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iii. Entre la tierra y el cielo.

"Yo siento que me provocas
Aunque no quieras hacerlo
Está grabado en tu boca
Al rojo vivo el deseo
Y casi puedo tocarte
Como una fruta madura
Presiento que voy a amarte
Más allá de la locura"

Entre la tierra y el cielo; Los nocheros.

El cigarro era algo que jamás le había gustado.

De chico siempre se preguntó el porqué de que su padre fumara tanto. El aroma a inmundicia se le pegaba en la ropa, en la camioneta y opacaba el brillo en los ojos de su madre. Hacía que la estancia se viera gris y los días fríos.

Si se lo preguntaban, de niño diría que de entre todas las adicciones que conocía, la nicotina era la elección favorita de las almas viejas.
Las que estaban cansadas de repetir el ciclo, las que tenían pesadillas, las que jamás habían sido felices. Pero que seguían intentándolo pese a la adversidad, así y no quisieran hacerlo.

Él opinaba muchas cosas del cigarro cuando era niño, sí. Y se prometió jamás fumar ni uno solo.

Pero bueno, también había prometido no dejarse llevar por las tonterías de Tony durante la universidad, y de más estaba decir que contaba con los dedos de una mano las veces que se mantuvo firme y realmente no le acompañó a irse de fiesta.

Así que ahí estaba, sosteniendo un cigarro común entre los dedos. No la mierda que vendían ahora como los "mentolados", si no esos cigarros de verdad, que llevaban el sabor amargo a abrazar tus pulmones y a desprenderlo en forma de poema, dejando formas atractivas flotando en el aire del color más desesperanzador posible.

Supo de grande, que había razones muy justificadas como para que una persona adulta decidiera transitar aquel camino de muerte; una muerte lenta y silenciosa.

Podía decir que fumaba porque para ello debía usar la boca, algo que jamás utilizaba para otra cosa que no sea gritarles a sus cadetes. Fumaba para no gritar las injusticias y el desasosiego que la vida insulsa que llevaba le producía.

Fumaba porque le daba la puta gana.

Ese era él ahora, convertido en lo que más había odiado.

En el tipo de hombre que no pone atención a su hijo y discute con su mujer a las tres de la mañana. Del que tiene un hijo triste y un matrimonio sin futuro.

Debería estar en casa. La verdad es que bien podría sentarse a leerle un cuento al niño antes de dormir, besar su frente para espantar las pesadillas y asistir a todos sus actos escolares.
Tendría que estar en la habitación matrimonial complaciendo a su mujer, sacarla a cenar, regalarle algo bonito. Irse de vacaciones, tener otras parejas amigas con hijos con las cuales juntarse los domingos.

Pero no. En vez de eso, estaba allí, fumando cual chimenea y bebiendo en el bar de siempre. Igual que su padre.

Ah, cuanto tiempo le había odiado, cuánto.

Le odió por abandonar a su madre por otra mujer, por olvidarse de todos sus cumpleaños, por trabajar demasiado. Y ahora, le odiaba por ser tan parecido a él.

Golpeó levemente el cigarro sobre el cenicero, dejando que el exceso de basura quedara allí, imposibilitándole ensuciar la mesa gastada donde se apoyaba. El pequeño fuego que había quedado encendido entre la espesa negrura de los residuos, se apagó silenciosamente. En una queja muda, tal vez indolora, tal vez agonizante.

La cerveza seguía fría y en su botella a pesar de que le habían dejado un vaso al costado. El sabor le parecía mejor si venía directo del envase original. Insistía en que la forma de la botella y el pico lograban almacenar mejor su sabor y que servirlo en el jodido vaso lo arruinaría.

Así que eran él, el cigarro, y su cerveza una noche más, como venía siendo cada vez a la misma hora desde hace seis meses.

Sí, medio año era lo que llevaba discutiendo, evadiendo, escapando.

Todo porque una noche, exactamente seis meses atrás, decidieron que el cumpleaños de Tony era la perfecta excusa para escapar por unos tragos a un lugar donde nadie los reconociera.

Tony era famoso y, de verdad, no había lugar adonde pudiesen ir donde no le llovieran flashes en la cara. Así que se conformaron con ese lugarcillo rústico y pequeño, oscuro y muy poco frecuentado.
Estaba en la esquina de una zona bastante triste de Hell's Kitchen, ese barrio donde abundaba la mafia y el peligro.

Claro que no tenían miedo; ambos estaban más que entrenados y armados, en todo caso. La verdad era que pese a ser algo deprimente a los sentidos, el lugar estaba bien. Rhodes lo halló bastante tranquilo y se sintió muy a gusto, mientras que Tony, por supuesto, no podía controlar esa manía obsesiva que tenía de querer controlarlo todo.

Si las copas, las mesas, las sillas y, hasta los focos de luz, no se veían como esperaba, Tony descartaba el lugar y no le daba oportunidad. Típico de rico, se burlaba siempre.
Ni siquiera había señoritas en la barra para tontear un rato o algún hombre que atrajera miradas.

Un lugar mundano y olvidado.

Aquella noche, la celebración se extendió hasta la madrugada, entre risas, tragos y anécdotas contadas. Tony le preguntaba demasiado sobre su familia, solo para molestarlo, claro que sí.

La cuestión era que, para su mejor amigo, casarse con una mujer con la que solo había salido una miserable vez solo porque ella quedó embarazada, era una locura y una tremenda estupidez.

Para él, un hombre de moral intachable y de familia católica, parecía ser lo correcto.

Tony y él hasta pelearon por eso. De hecho, su mejor amigo no se presentó a la ceremonia porque le parecía un chiste. Tuvo hasta la desfachatez de enviarle un regalo de bodas a la puerta de su casa. Un "vale" con dinero para que se hiciera un análisis de ADN para saber si el niño era suyo al menos.

Claro que Rhodes se negó. Le parecía irrespetuoso para con la mujer en cuestión. En aquel momento, llevaban nada de conocerse. Se llevaban bastante bien y esa noche el sexo había sido por demás bueno, así que pensó que podría funcionar.

Claro que, eventualmente, golpeó la puerta de Tony una madrugada para tirar el orgullo al demonio y darle la razón.
La pelea de ambos no duró demasiado, así que, tres años más tarde, Tony no le cerró la puerta en la cara cuando vio en Rhodes la imagen viva de la derrota.

Hacia todo lo que ella decía con tal de no pelear. No le dejaba ni escogerse tranquilo la ropa, así que ella lo hacía por él. No sabía ni que le gustaba comer, así que ella cocinaba lo que quería. No le consultó siquiera por nombres, por lo cual la dejó escoger el nombre de su supuesto hijo sin reprocharle nada.
Tampoco sabía que música le gustaba, qué había aspirado a ser de niño o cuál era su color favorito. No sabía nada de él, porque jamás le había interesado.

Así que así inició. Cervezas, tragos y cigarros que se negaba a tocar, teniendo que aspirar la desgracia que los demás dejaban flotar sobre su cabeza.

Habían pasado músicos por sobre el pequeño escenario iluminado con luces tristes, dejando que el ruido ambiental tuviese algo de sentido y no dejara entrever lo realmente silencioso que todo era cuando la madrugada caía sobre la ciudad.

Las risas cesaron en algún punto de la noche y habían pasado a la etapa donde las personas que comenzaban a sentir los efectos del alcohol, iniciaban sus charlas serias sobre política, religión y moralismo basado en cuentos de hadas.

En el caso de ello dos, comenzaron a debatir la pregunta del millón; ¿por qué demonios no se divorciaba? No era feliz en ese matrimonio. Su esposa tampoco, el niño que estaba en el medio soportando la fría tensión, mucho menos.
Y era una lástima, pero no tenía madera de padre. Se preguntaba si la relación poco fructífera que tuvo con su progenitor en el pasado tenía algo que ver, pero no podía saberlo con certeza.

Su respuesta era la de siempre; ¿qué hago si me divorcio? La miseria se había vuelto una costumbre y, creerlo o no, Rhodes se había acostumbrado a la infelicidad.
Y las costumbres son cosas difíciles de soltar. Hacerles frente a situaciones que podrían cambiarlo todo, aunque sea para bien, siempre era difícil. Más si había un niño en el medio.

Los divorcios eran tediosos, difíciles y dolorosos, además de caros. A él de verdad no le faltaba dinero de hecho, hasta le sobraba. Pero lo dicho; eran tediosos. Las reuniones, las peleas, los papeles. Un caos.

Eso no te lo contaban de niño. No te avisaban que la historia no termina cuando ambos dicen "Acepto" sino que recién empieza y que aquella fue solo la parte fácil.
Mantener una chispa que jamás había existido fue terriblemente agotador. Fingir interés por cosas mundanas, soportar regaños y tener que volver a dormir siempre debe la misma cama, dándose la espalda, era algo que pondría de los nervios a cualquiera.

No era como si odiara a su esposa pese a las peleas, pero tampoco la quería. No sentía nada. Solo cansancio.

No sentía nada por su hijo más que aburrimiento y ni siquiera podía sentirse culpable por ello. No se creía mala persona, tampoco estaba enojado con la obvia sospecha que cargaba al ver sus ojos celestes, tan distintos a los suyos y a los de su madre.

Si, debió hacerle caso a Tony. El vale para la prueba de ADN se reía en su cara desde los cajones de la cómoda donde lo había guardado.

En algún momento se quedaron en silencio. Tony se levantó supuestamente por más tragos, cuando Rhodes en realidad sabía que había encontrado algún bonito trasero que llevarse a la cama, así que se declaró solo por el resto de la noche.

Se acomodó mejor en el asiento y se dedicó a beber lo poco que quedaba del trago mientras intentaba armonizar sus sentidos con la música de fondo.

Era un tango, nada distinto a lo que venía escuchando en las últimas horas. El lugar era temático, a leguas se notaba que era una zona del vecindario con amplia variedad étnica, así que no le sorprendía encontrar algunas camisetas de fútbol como decoración, el fileteado decorando los muebles y alguna que otra referencia a aquel país latinoamericano.

Por otro lado, había anuncios de nada. Tampoco decían el nombre de quienes se presentarían a bailar, cantar o tocar.

Después de todo, nadie prestaba real atención. Había gente dormida sobre sus propias mesas y otros mirando sus tragos con total resignación. Encontró una pareja en una de las mesas del fondo devorándose de forma asquerosa así que decidió que mejor era clavar su vista en el escenario, para al menos darle algo de sentido al trabajo de los aficionados.

No supo si esa fue la peor de sus tragedias o el mejor error de su vida.

Pero sí que todo cambio cuando le vio a él.

A él.

Era alto, muy hermoso. Llevaba aquellos trajes con estampado lineal en tonos grisáceos, los zapatos acharolados perfectamente calzados y un lindo sombrero. Él sabía de sombreros, porque era de las pocas cosas que siempre habían llamado su atención.
La canción empezaba lenta y se alteraba por momentos, logrando que la piel de Rhodes estuviese constantemente sensitiva a los tonos bajos y altos.
El estómago se le revolvió cuando los movimientos del chico en cuestión, le dejaron apartado del mundo, permitiendo que sus propios orbes ganaran un brillo circunstancial mientras le veía enredar las piernas ágiles con los de la bailarina contraria.

Esperaba que nadie se diera cuenta del calor que inundó su rostro por la sorpresa, el cosquilleo en la punta de sus dedos y el suspiro cargado de anhelo que se perdió entre el murmullo sin sentido que se escuchaba a sus espaldas.

Para cuando la canción terminó, el baile culminó y subieron otros artistas, Tony puso el trasero en el asiento con una mueca que nunca antes le había visto y la mitad de su camisa manchada en alcohol.
Claro que su amigo nunca admitió que había sido vilmente rechazado, pero Rhodes se rio todo el camino a casa.

A partir de esa noche, comenzó a asistir a diario a aquel abandonado bar. Y, las primeras veces, Tony le acompañó.

Rhodes fingía que le acompañaba a él y viceversa, porque ninguno quería admitir en voz alta que habían encontrado cierta persona de interés en aquel lugar. Mientras Tony parecía encantado con el muchacho que atendía las mesas y a veces cantaba para cubrir a algún artista que había cancelado su presentación, Rhodes se encontraba de brazos cruzados admirando los movimientos del muchacho rubio que bailaba tango sobre el diminuto escenario.

Su esposa le preguntaba a donde iba y él le respondía que a tomar algo. No le mentía, no hacía nada más. Lo único que sí, se le había pegado la asquerosa costumbre de fumar.

Todos en ese bar fumaban sin descanso, no hizo más que atenerse a ello para pasar desapercibido. Daba una calada por cada vez que veía sus pálidas manos pasarle por la espalda a aquella preciosa castaña. Cuando ella rozaba las piernas ligeramente bronceadas y decoradas en medias de red con sus rodillas. Cuando juntaban sus rostros en el estribillo final de la canción, culminando la pasional danza que siempre le dejaba con ganas de más.

Más de él.

Y a pesar de que intentó pasar desapercibido, una de esas tantas noches logró conseguir una mirada suya. Una que se le grabó a fuego en la mente y le desarmó los sentidos, dejándole boqueando como un pez fuera del agua.

El chico le sonrió, dejando su mente en vilo varios segundos, donde más de uno pudo tener oportunidad de robarle todo lo que llevaba encima. No se hubiese defendido; no hubiese siquiera respirado si aquello significaba tenerle sonriendo siempre hacia su dirección.

No podía dejar de mirarle. La manera en que los rizos rubios aplastados por el sombrero le rozaban la nuca y aquel mismo accesorio enmarcaba su rostro, dejando una leve sombra de misterio sobre aquel azul casi iridiscente que prometía dejarle ciego.

Como las hombreras fingían darle porte y masculinidad a aquel cuello de cisne, el cual parecía jamás haber sido tocado por nada, por nadie. Cuando tragaba ligeramente nervioso por cada presentación sintiéndose observado por él y su manzana de adán rebotaba entre sus preciosas cuerdas vocales cuando reía por algo que le decía su compañera al oído.

Fue a los tres meses que le descubrió mirándole de reojo entre cada danza, seguramente para confirmar que era a él quien miraba en vez de a su hermosa acompañante. Le gustaba pensar que también podía sentir aquella magnética atracción sin fin y que no deseaba quedar en ridículo fantaseando que era con él con quien bailaba.

Le encontró mordiéndose levemente el labio inferior en muchas ocasiones luego de cruzar miradas, intentando concentrarse en su trabajo. Nadie lo habría notado, pero llevaba observándole sin parpadear durante demasiadas madrugadas como para no darse cuenta de aquel pequeño detalle.
El chico disimulaba bien sus nervios, tan bien , que casi podría no notarlo si no fuese un obsesivo. A simple vista parecía ser confiado, seguro de sí mismo y consciente de que desprendía una sensualidad casi inocente y juguetona, usando la misma con inteligencia para lograr que las miradas se posaran en él.

Por cada noche que pasaba allí, más fumaba. Más ansioso se ponía. Más discutía con su mujer.

Ella no le creía, claro.

No le creía que solo iba a tomar una cerveza desde que volvía a la casa con el cabello apestando a nicotina. Cuando volvía con el rostro lleno de color a pesar del cansancio y con una sonrisa que ella calificó como "estúpida".

No le importaba. Aún si le amenazó con el divorcio miles de veces, seguía tomando su nueva chaqueta de cuero y se largaba de allí, dejándola furiosa. Pero estaba bien, no era idiota. Él se sabía engañado, porque no usaba corbatas rojas. Y la que había encontrado bajo la cama cuando tanteaba en búsqueda de sus zapatos para ir a trabajar, era del rojo más brillante que había visto.
No le tenía lástima a ella, tampoco a un niño que jamás supo si era suyo.

Solo quería verle bailar a él.

El mundo se reducía a ellos dos nada más. Ni el trabajo, ni las desgracias podían lograr que algo le importase más que sentarse ahí cada noche, a sentir que la vida cobraba sentido por una maldita vez.

Así que allí estaba, como cada noche. El humo flotaba en el escenario, la música sonaba, pero el chico no estaba.

Había llegado tarde del trabajo, se había bañado a las corridas y cuando pensó que tal vez podría llegar a tiempo para la presentación, su esposa le exigió explicaciones que nunca antes le había interesado pedirle, como si lo hiciera sabiendo que podía arruinar su pequeño instante de felicidad con ello.

Así que luego de escucharla enojada, tomando al niño para irse a casa de su madre y una clara amenaza de llamar a su abogado para iniciar los trámites del divorcio, Rhodes se permitió suspirar de cansancio.

Quiso llamar a Tony, pero era en vano. Serían unos cuantos "te lo dije" y algún que otro "relájate" y nada más.
Así que apostó por el optimismo. Pensó que pese a ser indiscutiblemente tarde, tal vez justo esa noche el chico se presentaría en otro horario, pero no fue así.

Al llegar, estaban limpiando algunas mesas, cerrando los baños y dando vueltas las sillas sobre la mesa. Ni un rastro del chico.

Con un suspiro cansado, salió afuera, dejando que el frío de la noche erizara los vellos de sus brazos y cuello, contagiando a cada nervio de su cuerpo. El piso brillaba gracias a las farolas y la humedad que la lluvia había dejado a su paso, dándole una bella visión de la plaza silenciosa que posaba en frente suyo, mostrándole lo bonita que era en las noches cuando nadie arruinaba el paisaje con su presencia.

Otra vez, pensó en su padre.

En cómo podía comprender las decisiones que le habían llevado a abandonarle. Tal vez había sido encontrar el amor demasiado tarde; viéndose obligatoriamente apresurado a conseguir con quien iniciar una familia, sin pensar en las consecuencias.

El pequeño que había sido desprendido de su vida hacía solo unas horas, sufriría demasiado su pérdida, aún si nunca le había dado suficiente atención. Era una mierda, pero esperaba que algún día, teniendo treinta y cinco años y fumando fuera de un bar en la madrugada, pudiera finalmente comprenderle.

—La casa invita.

Casi dio un respingo en su lugar al no saberse solo.
La refrescante bebida que siempre pedía estaba en frente suyo, aún en el envase de vidrio oscuro. Sus manos pálidas le parecían más reales y bonitas de cerca, pero no se atrevió a tocarlas al tomar lo que le ofrecía con tanta simpleza.

—Llegaste tarde para ver a Emma.

Su voz le sorprendió una vez más, dejándole al borde de los nervios. Le había imaginado con una voz demasiado gruesa, tal vez con otra demasiado aguda. Ahora le parecía perfecta, adecuada. Tan ideal que jamás hubiese podido crearla por sí mismo con aquella caja cuadrada que tenía por cerebro. Su hemisferio derecho era una desgracia para el artista que descansaba a su lado.

—¿Cómo se llama el compañero de Emma?

Le oyó sonreír. Era posible, porque de tanto estudiarle, le había aprendido de memoria.

—Harley. Y no es mi compañera, es mi hermana menor.

Al fin le miró, con un asentimiento y una sonrisa. No había vuelta atrás, estaba seguro de ello. Extendió su mano en forma de saludo, intentando no sucumbir a su lado animal cuando sus pieles hicieron contacto por primera vez.

—James.

Se había quitado aquel saco lleno de engaños, dejando a la vista la verdadera forma de sus hombros redondeados. El sombrero ya no estaba y su cabello rubio parecía de mentira de tan bonito que era. Seguro combinaba bien con la funda morada de su almohada.

Le ofreció un cigarro por pura cortesía, el cual le fue rechazado. Supo que el que había fumado en aquella mesa gastada esperando por su aparición, había sido el último. No necesitaba más vicio que su baile, que sus ojos buscándole en la oscuridad y que aquella sonrisa oculta entre sus mofletes deliciosamente arrogantes.

—Entonces debo suponer que quieres aprender tango—dedujo con engañosa inocencia destilando entre parpadeos coquetos—, por eso vienes aquí a verme bailar cada noche.

Pudo sentir el sarcasmo oculto en sus últimas palabras, dándole vértigo. No era un secreto entre ellos, aun si jamás habían cruzado palabras hasta esa noche.

—Quiero aprender tango, sí.

Él sonrió más y dio un asentimiento estudiado.

—No doy clases; soy un simple aficionado que quiere ganar un poco de dinero extra para mantenerse en la universidad — comentó mientras de desprendía un par de botones de la camisa y se despeinaba con la otra mano, dejando a la vista la naturalidad de su esencia y permitiendo que el aroma escondido en sus hebras llegara hasta él, haciéndole abandonar poco a poco la calma que como ser humano siempre optaba por mantener.

—Tal vez podamos llegar a un acuerdo.

—Ah, ¿sí? — dio un bufido que se le antojo adorable y volvió a mirarle, sabiendo que, si lo hacía de esa manera, le diría que sí a todo—. Mi apartamento está libre por hoy. Mi hermana duerme en casa de mi madre y Peter anda tonteando con tu amigo, el idiota que le tocó el trasero ebrio la primera noche. Podemos discutirlo allí, si quieres.

Por esa noche, no supo realmente si su cabello rubio combinaría con las sabanas de su cama matrimonial, pero sí pudo descubrir, que su tono chocolate se veía bien en aquella colcha individual de color turquesa.

Fue un error pensar que una simple noche podría compensar aquel medio año de locura, donde no dejaba de pensar en él siquiera en su trabajo.

Ahora sabía que su música favorita era el tango, su color favorito el azul y su comida favorita la madurez pasional de sus labios.
Harley era su nombre favorito en el mundo. Al chico le gustaban las chaquetas de cuero original como las que él usaba y hacerle mejoras a su auto cuando pensaba que no se daba cuenta.

Las madrugadas tangueras continuaron, donde le provocaba mil fantasías con solo deslizarse por aquella madera vieja en aquel triste escenario. Donde el sudor que su danza generaba le recordaba explícitamente a cuando le tenía debajo suyo, suplicando que calmara aquel descontrol hormonal que no le dejaba recitar ni una oración decente.

Las cervezas frías se convirtieron en cafés las tardes luego del trabajo y los trajes de tango en un pijama los domingos por la mañana.

No permitieron que la pasión desbordante que les caracterizaba quedara en el olvido, permitiéndose noches como esa donde hablaron por primera vez, o en las que Rhodey le desnudaba con los ojos.

En las que Harley fantaseaba ser despojado de aquel molesto saco de un tirón y consumirse por algo más que su evidente mirada.

Porque si había algo que tenían ambos en claro, era que no existía nada prohibido entre la tierra y el cielo.

🧡

Volvi a reciclar un os de mi viejo fandom y la verdad que no me arrepiento jsjsjs. Espero que les haya gustado🧡

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