Capítulo 5
El círculo de sangre estaba pintado minuciosamente en el suelo. Haru había seguido todas las instrucciones al pie de la letra, ya que era lo suficientemente importante como para no cagarla. Ya no estaba en un juego de niños, y tampoco era un hechizo menor.
Había necesitado mucha sangre fresca, y resultaba que habían bastantes gatos callejeros cerca de su bloque de edificios, a los cuales nadie echaría de menos, menos si sólo eran uno o dos. Había vomitado y llorado mientras lo hacía, el matarlos y extraerles la sangre, sin embargo, no había encontrado nada mejor, y por lo menos no era humana. Había necesitado unas cuantas cosas más que había encontrado y que no habían sido tan difíciles de conseguir.
Luego cogió un cuenco y un cuchillo, y se cortó la palma de la mano, que le produjo un dolor aguantable junto a un escozor, que sabía que duraría unas semanas. Se dejó desangrar sobre el cuenco hasta que vio que había suficiente, y se vendó la mano con unas vendas que ya se agotaban. Debería haber comprado ayer, pero con lo hambriento, agotado y temeroso que había estado, se le había olvidado por completo, sin embargo, intentó no convocar ese recuerdo.
Volvió al círculo con el cuenco de sangre y lo dejó en el suelo antes de irse a por un pincel. Sumergiendo el instrumento (que irónicamente solía ser utilizado para producir arte) en la sangre, y sacándolo espeso, empezó a trazar cosas que ni siquiera entendía dentro de aquel círculo, copiando del grimorio hasta que acabó.
Luego puso el diario que había pertenecido a su hermana, un mechón del pelo de ésta y una pincelada de su propia sangre en el único lugar que quedaba limpio en el centro. Se apartó del círculo comprobando que todo estuviese correcto y cogió el grimorio para leerlo.
Había sido durante meses el aprendiz de una bruja que no vivía muy lejos de allí, y ésta le había enseñado lo suficiente de magia como para que pudiera arreglárselas por sí solo. La magia era algo que sus padres nunca habían querido que aprendiese, cosa que consideraba una estupidez, ya que estaba en su sangre, la que ahora estaba derramada por el suelo. Durante un segundo, pudo entender por qué sus padres eran tan recelosos.
Comenzó a leer el hechizo lentamente hasta que el teléfono sonó a dos metros. En un principio, ignoró ese molesto sonido, hasta que empezó a equivocarse al pronunciar las palabras. Suspiró, dejando el grimorio sobre la mesa y cogiendo la llamada que llegaba desde la casa de sus padres.
—¿Sí?
—Soy yo, cariño —dijo la voz de su madre al otro lado.
—Ah, hola mamá.
—Hola, ¿qué tal te va en la universidad? —Cuando escuchó un "Hmm" de su parte preguntó—. ¿Ya tienes exámenes? —Era como si le tuviese que sacar las palabras con sacacorchos.
—Todavía no.
—¿Y qué tal los profesores? —preguntó—. ¿Se portan bien contigo? ¿Y Kyoko? Ya no nos cuentas nada de ella.
—Mamá, basta. Me va bien. Todo está bien. No te hablo de Kyoko porque ya no nos vemos mucho. Le han cambiado al horario de la tarde en su trabajo a medio tiempo —Fue la primera mentira que se le había ocurrido, pero no había sonado mal.
—Está bien, ¿y tus amigos?
—Bien, estudiando, como debería estar haciendo yo.
—Claro, claro. Ya te dejo, en realidad, solo llamaba para decirte que mañana nos vamos a pasar por allí.
—¿Qué? —preguntó sorprendido y asustado.
—Por la tarde. Como es domingo y hace mucho que no te vemos papá y yo... —Él miró su apartamento hecho un maldito desastre y suspiró pensando en todo lo que tendría que trabajar—. Te parece bien, ¿no?
—Por supuesto, mamá. Te echo de menos.
—Y yo a ti. Papá también, aunque no lo diga.
—Y yo a él —Se sentó en el sofá y dijo—. Bueno, tengo que seguir con esto, ¿nos vemos mañana?
—Por supuesto, te quiero.
—Y yo a ti —Y colgó. Dejó el teléfono y cogió de nuevo el grimorio, para recitar esta vez de manera completa el hechizo. De alguna manera, sintió que la traicionaba.
La parada era poco más que una señal puesta a un lado de la carretera.
Habían pedido permiso, diciendo que como de momento no tenían nada que hacer, querían visitar los alrededores, ya que no estaban dispuestos a que por un capricho de ser investigadores por un día no pudiesen tener la gran oportunidad que era ese trabajo.
De momento, no habían hecho nada y aún así les habían dado alojamiento, comida y un pequeño sueldo por los problemas ocasionados, los cuales eran inexistentes. Habían llegado a la parada andando y helados, y Matthieu se había mofado de Olivia diciendo que parecía un esquimal por lo abrigada que iba.
—¿Tardará mucho en llegar? —preguntó Olivia, con un pequeño temblor que no podía evitar.
—Esperemos que no, o estarás hecha un cubito de hielo para entonces —le respondió Matthieu.
—Ja, ja. Muy gracioso.
—Venga, no pienses tanto en el frío, que será peor —le aconsejó dándole una palmada en la cabeza, sobre la capucha.
—No sé cómo lo hacéis —dijo ésta. Aunque los tres iban abrigados, obviamente era ella la que más congelada y abrigada estaba. Ross se encogió de hombros.
—Será que no estamos hechos igual.
—Además tendrías que ser tú la más acostumbrada a este clima —añadió Matthieu.
Olivia suspiró dándoles la razón. Ya debería haber estado acostumbrada. De hecho, aunque Olivia no era la única española del grupo, su hogar no era que estuviera muy lejos tampoco.
Olivia viviendo en Valencia, solo había tenido que pasar por un viaje en coche de algo más de 5 horas, que no era nada a comparación de algunos, que habían cruzado países o incluso continentes para estar allí.
Distraída con la conversación y en su mente, Ross fue el que la avisó al ver el autobús, que con un codazo, avisó también a Matthieu para que se girara y se apartara, ya que estaba en medio de la carretera.
El autobús se detuvo y la puerta se abrió.
—¿Cuánto es? —preguntó Ross.
—1,60€ —le contestó el conductor con una sonrisa agradable.
Ross sacó la billetera a la vez que los demás, y Olivia, viendo que éste no llevaba ni una maldita moneda y que su billete más pequeño era de 20€ suspiró y le dió un billete de cinco al conductor.
—Tres, por favor —Ambos chicos se sorprendieron, Matthieu porque ya tenía listas las monedas y Ross porque había notado que ella lo había hecho por él. El conductor le devolvió lo que sobró y Olivia se lo guardó en el bolsillo del abrigo.
—Gracias, aunque no hacía falta —contestó con una sonrisa Matthieu. Olivia le correspondió la sonrisa—. La vuelta la pago yo. Y tú ya nos invitas a algo otro día —le dijo a Ross.
Aunque Ross pareció avergonzado, no dejó que se le notara —Como queráis —Olivia puso los ojos en blanco. El autobús arrancó mientras ellos se sentaban. Matthieu y Olivia en un lado y al otro Ross.
—¿Está muy lejos el pueblo? —preguntó Ross apoyando su tobillo en el muslo contrario, y sentándose cómodamente en el asiento. Olivia lo admitió en sus adentros, Ross no parecía pegar en un bus que parecía caerse a pedazos en medio de la nada, pero se le veía a gusto.
—A diez minutos —contestó Matthieu.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Olivia esta vez.
—¿Olba, creo?
Olivia sacó el móvil y abrió Google maps, alegrándose sorprendida de tener cobertura. Supuso que no estarían tan lejos de todo como se había imaginado. No tardó en encontrar el pueblecito en la aplicación, y parecía tener un aspecto muy típico, pequeño, antiguo, con casa de piedra y adoquines en las calles. Era a su manera encantador.
—Mirad, tiene un bar —comentó Olivia enseñándoles el símbolo, primero a Matthieu, que había estado observando por la ventanilla, y luego a Ross, que se inclinó para mirarlo—. Podríamos empezar por ahí.
—Me parece bien —afirmó Matthieu.
—Y a mí —Olivia lo miró. Ross estaba distraído mirando por la ventanilla hacia el paisaje, y sus cejas se arquearon con sorpresa cuando vio que metía una mano en el bolsillo y la volvía a sacar, con algo que se metió en la boca.
Olivia no pudo ver qué era ni siquiera 10 minutos después, cuando el autobús se detuvo. Olivia le había dado al botón cuando había visto que su parada era la próxima, y el autobús se había detenido poco después, haciendo que los tres se levantaran de sus asientos.
Se bajaron y contemplaron el lugar, comparándolo con el par de fotos que Olivia les había enseñado desde Google.
—El bar está por aquí —dijo.
Ambos la siguieron.
Las calles estaban entre adoquinadas y asfaltadas, y las casas se turnaban entre edificios de unos 3 o 4 pisos y bajos de piedra. No era un pueblo del todo bonito, debido a la dejadez de éste, de hecho, Olivia los había visto mejores en su localidad, pero tampoco dejó que eso la distrajera, que hiciera que echara de menos su casa.
Caminaron poco, ya que la parada había estado cerca de su destino, pero ninguno tuvo que ver la expresión de Ross para saber que era el lugar en el que menos quería estar. Hacía frío, el paisaje no mejoraba la situación, y por la ausencia de gente en la calle, éste no tuvo mucha esperanza de descubrir nada.
Con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, dijo —Buenas tardes —Había un camarero en la barra.
—Buenas tardes —dijo, con un tono distraído, sorprendido de verlos. Matthieu supuso que no eran los clientes que habría esperado.
El camarero era joven, en sus últimos años de adolescencia o en los primeros de la veintena. Tenía el cabello oscuro, casi negro, y bajo unas oscuras pestañas, los miraban unos ojos verdes. Matthieu no pudo evitar sorprenderse él también. Era atractivo. Y sobre todo joven.
—¿Qué os pongo? —les preguntó cuando se sentaron en la barra, con Olivia en el medio.
—Yo quiero un café, solo —contestó Ross. Olivia arrugó la nariz. No había nada que le gustase menos. De nuevo, Ross sacó la mano del bolsillo con algo entre sus dedos, y esta vez, sí que vio que metía en su boca. Era un osito de gominola.
—Yo un colacao —pidió ella. Ross la miró con una ceja alzada mientras masticaba, y con una mirada, Olivia le desafió a que le dijera algo, sabiendo lo que probablemente había pensado.
Si ella era infantil por pedirse un Cola-Cao, él lo era más por estar comiendo ositos de gominola.
—Yo también quiero un café —dijo Matthieu—, con leche.
—Marchando —dijo. Aparte de ellos tres y el camarero, no había nadie más.
Ross se reclinó en su silla, suspirando. Olivia leyó su expresión.
—Él puede saber algo —susurró.
—Con que sepa hacer un café... —respondió él.
—Perdonad que pregunte, pero, ¿se os ha perdido algo aquí? —preguntó el camarero de espaldas a ellos, girándose para mirarlos—. No creo que sea el lugar preferido de vacaciones —Matthieu rió.
—Qué va, estamos en... ¿le manoir? —preguntó con duda. Tenía un acento francés muy fuerte.
—En Villa Mercé —dijo Olivia—. La casa rural que-
—¡Ah! ¡Esa mansión en el campo! —exclamó al reconocerla—. La verdad es que pensaba que estaba abandonada.
A Ross no le extrañó. Estaba seguro de que la mansión había sido magnífica en su momento, pero después de tantos años, siglos, había ido en decadencia. Por lo menos en su exterior.
—¿Alguna historia de fantasmas? —preguntó Matthieu con una sonrisa amplia mientras les colocaba a cada uno su pedido. Él rió.
—Unas cuantas, ¿quieres oírlas? —le ofreció.
—Todas ellas —respondió—. Siempre me han gustado las historias de terror.
—No puedo decir lo mismo —admitió Olivia mientras removía el colacao en su leche caliente. Siempre que había visto una película de miedo había hecho que esa noche no pudiera dormir.
—¿Y conoces al propietario? —preguntó Ross. Él negó.
—La verdad es que siempre he estado tan interesado en salir de este pueblo, que nunca me he fijado en lo que tiene —razonó.
—Yo también habría querido largarme de haber nacido aquí —admitió Matthieu, sin darse cuenta que estaba siendo descortés.
—¿Eres francés, no? —Matthieu asintió—. ¿Puedo preguntar de dónde?
—Lyon —contestó—. Me gustan las grandes ciudades. Me llamo Matthieu, por cierto.
—Yo soy Lucas... Y algún día, espero vivir en una de esas grandes ciudades, aunque con alguna pequeña también me conformo —Mattheu rió.
Olivia vio a Ross sacando la cartera.
—¿Me cobras? —le pidió—. Quiero dar una vuelta... ver qué hay por aquí.
—¡Ah! Voy contigo —dijo Olivia viendo que Matthieu ya tenía la situación controlada y que si se enteraba de algo se lo contaría—. Me gustaría ver si es un lugar seguro —Y explicó para los demás—. Es que me gusta salir a correr por las mañanas temprano, y no me siento muy segura en un lugar nuevo.
Ross frunció el ceño. En lo que llevaba allí, nunca la había visto salir a correr.
—Ah, sí. Aunque hay zorros, y la mayoría de la gente del pueblo son octogenarios —le dijo Lucas sin darle mucha importancia—. Y lo siento, pero solo efectivo.
Ross sacó un billete de 20 y suspiró, obteniendo por fin algo de cambio.
Se levantó y Olivia lo imitó.
—El siguiente bus sale en 35 minutos —le dijo a Matthieu—. ¿Nos encontramos en la parada a y 25? —Él asintió.
—Os aviso si pasa algo —dijo este.
...
Indira
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