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La leyenda de la luna

—¿Puedes contarnos la leyenda de la Luna, YeonJun-ssi? —preguntó la mayor de las niñas cuando terminó de acomodarse entre las mantas en el suelo que servían de asientos.

El hombre volteó a verla, hallando un rostro conocido entre los infantes; y no dudó antes de comenzar a contar esa hermosa historia.

La leyenda de la Luna cuenta que, en tiempos antiguos, cuando el mundo apenas había sido formado, los primeros seres en habitarlo no eran humanos, sino divinidades inmortales que vagaban por la tierra. Estas entidades, inmensamente poderosas, recorrían los parajes más inhóspitos, pero su inmortalidad no era solo un don, sino también una carga, pues con el tiempo comenzaron a sentirse vacíos, incapaces de encontrar propósito en su eterna existencia.

Entre ellos, el mayor y más sabio, conocido como Tiempo, propuso detenerse en su vagar sin sentido. Él creía que, si seguían avanzando sin dirección, la desesperación los consumiría, llevándolos a la locura. Algunos aceptaron quedarse y reflexionar junto a él, mientras que otros, impulsados por el miedo y la arrogancia, lo rechazaron. Aquella diferencia de pensamiento fue el inicio de una discordia que pronto se transformó en caos.

La discusión entre los inmortales degeneró en violencia. Los cielos se cubrieron de tormentas, los animales huyeron aterrados y el mundo entero tembló bajo el peso de su enfrentamiento. Fue entonces que Tiempo, angustiado por el desastre que había provocado, tomó una decisión desesperada: desaparecer. Él creía que, al alejarse, sus hermanos se reconciliarían. Sin embargo, antes de partir, escuchó la voz de su amada, Luna, quien lo llamó suplicante. Pero su culpa era demasiado grande y, pese a sus sentimientos, Tiempo se internó en el bosque, perdiéndose para siempre.

Los inmortales, al notar su ausencia, detuvieron su pelea. Cuando vieron a Luna llorar desconsoladamente, comprendieron la magnitud de lo ocurrido. Tiempo había desaparecido, y con él, el equilibrio que mantenía la armonía entre ellos. Aunque intentaron consolar a Luna, su pérdida marcó el inicio de una era de división.

Los inmortales, uno a uno, comenzaron a marcharse, incapaces de convivir. Primavera y Invierno se separaron tras un incidente que destruyó las flores; Día y Noche se distanciaron, prometiendo no compartir jamás el cielo por más de unos instantes al día. Así, las discordias se propagaron, y la unidad que alguna vez compartieron se desmoronó.

Luna, sin embargo, no perdió la esperanza. Día tras día, se quedó esperando el regreso de Tiempo. Junto a ella permaneció Destino, quien había prometido que Tiempo volvería. Con el paso de los años, Destino, en su cercanía con Luna, se enamoró de ella. Luna correspondió a su amor, ignorante del dolor que esto causaba a Destino, pues él sabía que Tiempo eventualmente regresaría.

Cuando Tiempo finalmente volvió, su corazón se llenó de celos al descubrir que Luna había amado a otro en su ausencia. Consumido por el rencor, Tiempo desafió a Destino, y en un enfrentamiento trágico, lo destruyó. Antes de morir, Destino dejó a Luna un regalo: el poder de unir almas humanas para que se amaran a través de todas sus vidas. Este don, sin que Luna lo supiera, transformaría su existencia y el mundo de los mortales para siempre.

Tiempo intentó borrar de Luna el recuerdo de Destino y de su propio acto, pero no pudo borrar su dolor. Fue entonces que Luna, buscando consuelo, se acercó a los humanos, quienes poco a poco ganaron un lugar en su corazón. Al descubrir que Luna había concebido un hijo con un humano, Tiempo explotó en ira. Su furia no conoció límites: expulsó a Luna de los cielos, privándola de su divinidad, y la condenó a vagar entre los mortales.

Antes de enviarla al mundo humano, Tiempo le dejó una marca: sus cabellos se tornaron blancos como la nieve, un símbolo de su caída y un recordatorio de su transgresión. Así, Luna fue arrojada al mundo mortal, sola y despojada de todo, pero con su hijo en el vientre.

Cuídense 737.

Liz.

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