Tenía una oportunidad, si no me lo descubrían antes, de poder avisar a alguien para que supieran que estaba atrapada y que no me había ido por propia voluntad.

Alguien abrió una puerta de un golpe y me empujaron hacia dentro, al igual que Lay, que empezó a despotricar a gritos.

Parpadeé cuando la luz de una lámpara me incidió de lleno a los ojos, llenándomelos de lágrimas ante su fuerza. Vi que Lay estaba encadenado al fondo de la habitación, encogido sobre sí mismo.

Sentí un poco de pena por él.

Lay levantó un poco la cabeza, no sin cierto esfuerzo, y me observó con un brillo de ironía en sus ojos castaños.

-Me gusta tu vestido, muy propio para la ocasión, ¿eh? –bromeó.

Le respondí con una sonrisa mordaz. Estábamos encerrados en lo que parecía ser una habitación con un mobiliario bastante precario: había una desvencijada cama de hierro con la pintura descascarillada en un rincón; en una de las esquina había una vieja cómoda blanca y, al fondo, una mesa con varias sillas.

La habitación, posiblemente, estaba destinada a usarse en contadas ocasiones. Y no muy a menudo.

-Tenemos que salir de aquí como sea –dije para mí misma, dándome un par de golpecitos en la frente.

-Eres una máquina de decir obviedades, ¿lo sabías? –respondió a mi espalda la voz de Lay-. Pero, para que no se te quemen más neuronas de las que tienes, te diré que no tendremos ni una oportunidad si –hizo sonar sus cadenas- no me sueltas. Estas cadenas son lo único que se nos interpone entre la libertad.

-¿Y qué garantías tengo de que no me vayas… no sé, matar o algo peor? –pregunté, fulminándolo con la mirada.

Lay entrecerró los ojos y me estudió en silencio, como un depredador lo hace con su presa antes de abalanzarse sobre ella para devorarla.

-Presupongo con ello que Chase no ha podido resistirse la tentación de contártelo todo después de un largo período depresivo en el que, me temí, que nos volviera locos a todos –respondió Lay, sin contestar del todo a mi pregunta-. Pero, respondiendo a tu pregunta, no. No voy a matarte. No me conviene, ¿sabes?

Recordé mi móvil y me di la vuelta para que Lay no viera cómo me lo sacaba del interior del sujetador. A mi espalda, Lay había comenzado a tirar de nuevo de las cadenas: se me parecía a un niño pequeño al que se le moviera un diente y, por pura inercia, estuviera todo el día tocándolo con la lengua.

Me giré de nuevo hacia Lay, blandiendo el móvil como si tuviera entre las manos la joya más cara e impresionante del universo. Cuando Lay vio el móvil dejó las cadenas quietas y me dirigió una sonrisa satisfecha.

-Eres más lista que Lorie Ross –me dijo a modo de felicitación, pero no me lo tomé como tal. No viniendo de Layton Pryde-. Vamos, preciosa, marca un número cualquiera y ¡llama de una vez! –me apremió.

Busqué el primer número que tenía en la agenda que podía serme de utilidad y recé para que funcionara. Lay había enmudecido y me observaba con un brillo de impaciencia en sus ojos castaños. Me hubiera gustado gritarle que yo estaba igual de nerviosa que él y deseando que me sacaran de allí.

Comencé a pasearme por toda la habitación mientras esperaba que el teléfono emitiera el típico sonido de la línea. Lo que sucedió a continuación me dejó helada y sin saber qué hacer más.

No hay cobertura, inténtelo de nuevo más tarde.

Lay soltó un gruñido de frustración y golpeó la pared con furia. Yo me quedé mirando la pantalla del móvil, incapaz de creerme que tuviera tan mala suerte. Intenté probarlo más veces, sin resultado alguno.

Hundí los hombros y escondí el móvil en la cómoda, bajo una pila de prendas que olían a viejo y a cerrado. Lay tampoco parecía muy animado: había agachado la cabeza y jugaba con los eslabones de la cadena.

Sin la opción del móvil, ¿qué más nos quedaba? Estábamos atrapados y sin que nadie supiera que nos encontrábamos allí, encerrados. A la espera de que nuestros captores hicieran acto de presencia y nos dijeran qué nos deparaba el futuro.

-Tienes que quitarme las cadenas –masculló Lay-. Es nuestra última oportunidad.

Me dejé caer sobre la cama, que chirrió, y apoyé la barbilla sobre mis manos, observando las cadenas que mantenían sujeto a Lay en la pared. Que yo supiera, en ninguna nave industrial como en la que nos encontrábamos habían cadenas ancladas a la pared: aquello debería haberse añadido posteriormente.

Alguien tenía planeado desde hace tiempo este secuestro. Pero ¿para qué? ¿Qué podrían tener de interesante juntar a una cazadora que no tenía preparación alguna y un licántropo? A no ser que quisieran montar un circo romano moderno no encontraba ninguna solución viable a la pregunta que me había planteado.

-Aquí no hay nada que pueda usar para quitarte eso –me quejé, señalando con la cabeza sus cadenas.

-Usa tu imaginación –me sugirió Lay-. Chase me ha comentado que eres una estudiante brillante…

-¿Hay algo que no te haya comentado Chase sobre mí? –le corté, malhumorada.

-Sí. Que tenías mal genio –respondió, con sorna.

Abrí la boca para responderle cuando la puerta chocó contra la pared con un golpe muy fuerte. Adam y Eric, los nuevos alumnos que se habían mudado al pueblo, aparecieron en la puerta, vestidos por completo de negro, y mirando a Lay con desprecio.

No entendía qué tenían que ver ellos dos en todo esto.

-¿Has visto –se burló Eric, dándole un codazo amistoso a Adam- que el lobo no es tan mordedor? Mucho ladra, pero poco muerde.

-Quítame las cadenas y lo comprobaremos, Helbert –le provocó Lay.

-No tardaremos mucho, licántropo –repuso Adam-. Pero antes tenemos algo que hacer.

Eric se frotó las manos con avaricia.

-Va a ser prometedor, eso os lo puedo asegurar.

Los miré, entrecerrando los ojos. Intentaba averiguar qué pintaban esos dos en todo aquello, pero no encontraba ningún motivo o razón aparente.

Lo único que sabía era que conocían la existencia de los licántropos.

Quizá fueran unos maniáticos de las criaturas paranormales.

-Sigo sin entender qué interés podéis tener en nosotros –dije.

Eric  me dirigió una sonrisa cargada de frialdad. Ese chico realmente imponía con su constitución de armario y su pelo rubio platino.

Sus ojos azules me estudiaron con curiosidad, como si fuera un objeto expuesto en cualquier museo.

-Vosotros sois el cebo –declaró, sin ninguna emoción-. ¿Qué mejor cebo que una compañera y un miembro de la manada?

-Maldito hijo de puta… -masculló Lay, removiéndose-. ¡No conseguiréis nada con eso! Chase no caerá en la trampa tan estúpida como ésta…

Adam se apoyó en el marco de la puerta, con un gesto divertido.

-¿Y por qué piensas eso, licántropo? Tenemos dos de las personas más importantes para él. No creo que dude mucho en venir aquí a por vosotros. Algo que os caracteriza, lobo, es el sentimiento de nobleza que tenéis hacia vuestra manada y compañeras.

-¿Sabe el Consejo que sois cazadores? –inquirió entonces Lay, ante mi sorpresa-. Porque os meteréis en un buen lío de lo contrario…

Eric se echó a reír entre dientes.

-Para cuando vuestro querido Consejo se dé cuenta de lo que ha sucedido aquí, nosotros ya estaremos lejos –le aseguró Adam, con convicción.

Una lucecita se encendió en mi cabeza: habían llegado doce chicos nuevos al pueblo, el mismo número que licántropos jóvenes había en el instituto. Aquello no podía ser una simple coincidencia, algo tenían pensado hacer con los licántropos y, me apostaba el cuello, que no tenía nada que ver con comprobar si se habían adaptado bien a la vida en comunidad. Me quedé sorprendida y dolida de descubrir que las gemelas Fisher eran cazadoras y que se habían acercado a nosotras para averiguar más cosas sobre nosotros. Nos habían estado estudiando para aprender más datos y cosas que poder usar a su favor.

Pero habían fallado en algo: mi relación con Chase. Habían llegado tarde porque entre nosotros no quedaba nada; de haber querido hacer algo, tendrían que haber secuestrado a Lorie, no a mí.

Se me escapó una risotada que provocó que todo el mundo me mirara como si hubiera perdido la cabeza.

Negué con la cabeza varias veces, divertida.

-Os habéis equivocado en algo –dije, sonriendo-. Chase y yo no tenemos nada. No podemos vernos siquiera. Tendríais que haber ido a por Lorie. Yo os soy inútil.

Adam esbozó otra sonrisa de suficiencia, como si hubiera averiguado algo antes que yo.

-Entonces, ¿por qué no nos explicas a qué se debe esa marca que tienes en la clavícula y que se ajusta perfectamente a las marcas que dejan los licántropos a sus compañeras para evitar que otros lobos intenten cortejarlas?

Su pregunta me dejó sin posible defensa y la marca comenzó a quemarme como si lo tuviera en carne viva. Por el rabillo del ojo vi que Lay negaba con la cabeza, como si se hubiera esperado ese momento desde que nos habían traído hasta allí.

Mi silencio fue  más esclarecedor que de haber respondido cualquier mentira que me hubieran desmontado en un segundo.

-¿Ves? –se regodeó Eric, disfrutando de la situación-. Puede que vuestros cálculos sobre emparejar os hayan fallado, pero está bastante claro que esta chica es la compañera de un licántropo.

-Pero antes del gran momento que le tenemos reservado, queremos haceros un pequeño obsequio –prosiguió Adam-. Nosotros somos un grupo de cazadores que aceptamos ciertos encargos especiales. Y, cuando nos hicieron un nuevo encargo que nos trajo hasta aquí, indagamos sobre nuestro cliente y averiguamos un par de cosas bastante interesantes.

La risita de Eric me sacó de mis casillas pero me quedé sentada sobre la cama, aguardando pacientemente y absorbiendo cualquier tipo de detalle que en un futuro pudiera serme de utilidad.

Adam chasqueó los dedos y un chico que conocía de vista del instituto entró en la habitación y dejó un proyector sobre la desvencijada mesa, saliendo de la habitación con la misma celeridad con la que había entrado y cerrando la puerta tras él.

-Esperamos que os guste la película –se burló Eric-. Es de lo más esclarecedora.

Se oyó el sonido del proyector rebobinando y Adam apagó la luz. En la pared que teníamos enfrente se convirtió en una improvisada pantalla; la pared nos mostró un despacho y un hombre mayor que estaba sentado tras un escritorio. Tenía un poblado bigote y parecía seguro de sí mismo.

Su rostro me recordaba a alguien, pero era incapaz de recordarlo. Pero sabía que me era muy familiar.

-Bien, señor, me gustaría que nos explicara los motivos que le han empujado a acudir a nosotros –dijo la voz de Adam en la grabación-. Usted también es cazador, ¿no?

El hombro asintió con rotundidad.

-Desde siempre he pensado que los licántropos eran una plaga para la humanidad –empezó, con una voz atronadora-. E intentado de todas las maneras que me eran posibles hacer comprender a mis compañeros de hermandad que tenemos que deshacernos de ellos, pero uno de ellos parece estar seguro de que son capaces de adaptarse al mundo.

»Aquí, en Blackstone, hemos acogido a varias familias de licántropos para que pudieran establecerse y vivir como parte de la comunidad. Todo esto fue idea de la familia Seling, que se empeñó en el pasado hasta que lo consiguió.

Me sorprendió que aquel hombre mencionara el nombre de mi familia con ese desagrado. La familia de mi padre había conseguido que los licántropos pudieran vivir en tranquilidad junto al resto de vecinos de Blackstone, les había dado una oportunidad para que pudieran vivir mejor. ¿Acaso no era buena y beneficiosa acción para todos?

La voz de Adam volvió a sonar:

-¿Qué me puede decir de las muertes de un miembro de la manada y, además, del Consejo y, un año después, de otro cazador también miembro del Consejo? Es bastante sospechoso.

El hombre se echó a reír, provocando que todas sus carnes se movieran de un lado a otro. Cada vez se me asemejaba más a una morsa.

-Lo cierto, querido compañero, es que tengo la respuesta a la primera pregunta y conjeturas respecto a la segunda –respondió en tono misterioso.

Estaba disfrutando de aquella entrevista y de aquella pregunta. Es como si hubiera esperado desde el principio que se la hubiera hecho en primer lugar. Ese hombre era una persona que anhelaba la atención y el poder.

Era una persona horrible y desagradable.

-Señor Monroe, ¿qué quiere decir con eso? –preguntó la voz de Adam.

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