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C4: Cadenas de Decisiones

Tan pronto como crucé la puerta del castillo, los guardias me escoltaron sin decir palabra hasta el salón principal, donde sabía que mi padre me esperaba. Al abrir las puertas, lo vi caminando de un lado a otro, su figura tan imponente como siempre. ¿Se había preocupado tanto por mí?

—Padre —dije, haciendo que el alfa se detuviera al escuchar mi voz. Se giró rápidamente hacia mí y vino a mi encuentro con paso firme, abriéndome los brazos para abrazarme.

—Qué bueno que estás bien. ¿Dónde estuviste? —su tono estaba lleno de preocupación.

—Fui al bosque, te lo dije esta mañana antes de ir a la lección con el señor Lee —respondí, intentando tranquilizarlo. Sabía que la distancia y el silencio de la tarde habrían preocupado a mi padre, pero era solo un paseo.

—Perdóname, no te escuché —admitió, y pude ver que no estaba acostumbrado a que yo actuara sin más explicación. Sin embargo, algo me decía que había algo más detrás de su actitud. Caminé hacia Loon y le entregué la espada que había llevado conmigo, tomó la espada sin decir una palabra y, sin más, se retiró.

—Para que Loon haya salido, debes tener algo que decirme —le dije a mi padre, mientras el hombre se retiraba, dejando a mi padre y a mí a solas.

—Así es —respondió él, tomando una de las cartas que había sobre la mesa en el salón. Caminó hacia mí y me entregó un paquete de papeles, con un aire serio y decidido. Al verlas, rápidamente me puse a leer.

—Todas estas cartas vienen de la manada Eurus —dijo mi padre, mientras yo seguía leyendo, mis ojos buscando cualquier detalle relevante.

—De los herederos Min, por lo que veo... —murmuré, sin dejar de leer. Pero entonces encontré una carta que me llamó especialmente la atención. La firma en ella decía "Min Taewook".

—Esa carta es del alfa varón de los Min —comentó mi padre, sin dejar de observarme. Levanté la vista de la carta para encontrarlo sonriendo, pero esa sonrisa me pareció extraña, como si guardara algo más que una simple satisfacción. ¿Qué tenía de especial esta carta? —Él es tu comprometido.

—¿Qué? —mi mente se detuvo al instante. Fue como si me hubiera golpeado una ola de confusión y rabia al mismo tiempo. —¡Eso no puede ser cierto! —mi voz salió más fuerte de lo que esperaba. Mi padre frunció el ceño ante mi reacción, y su sonrisa desapareció casi al instante.

—¿Por qué no? —su tono había cambiado por completo, volviéndose firme, incluso algo molesto. —Soy tu padre, y es mi deber asegurarme de que tomes las mejores decisiones.

—¿En qué beneficia esto? ¡Ni siquiera lo conozco! —exclamé, sintiendo cómo la frustración se acumulaba dentro de mí. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué no podía tomar mis propias decisiones?

—Ya habrá tiempo para que lo conozcas —dijo mi padre, sin inmutarse. —Él ya está de camino a Red.

—¿En serio? —mi voz se elevó, claramente indignada. —¡Ya lo tenías todo planeado, ¿no es así?!

—¡SUFICIENTE! —su voz retumbó en el salón, y el aire se volvió tenso al instante. Fue como si toda la habitación se hubiese congelado. Retrocedí por el impacto de su autoridad. No entendía cómo, ni siquiera con los rehenes de otras manadas, él usaba ese tono tan severo.

—No voy a permitir que sigas desafiándome —dijo, su voz más baja pero igualmente fuerte. —Ve a tu habitación, ¡de inmediato!

No supe qué responder. Mis emociones se desbordaron, y sin pensar, dejé escapar una palabra hiriente:

—Creo que hubiera preferido que tú hubieras muerto ese día, y no mi madre. —La frase salió sin filtro, como un veneno que no pude detener a tiempo.

Mi padre no dijo nada. Solo se quedó quieto, mirando con ojos intensos, pero no dijo nada. El silencio llenó el aire y, en un instante, me di cuenta de lo que acababa de decir. Mi corazón latía con fuerza, pero me di la vuelta y salí del salón, dándole un portazo a la puerta.

Rápidamente subí a mi habitación, con las piernas temblorosas por la rabia y la confusión que me embargaban. Cerré la puerta detrás de mí y traté de calmarme, pero el enojo seguía ardiendo dentro de mí. No entendía por qué mi padre había tomado esa decisión sin consultarme, y mucho menos por qué estaba dispuesta a seguir lo que él ordenara sin importar mis sentimientos.

Unos suaves golpecitos se escucharon en la puerta, seguidos del inconfundible aroma a chocolate que me tranquilizaba. Mi nana, Elizabeth, estaba ahí.

—Nana, por favor, quiero estar sola —dije, sin poder controlar el nudo que se formaba en mi garganta. Algunas lágrimas comenzaban a amenazar con caer, pero las apreté para no dejarlas salir.

—Pequeña, no llores —me respondió con suavidad. —Recuerda que eres fuerte, siempre lo has sido.

Pero esas palabras, en ese momento, no hicieron más que incomodarme. ¿Fuerte? ¿Para quién? ¿Para qué? ¿Por qué tenía que ser fuerte todo el tiempo, para encajar en una imagen que no deseaba? Las princesas, las omegas, supuestamente no lloran. Esa estúpida norma que nos han impuesto a lo largo de los siglos, que nos dicen que debemos reprimir todo lo que sentimos para mostrar una imagen perfecta ante los demás. ¿No tenía derecho a ser vulnerable también? Mi madre nunca me enseñó a ser una princesa que solo sonría y se haga la fuerte. Me enseñó a ser libre.

En ese momento, volví a escuchar otros golpecitos, esta vez más firmes. Un aroma familiar se coló en mi habitación: el de mi padre.

—Hija... —dijo él desde afuera, con un tono que mostraba cierta desesperación, como si no supiera cómo abordar lo que había pasado entre nosotros.

—Vete, no quiero verte —respondí, mi voz quebrada por la frustración.

—Lo sé... Pero al menos, ¿puedes escucharme? —su voz no sonaba autoritaria, sino vulnerable, como si no estuviera seguro de lo que había hecho. No le contesté, pero escuché cómo se apoyaba contra la puerta, como si esperara algo. Se quedó en silencio un momento, y luego habló de nuevo. —Sé que estás molesta conmigo por la decisión que tomé, pero solo quiero lo mejor para ti.

Me acerqué a la puerta, impulsada por una necesidad extraña de escuchar lo que iba a decir, pero mi ira me detuvo. Abrí la puerta, solo lo suficiente para poder mirarlo.

—Los humanos siguen atacando manadas... y quizás no tarden en atacarnos de nuevo —dijo, con una seriedad que no podía ignorar. Fue como un golpe de realidad. Las imágenes de los ataques que devastaron nuestra manada hace años regresaron a mi mente, y comprendí lo que estaba en juego.

Las lágrimas que había estado reprimiendo finalmente comenzaron a caer. Mi padre me vio y, aunque no le di permiso, entró en mi habitación. Me abrazó sin decir palabra, y yo, sin pensarlo, lo correspondí, hundiendo mi rostro en su cuello.

—Perdóname —musité, sintiéndome culpable por mis palabras.

—Shh, no tienes nada que perdonarme. No has hecho nada malo —me susurró, acariciando mi cabello.

No quería seguir enojada. Al final, solo deseaba que mi padre no tuviera que cargar con más preocupaciones por mí. Aunque no estaba de acuerdo con sus decisiones, lo abrazaba porque sabía que, de alguna manera, estaba haciendo lo que creía mejor. Y quizás, solo quizás, tenía algo de razón.

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