Capítulo 2
Cuando el autobús se detuvo después de 3 horas de trayecto, Lizzie no tardó en bajarse y adentrarse en la ciudad. Se había informado de en dónde bajaría y la distancia que había a su destino, pero aunque había sido la parada más cercana, la última, aún estaba a una media hora en coche. Haciendo una mueca en medio del tumulto de la ciudad, Lizzie elevó el brazo cuando vio un taxi, sin embargo, no conseguiría que se detuviera uno hasta casi veinte minutos después.
—¿Está libre? —preguntó al taxista cuando el coche se detuvo a su lado. Aunque era una pregunta estúpida, él asintió.
—Suba —El taxista se bajó del coche e intentó coger sus mochilas, las cuales ella apartó con recelo. Él se encogió de hombros dejando que se subiese detrás. Tan pronto Lizzie le dio la dirección, se pusieron en marcha.
—¿Primera vez en Nueva York? —le preguntó para crear algo de conversación. Ella asintió—. ¿De visita o para quedarte?
—No lo sé todavía.
—Ya veo. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince? ¿Dieciséis? —La calefacción hacía su piel sudar, así que se quitó la capucha y se desabrochó la chaqueta.
—Dieciocho —respondió hoscamente sin saber por qué.
No quería ni tenía ganas de continuar con la conversación. Además, aunque podía ser algo baja, por lo demás no parecía una niña, aunque había algo dulce en su rostro de lo que nunca había podido deshacerse. Lo sabía y no le importaba, pues su madre había solido llamarla su leona en piel de gata. En su momento lo había adorado, de la misma manera que una vez la había adorado a ella.
Lizzie se apartó un mechón de cabello por detrás de su oreja. Su pelo caía rubio en cascada por encima de sus hombros, totalmente lacio y con los mechones de los extremos de la frente algo más cortos, consecuencia de que le creciese el flequillo. Ella intentaba no mirarlo, inspeccionando la vista por la ventana, y aún así, lo vio tragar cuando se percató del color de sus ojos.
El taxista apartó la mirada cuando sus ojos se encontraron, volviéndose a enfocar en la carretera. Lizzie sabía que no era lo normal ver brujos con marcas, ya que estos no llegaban al 5% de la población, así que cuando el hombre no siguió hablando, ella se lo agradeció.
A pesar del poco tiempo que había estado fuera de su pueblo, estudiando con su madre, Lizzie sabía que esos rasgos insólitos solían traer curiosidad en el mejor de los casos, y no quería responder preguntas. Por muy inofensivas que fuesen.
Al cabo de los minutos, el taxi se detuvo. Lizzie sacó un par de billetes y le pagó, diciéndole que se quedara con el cambio, aunque no fuese cuantiosa de dinero. Bajó del taxi y se encontró con un edificio poco lujoso.
Fachada blanca, pero descuidada, y ventanas sucias. Justo delante de la puerta empezó a sudar, a notar cómo toda la valentía que había reunido se iba por el retrete. Había ido sin avisar, sin saber si querría recibirla, además de que estaba poniéndola en peligro yendo hasta allí. Porque podía que hubiesen sido como hermanas, pero eso había sido hacía seis años, cuando ella había tenido doce y solo había sido una niña. A lo mejor en ese momento pensó que alguien tenía que hacer de hermana mayor si su propia hermana no quería. Pero ya estaba allí, así que con una de las mochilas sobre uno de sus hombros y otra en su mano, se adentró al edificio.
La puerta de abajo estaba abierta, seguramente rota, y en el ascensor había un papel donde ponía "averiado". Subió por las escaleras tan rápido que casi se saltaba escalones, y cuando llegó a la puerta, llamó al timbre un par de veces, más de las que pretendía por los nervios. Esperó inquieta, mordiéndose el carrillo con nerviosismo.
La puerta se abrió suavemente dos segundos después, y un niño, pequeño y regordete, se asomó. La miró con unos curiosos y grandes ojos verdes.
—Gilbert, te tengo dicho que no abras la puerta —escuchó en tono de regaño. El niño, de unos tres o cuatro años, se marchó cuando alguien más llegó a la puerta a recibirla, y Lizzie reconoció su voz antes de verla—. ¿Lis? —preguntó Lidia cuando la vio desde la puerta.
—Lidia —dijo en una exhalación incapaz de articular una palabra más. Apenas había cambiado, lo que hizo que dejar las mochilas en el suelo y abrazarla con fuerza fuese un acto automático. Su prima le devolvió el abrazo en cuanto salió del shock.
—Dios mío, ¿qué haces aquí? —Cogió una de las bolsas y le invitó a entrar, no sin antes percatarse de que iba sola. Lizzie escuchó los pasos de Gilbert escondiéndose detrás de una de las puertas del pasillo mientras ellas entraban.
—Me he marchado —soltó con un suspiro sabiendo que sabría a qué se refería.
Pasaron a la sala de estar, cuyas paredes estaban pintadas en un tono de azul claro, resaltando contra el blanco del techo. Una mesa baja de madera clara adornaba la estancia delante de unos sofás, y la tele que estaba en un mueble de madera del mismo tono que la mesa estaba encendida y con dibujos animados puestos. Una cabeza castaña se asomó por la puerta de la sala de estar cuando se sentaron en el sofá.
—Gil, ven a saludar —dijo extendiendo un brazo hacia él. El pequeño se acercó tímidamente.
—Mami, ¿quién es? —le preguntó.
—Es la tía Lizzie, ¿por qué no le das un beso? —Gilbert se acercó a ella, y ésta se inclinó para recibirlo.
La miró con confusión, esperando respuestas. Lidia se había marchado hacía casi seis años de casa, y ese niño parecía tener menos por lo que fue raro que le pareciera más descabellado de lo que en realidad era. Ella le gesticuló un «después» y Lizzie asintió.
—¿Qué vas a hacer a partir de ahora? —Sentó a Gilbert en sus rodillas y esperó lo que fuera que pensase que había planeado. Le habría gustado decirle que había planeado algo más que coger un autobús e ir a pedirle ayuda, pero no era así.
—No lo sé, simplemente hice las maletas, y huí tan rápido y tan lejos como pude. La verdad es que no sé qué voy a hacer de ahora en adelante. Si no te encontraba... No sé, habría ido a un albergue, lo que fuera con tal de no volver.
Lidia le puso una mano en el hombro para consolarla, y dijo —No te preocupes, te ayudaré. Yo ya estuve en tus zapatos. Gil, cariño, ve a jugar a tu habitación —Lo bajó de sus rodillas, y él la miró.
—¿No puedo jugar aquí?
—No, cariño. Es una charla de adultos —Él puso ojos de corderito, pero tras ver que no funcionaban, se marchó con un puchero arrastrando los pies.
—Oye, Lidia-
—Sé lo que me vas a preguntar, y no, no lo es —Lidia suspiró—. Cuando llegué aquí, me uní a una especie de grupo de brujos y brujas sin familia. Expulsados, desterrados o que habían huido. Había escuchado hablar de ellos, así que no tardé en encontrarlos. Su madre era una de ellas.
—¿Está muerta? —Lidia dejó la espalda caer en el sofá.
Miró al techo mientras dijo —No, o eso espero. Pero era una Wainwraight.
—¿Una Wainwraight? —Ella asintió—. No sé mucho de ellos. Sólo que se especializan en maldiciones.
—Lo preocupante es que son un matriarcado, como nosotras —La mirada de Lizzie se desvió al pasillo, a la habitación de Gilbert—. La diferencia entre nuestras familias es que mientras las Skelton abandonamos a los nacidos varones con sus poderes atados al nacer, las Wainwright los sacrifican —La mano de Lizzie se movió hacia su boca de la consternación. Era demasiado cruel—. Dicen que es para fortalecer el poder de la familia. Así que en cuanto se enteró del sexo del bebé, hizo lo mismo que hice yo en mi momento por mis propios principios, y lo que tú estás haciendo ahora, huir.
Lizzie lo entendió. Las familias más poderosas siempre estaban protegidas, y tanto las Skelton como las Wainwright eran parte de éstas. Por eso no podían irse sin más y tenían que huir. Tenían a todos comiendo de sus manos, ya que trabajaban para el gobierno en el mejor de los casos, o para gente más peligrosa en el peor, y eso les daba cierta inmunidad.
—Eso lo entiendo pero entonces, ¿por qué está contigo?
—Hace dos años la encontraron, así que desvió la pista hacia ella. La capturaron dos meses después, y no he vuelto a saber nada. Gil me llama "mami" desde hace algo más de medio año, y aunque intenté explicarle la situación en un principio, era muy complicado para un niño de dos años. Así que dejé que continuara.
—Ya... ya veo...
—Pero eso no es de lo que deberíamos estar hablando —dijo con el ceño fruncido—. ¿Qué tenías pensado hacer...? Y me refiero en general, con tu vida. ¿Vas a matricularte en un instituto... o seguir con la magia? —Lizzie suspiró. Durante un tiempo, había creído odiar la magia por lo que implicaba, después de todo, su familia solo era como era por ésta. Pero la magia que recorría cada átomo de su cuerpo, que le erizaba la piel y le ponía el vello de punta era parte de su misma existencia; en su interior, Lizzie adoraba la magia.
—No quiero tener nada que ver con las Skelton, pero aún soy, y siempre seré una bruja —contestó. Lidia sonrió, ella había tomado un camino diferente en su día, pero podía verlo en el brillo de sus ojos, la necesidad de Lizzie con la magia.
—Entonces vamos a tener que buscarte un mecenas.
—¿Un mecenas? —Ella asintió. A Lidia le sorprendió lo poco que sabía del mundo exterior, lo poco que había sabido ella, en medio de un aquelarre tan unido y cerrado, a veces demasiado.
—Suele ser lo mejor para brujas como nosotras. No tenemos una familia o un aquelarre que nos apoye, así que tenemos que trabajar para alguien poderoso de forma interna, ser la bruja privada de algún ricachón. Es más común de lo que crees, y has de hacerlo si quieres conseguir la suficiente fama para vivir por tu cuenta y abrir tu propia "consulta", si sabes a lo que me refiero. Una vez allí, tienes que buscar una ciudad que no tenga su propia bruja o brujo, o si lo haces, que sean inferiores a ti o te harán la vida imposible. No querrás tus comidas podridas o con gusanos. Aún así, debe estar dentro del radar para que hayan escuchado de tus logros. Es esencial.
—Espera, espera —le rogó con la cabeza mareada. Era demasiada información—. Lo primero de todo, ¿cómo consigo un mecenas?
—Con Fiona, está claro —El nombre no le sonaba, aunque si era una bruja que les podía ayudar, seguramente no perteneciese a ningún aquelarre. Era todavía muy novata en buscarse la vida por su propia cuenta, y ganar amistades no le vendría mal.
—¿Quién es?
—Una bruja menor de Brooklyn. Sí que pertenece al aquelarre de Seim, como casi todos aquí, pero no se hace notar mucho.
—Si es del aquelarre, ¿no nos delatará? —preguntó precavida.
Por fin había dado el paso que durante mucho tiempo había estado demasiado aterrada para dar, aunque su cuerpo la hubiese suplicado desde hacía tanto que ya ni lo recordaba con claridad. Lizzie tenía claro que no podía tropezar por confiar en una bruja del aquelarre del que huyó. Su familia tenía demasiado poder en el aquelarre, aunque con lo que Lizzie había hecho, supuso que todavía no buscarían ayuda. Las Skelton eran unas brujas muy orgullosas.
—Hay dos cosas que tanto la humanidad como los brujos intercambiaríamos por la lealtad, quizá incluso tres. El poder, la familia, y el dinero. A ella le interesa el tercero.
—¿Tienes que pagarle? ¿Por encontrar a alguien que quiera tus servicios?
—Ya que hoy en día todos conocen y aceptan nuestra existencia, un intermediario entre ellos y nosotros es mejor. Encuentra por nosotros lo que se ajusta a nuestro pedido y por ellos hace igual. Además, es de fiar.
—¿De verdad?
—Ajá. Y no te sale cara, se lleva un diez por ciento del dinero, que es poco comparado a lo que he oído. También es una buena negociadora.
—Está bien. Fiona, entonces. ¿Cuándo vamos a hacerle una visita? —Brooklyn no quedaba lejos y cuanto antes avanzasen, mejor.
—Mañana es un buen día. Tengo que mandarle un mensaje primero, pero aceptará —Ella asintió—. Voy a ver al monstruito. Dame tus cosas, las dejaré en la habitación de invitados. Tú descansa y date un baño, cuando salgas tendré preparado un amuleto opacador.
Era una de las opciones para ocultarla de los ojos intrusos que quisieran saber donde estaba. Un amuleto era tan útil como un hechizo, y podía ser reencantado para funcionar mucho más tiempo, pero la persona que la había ayudado a escapar nunca se le había dado bien el encantamiento de objetos.
Ella también podría haberlo hecho, pero al no haber realizado el ritual de purificación todavía, cualquier uso de su magia sobre sus tierras (las cuales eran amplias) habría llegado a su madre. Y eso no podía pasar. Aún así, todavía le quedaban un par de horas antes de que el hechizo desapareciese.
—Me vendrá bien una ducha caliente, la verdad. Gracias —Ella le sonrió.
—Sigo sin creer que estés aquí. ¿Cuántos años tenías la última vez que te vi? ¿Trece? —Lizzie negó.
—Doce, recién cumplidos —Lidia acarició su pelo con suavidad.
—Has cambiado más de lo que jamás habría pensado —Con un suspiro añadió—. Me alegro que estés aquí.
—Yo también.
Lidia la guió por el pasillo, que tampoco era muy largo, y Lizzie no pudo evitar curiosear en las habitaciones que estaban con la puerta abierta.
—Este es el baño, y ahí está tu habitación —Señaló a un cuarto al final del pasillo, y le dio su mochila—. Ve acomodándote. Por cierto, tienes toallas en el armario de la habitación, y no te preocupes, sé cómo es empezar todo esto.
Le cogió la mochila con una sonrisa y un «Gracias», y se dirigió a la habitación. Nada más entrar sintió que por fin podía relajarse, aunque sabía que nunca podría del todo, y se tiró sobre la cama de matrimonio inhalando el aroma del suavizante.
Los muebles parecían viejos y desgastados, y aún así, con su ventana de madera pintada de blanco donde había espacio suficiente para sentarse sobre unos cojines descoloridos, a ella le pareció que era una habitación encantadora.
Dejó las mochilas al lado de la cama para poder inspeccionar mejor, y vio el armario, del cual no se había fijado al entrar, igual de desgastado y antiguo. Cuando se acercó y lo abrió, vio arriba las toallas de las que le había hablado.
Sacó el móvil para mirar la hora y con un suspiro, vio que ya eran las diez de la noche. Estaba agotada. Así que, antes de que no le apeteciera, cogió de una de las mochilas un pijama que se había traído, la toalla y el móvil, y se dirigió al baño a ducharse.
Así, casi parecía un día normal.
...
Olivia.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro