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[Frontera del Norte – Baekje]

Tal como lo prometió, Taehyung se presentó en el hogar de Jungkook la tarde siguiente. El niño de cabello azabache lo recibió sin mucho ánimo de conversar, pero un regaño de su madre lo obligó a esbozar una sonrisa. No era del todo sincera, pero al menos no estaba cargada de la incomodidad del día anterior.

—Pasa —le dijo, abriendo la puerta de su cabaña—. Pensé que ya no vendrías.

Jungkook se sentó en el mismo sitio donde minutos antes había estado escribiendo. Ahora, en lugar del pergamino, había unos juguetes de madera que supuso su madre había colocado mientras iba a abrir la puerta.

—Mi padre me estuvo enseñando a usar la espada esta mañana —comentó Taehyung con entusiasmo mientras se acomodaba a su lado.

Jungkook arqueó una ceja.

—¿Tú usas una espada?

Intentó ocultar su incredulidad, pero el tono en su voz lo delató.

Ni siquiera él, que era mayor —según lo que había escuchado de su madre—, era capaz de sostener una espada sin que sus muñecas terminaran entumecidas. Y aunque dudó si en el mes que llevaba en Baekje las cosas habían cambiado, todavía le resultaba imposible creer que un niño como el pequeño Kim pudiera dominar técnicas que ni siquiera los soldados más experimentados podían.

—Sí, una espada de madera —aclaró Taehyung al notar su expresión.

Jungkook exhaló con resignación y murmuró:

—Pues claro que no era una de verdad... era de esperarse. Yo sí entrenaba con una real —soltó Jungkook con aire de autosuficiencia.

El comentario hizo que Taehyung se lo pensara dos veces antes de refutarlo. Si incluso su primo Namjoon aún tenía dificultades, ¿cómo era posible que Jungkook, que apenas le llevaba un par de años, lo hubiera logrado? Sin embargo, lo había dicho con tanta seguridad que prefirió no discutir.

Antes de que pudiera cuestionarlo más, Eunha interrumpió la conversación al acercarse con una bandeja de galletas recién horneadas.

—Tomen, niños.

El aroma dulce invadió la pequeña cabaña. Taehyung tomó una con una sonrisa de agradecimiento, mientras Jungkook la mordisqueaba en silencio.

Las mujeres se quedaron charlando mientras los pequeños se entretenían con piedrecillas y semillas de árboles, que Jungkook usaba como distracción.

Para Taehyung, aquello era completamente nuevo. Jamás había compartido un momento tan ameno y divertido con alguien. Se sintió acogido, feliz, como si por primera vez en su vida pudiera ser un niño sin preocupaciones.

Se dejó llevar tanto que las horas pasaron sin que ninguno se diera cuenta.

Fue Hanni quien, al ver el sol ocultándose tras las montañas, se alarmó.

—Joven Kim, debemos regresar.

Taehyung hizo una mueca de tristeza al escucharla. Quiso pedir unos minutos más, pero notó la preocupación en los ojos de Hanni cuando miró hacia afuera. No quería causarle más problemas. Ya bastante tenía con el castigo que había recibido el día anterior por su descuido.

Suspiró resignado y se levantó.

Antes de marcharse, miró a Jungkook con ilusión.

—¿Puedo venir también mañana?

Jungkook, que había dejado de mover la figurilla de madera en sus manos, alzó la vista sorprendido. Luego, giró hacia su madre, esperando su aprobación.

—Ven cuando quieras —dijo Eunha con amabilidad.

Jungkook repitió sus palabras sin intención de sonar descortés, pero al ver la expresión expectante de Taehyung, se sintió obligado a añadir algo más.

—Me gustó jugar contigo.

Taehyung estuvo a punto de lanzarse a abrazarlo, pero Jungkook reaccionó al instante y se escondió tras su madre, evitando el contacto.

Aun así, la alegría del menor no disminuyó.

—¡Nos vemos mañana, Kookie! —exclamó antes de salir de la cabaña.

Jungkook se quedó inmóvil, parpadeando varias veces.

—¿Kookie...? —murmuró en voz baja, sin saber cómo sentirse al respecto.

Sin duda, Taehyung ya no le causaba tanta molestia como al principio, pero todavía le resultaba difícil seguir su ritmo tan despreocupado. Y ahora, la forma en la que había dicho su nombre solo hizo que su corazón se sintiera aún más confundido. Nunca nadie, aparte de su madre, lo había llamado así.

En su inocencia, pensó que algo extraño estaba pasándole o que, de alguna manera, Kim le había pegado una enfermedad tan rara como lo era él mismo. Su estómago sintió un cosquilleo desconocido, y sin previo aviso, el calor subió a sus mejillas.

Desde la puerta, su madre le sonrió con ternura.

—Parece que hiciste un amigo.

Jungkook bufó y se encogió de hombros, pero cuando volvió a sentarse, tomó la figurilla de madera con más suavidad que antes. Recordó lo que Taehyung le había dicho: que incluso ellas podían sentir dolor si se las trataba con brusquedad.

Eunha esperó hasta que los visitantes desaparecieron por completo entre los árboles antes de acercarse a Jungkook. Su tono era sereno, pero había un matiz de preocupación en su voz.

—Cariño, cuando estemos aquí, no menciones las cosas que hacías antes. Lo de las espadas, los maestros... Nada de eso.

Jungkook levantó la vista, desconcertado.

—¿Por qué, mami?

Eunha sonrió con dulzura. Se agachó frente a él y le acarició el rostro antes de levantarlo en brazos.

—Porque es un secreto entre tú y yo —susurró, tocando su nariz con la suya.

Luego, comenzó a girar con él en el aire, dando vueltas suaves mientras llenaba su rostro de besos. Jungkook soltó una risa escandalosa, retorciéndose por las cosquillas que le provocaban sus labios.

—¡Mami, ya soy grande! —protestó entre risas, tratando de zafarse.

Pero para Eunha, su pequeño siempre sería un niño. Uno que merecía el cielo y todas las cosas buenas de la vida.





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Los días en que Taehyung frecuentaba la casa de Jungkook se volvieron más constantes. A veces se quedaban en la cabaña, compartiendo juegos y galletas hechas por Eunha, y otras se aventuraban al bosque en compañía de Hanni cuando la madre de Jungkook salía a vender sus bordados. Con el tiempo, lo que había comenzado como un encuentro incómodo entre dos niños de mundos distintos se fue transformando en algo más natural.

Jungkook comenzó a notar detalles sobre Taehyung que antes había pasado por alto. Se dio cuenta de que el pequeño Kim tenía una risa contagiosa, que hablaba demasiado y que su entusiasmo a veces rozaba lo agotador. Pero también descubrió que era alguien genuino, que no tenía miedo de decir lo que pensaba ni de mostrar sus emociones. Taehyung, por su parte, aprendió que Jungkook no era realmente arisco, solo reservado.

Aún recordaba la tarde en que lo entendió.

El sol se filtraba entre las copas de los árboles, dejando pequeños destellos dorados sobre la hierba. Taehyung estaba sentado con las piernas cruzadas, observando en completo silencio algo que no entendía del todo, pero que le parecía hipnotizante.

Jungkook sostenía un pequeño cuchillo y deslizaba su filo con paciencia sobre un trozo de madera. Sus manos, aunque pequeñas, parecían seguras, y aunque pudiera parecer peligroso, Hanni los vigilaba de cerca para asegurarse de que no se lastimara. Su expresión era de concentración profunda, el ceño ligeramente fruncido, los labios apretados en una línea fina.

Taehyung nunca había visto a otro niño hacer algo así. Para él, la madera no era más que un material inerte, pero en las manos de Jungkook cobraba vida.

—¿Por qué haces eso? —preguntó al fin, rompiendo el silencio con su vocecita suave.

Jungkook no levantó la vista.

—Porque me gusta hacerlo, Tae —respondió con una voz gentil que se coló en los oídos del más pequeño.

Con cada juego y tarde compartida, Taehyung había descubierto que su amigo no solo era capaz de soltar palabras hostiles a las personas; en realidad, era muy amable. No solo en la forma en que contestaba cada pregunta de su madre, sino también en cómo pasó de llamarlo simplemente "niño" a usar un apodo cariñoso cuando notó que a Taehyung le gustaba que su padre lo llamara de esa forma.

Taehyung apoyó la barbilla en sus manos, inclinándose un poco más hacia él.

—Pero... ¿por qué justo un conejo?

Esta vez, Jungkook sí se detuvo por un instante. Su mirada se quedó fija en la madera, como si su respuesta estuviera escondida entre las vetas.

—Porque mamá dice que corren muy rápido y siempre encuentran el camino a casa.

Taehyung ladeó la cabeza. Había algo en la forma en que lo dijo... no era tristeza, pero tampoco alegría. Era un sentimiento que no podía nombrar, pero que sintió como un ligero peso en el pecho.

Él, en cambio, pensó en su propia casa, en las largas noches en las que se había sentido solo a pesar de estar rodeado de gente. En cómo siempre tenía que comportarse de cierta manera, en cómo debía ocultarse.

Para él, el hogar nunca había sido un lugar al que ansiara volver. Al menos no ahora. Y se sintió culpable por ello, porque sabía que su madre lo esperaba en casa. Pero, por un momento, se imaginó a toda su familia viviendo en el campo, donde todo parecía ser menos complicado.

Jungkook dejó de tallar y, sin mirarlo, extendió la figurilla hacia él.

—Tae— le llamó — Esto... es para ti.

Taehyung parpadeó, desconcertado.

—¿Eh? ¿Para mí?

Jungkook asintió, esta vez sonriendo un poco.

Con sumo cuidado, como si temiera que pudiera romperse con solo tocarla, Taehyung tomó la pequeña figura entre sus manos. No estaba terminada del todo; la madera aún conservaba algunas asperezas y las patas no eran completamente simétricas, pero eso no importaba.

Lo que importaba era que Jungkook se la había dado.

Su primer amigo le había hecho un regalo.

Sin pensarlo demasiado, la sostuvo contra su pecho.

—Gracias —susurró.

Jungkook se encogió de hombros, como si no fuera la gran cosa. Pero Taehyung lo vio. Vio cómo sus dedos aún sostenían el cuchillo con fuerza, vio cómo su mirada se desviaba hacia el suelo al ser descubierto mirándolo con una sonrisa, esa que el primer día creyó que nunca vería.

Y entendió.

Jungkook no era alguien frío ni distante. No era un niño arisco que quería alejarlo. Solo era alguien que necesitaba tiempo para confiar.

Y ahora, por fin, lo había hecho.





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[Casa Kim - meses mas tarde]

Los meses transcurrieron, y el príncipe Yoongi continuó con sus entrenamientos. Era impresionante cuánto había mejorado en tan poco tiempo. Su destreza con la espada había alcanzado un nivel en el que incluso Namjoon, quien al principio solo lo observaba desde la distancia, ahora entrenaba con él como un verdadero rival.

Moonbyul lo observaba a veces de la misma manera en que Namjoon lo había hecho al inicio, aunque por razones distintas. En ocasiones, solo para vigilarlo; en otras, buscando respuestas. No podía evitar preguntarse si había cometido un error al alejar a su hijo sin que existiera una verdadera amenaza. Hasta ahora, sus visiones nunca habían fallado, pero el temor de haberse equivocado esta vez la inquietaba.

Aun así, tampoco podía descartar la posibilidad de que el simple hecho de llevar el apellido Min hiciera del príncipe alguien peligroso. Y no lo decía por el niño en sí, quien hasta ahora solo se había dedicado a entrenar con disciplina junto a los soldados, sino por su padre. Desde el día en que se enteró de que Taehyung había salido de la capital con el general Kim, el rey no había dejado de hacer visitas reiteradas a la casa Kim, usando como excusa su supuesto interés en la formación de su hijo.

Pero Moonbyul lo sabía. Sabía que él no estaba ahí solo para ver a Yoongi. Cada vez que se presentaba, apenas mostraba curiosidad por su entrenamiento. Nunca preguntaba por las técnicas que le enseñaban, ni por los instructores que lo guiaban. Sus visitas se reducían a una serie de preguntas que, con cada encuentro, se volvían más personales, más incómodas.

Y lo peor de todo era que ella ya no podía moverse con libertad en su propio hogar. Antes, podía caminar sin preocuparse por cubrirse la cabeza, pues sus soldados conocían su secreto y le eran leales. Pero ahora, vivía con el constante temor de una visita inesperada del rey. Siempre alerta, siempre precavida.

El rey sí que era peligroso. No solo por su poder, sino por su impredecibilidad.

Moonbyul había notado que el príncipe Min no compartía muchas de las características despreciables de su padre. Era amable con todos, trataba con respeto a los subordinados de su esposo y nunca usaba su título para imponer su voluntad. Pero había algo en él que la inquietaba profundamente. Esa mirada vacía que se reflejaba en sus ojos cuando el entrenamiento terminaba y se quedaba solo en el campo. Una sombra de melancolía que contrastaba con la expresión serena que mostraba en compañía de los demás.

Por eso, un día decidió acercarse.

—Alteza.

El joven Min se puso de pie de inmediato al escuchar su voz, su mirada perdida en el suelo hasta ese momento. Moonbyul observó con desconcierto cómo en un instante su expresión fría se transformó en una cálida y amable.

—Señora Kim. —Hizo una ligera inclinación de cabeza, apenas perceptible, sin llegar a ser una reverencia.

—¿Qué le parece el entrenamiento? Sé que mi esposo no está aquí para instruirlo personalmente, pero le aseguro que ha dejado a sus mejores hombres a su disposición.

—Estoy satisfecho con todo, señora Kim. Agradezco al general Kim por permitirme entrenar en su casa. Si se comunica con él, por favor hágale llegar mi agradecimiento.

—Lo haré, alteza.

Moonbyul se sorprendió por el tono formal con el que el niño le hablaba. No era como la primera vez que conversaron, cuando le preguntó por Taehyung. Entonces, ella había sido arisca y había evitado cualquier conversación prolongada. Quizás por eso ahora el príncipe mantenía las distancias. De cualquier manera, le parecía mejor así. No necesitaban establecer ningún vínculo.

Temió por un momento si sonaba demasiado imprudente preguntar lo que quería saber, sin embargo, había venido hasta aquí por algo, ¿no?

Antes de que el príncipe recogiera sus cosas para marcharse, preguntó en voz baja:

—¿Se encuentra bien, alteza?

Yoongi la miró con una expresión neutra.

—¿Por qué lo pregunta, señora Kim?

Moonbyul dudó. Decirle que lo había estado observando no parecía lo más apropiado, sobre todo porque nunca se había molestado en saludarlo antes. Pero si quería respuestas, tenía que ser directa.

—Hace un momento lo vi quedarse aquí, pensativo. Me preguntaba si es porque no estamos haciendo bien nuestro trabajo para su alteza.

Inclinó la cabeza en señal de disculpa, aunque sabía que esa no era la verdadera razón de su comportamiento. Si el entrenamiento le pareciera deficiente, ya lo habría mencionado antes. Pero esa pregunta era una oportunidad para que el príncipe le dijera qué era lo que realmente lo preocupaba.

—No se preocupe, señora Kim. He recibido el mejor trato durante mi estancia en esta casa. No tengo de qué quejarme.

—Entonces...

—Son asuntos de palacio.

Moonbyul captó un matiz amargo en su voz, pero no estaba dirigido hacia ella, porque en cuanto pronunció esas palabras, su mirada volvió a perderse en el pasto.

Quiso preguntar más. Si tenía que ver con la guerra en la frontera, significaba que su esposo y su hijo podrían estar en peligro. Yoongi pareció notar su inquietud y se apresuró a aclarar:

—No se preocupe, no tiene nada que ver con las campañas militares. Se lo aseguro. Son asuntos familiares.

—Entiendo. Espero que todo se resuelva, alteza.

—Yo también.

No hizo más preguntas. El príncipe tampoco añadió nada. Solo se despidió con una ligera sonrisa cuando Moonbyul lo acompañó hasta la salida. Donde la imponente figura del rey esperaba al niño.

Por un instante, sintió empatía por Yoongi. Parecia cargar una preocupación constante en los hombros, y su mirada se oscurecía al mencionar a su familia. Moonbyul se preguntó si el niño también era víctima del rey, ese hombre tan déspota y manipulador.

Se inclinó en una reverencia cuando el monarca se acercó. Esperaba que su primera pregunta fuera sobre el entrenamiento de su hijo, pero como muchas otras veces, en lugar de eso, le dirigió una mirada invasiva.

—¿Cómo está, señora Kim?

—Me encuentro bien, majestad.

—Puedo verlo. Hoy luce particularmente hermosa.

Moonbyul sintió náuseas cuando el alfa empezó a esparcir feromonas en el aire. No era la primera vez que hacía comentarios como ese. Al principio, los había tomado con indiferencia, pero ahora le resultaban repulsivos.

—El príncipe Min Yoongi ha mejorado su técnica. Creo que el capitán Lee puede darle más detalles. Si me disculpa...

Intentó marcharse, pero la voz del rey la detuvo.

—Pero sabe, ¿cómo se vería aún más hermosa?

Moonbyul se giró, su expresión visiblemente molesta.

—Sin esa tela que cubre su hermoso cabello. Sería un buen contraste con las ropas oscuras que usa, ¿no lo cree?

Se quedó helada. Su expresión pasó del enojo al temor en un instante.

Él lo sabía.

No estaba segura pero la mirada de suficiencia que le mostró luego de lanzar ese comentario fue suficiente para estar segura.

No entendía cómo. Siempre había sido cuidadosa. Nunca le había dado la oportunidad de verla descubierta. Entonces, su mirada se deslizó hacia Yoongi.

El niño bajó la cabeza instintivamente.

Lo entendió.

El rey no lo había descubierto por sí mismo. Alguien le había dicho. Y ahora, la empatía que había sentido por Yoongi se transformó en resentimiento. Porque si el rey sabía de ella, era posible que también sospechara de su hijo.

El monarca sonrió, disfrutando de su reacción.

—Espero que pueda visitarnos en palacio lo antes posible. Hay muchos temas que quiero tratar con usted ahora que el general no está disponible.

No era una invitación.

Era una orden.





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El peso de la culpa se instalaba en el pecho de Yoongi como una piedra imposible de mover. Desde que había delatado a la señora Kim, no podía dejar de pensar en lo que había hecho. Pero, ¿qué más podía haber hecho? Su padre le había dado una orden directa, y cuando él intentó resistirse, el rey Min amenazó con decapitar a Saemi.

El príncipe había sospechado durante algún tiempo que su padre llevaba a cabo investigaciones por su cuenta, pero nunca imaginó hasta qué punto estaba dispuesto a llegar para obtener respuestas. Lo comprendió aquella tarde cuando, al volver de su entrenamiento, escuchó gritos desgarradores provenientes del patio del palacio. Al llegar, sus pasos se detuvieron de golpe: Saemi, su leal criada, estaba siendo castigada con una brutalidad que lo dejó helado. La sangre resbalaba de sus labios partidos, su cuerpo temblaba con cada golpe, pero ella no pronunciaba una sola palabra.

Los recuerdos lo golpearon con fuerza. No era la primera vez que su padre usaba este tipo de métodos. Recordó con amarga claridad la ocasión en que ordenó cortar las manos de una criada porque Yoongi, de niño, había tropezado y lastimado. En su momento, pensó que era un castigo por su bienestar, pero con el tiempo entendió la verdad: su padre no lo hacía para protegerlo, sino para enseñarle una lección. Le estaba mostrando, desde pequeño, que cada acción tenía consecuencias, que la debilidad no era una opción y que el poder no se ejercía con bondad, sino con miedo.

Saemi era el instrumento perfecto para doblegarlo. El rey Min lo sabía. Sabía cuánto la apreciaba su hijo y que, con el estímulo adecuado, terminaría cediendo. "No me ha sido útil. No ha conseguido información de los Kim. Ya no la necesito", había dicho con indiferencia, ordenando a los guardias continuar con el castigo.

Yoongi se quedó inmóvil, sus pensamientos chocaban entre sí como un mar en tempestad. ¿De verdad iba a permitirlo? Sabía lo que se esperaba de él. Sabía lo que debía hacer. Su formación como príncipe le exigía quedarse en su sitio, mostrar frialdad, no intervenir. Pero en ese momento, toda la disciplina que le habían inculcado se hizo añicos. Antes de darse cuenta, su cuerpo se había movido por voluntad propia, interponiéndose entre Saemi y los guardias.

—¡Padre, por favor, detente! —suplicó, olvidando por completo la postura y la compostura que se esperaba de él.

Pero el rey Min no buscaba súplicas. No buscaba piedad. Buscaba respuestas.

—Si ella no tiene nada interesante que decir, entonces seguirá recibiendo su castigo —respondió con frialdad.

Saemi lo miró, con los ojos apagados pero determinados. No iba a traicionarlo, aunque eso significara su propia muerte.

Yoongi sintió que la desesperación lo devoraba. No podía dejar que muriera. Y entonces, las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas.

—Yo lo sé... yo sé algo.

El silencio cayó sobre el patio. Su padre alzó una ceja con interés, y con un simple gesto, ordenó que los golpes cesaran. Saemi cayó de rodillas, respirando con dificultad, pero Yoongi apenas podía mirarla. Sabía que lo que estaba a punto de decir cambiaría todo. Pero al menos, Saemi viviría.

—Habla —ordenó el rey.

Yoongi cerró los ojos un momento, buscando la menor cantidad de daño posible. No podía delatar a Taehyung. No podía revelar algo que los pusiera en más peligro. Pero entonces recordó aquel día en los jardines de la reina, cuando, creyéndose solo, vio algo que no podía explicar.

—Vi a la señora Kim... sus cabellos... no son negros —confesó con voz temblorosa—. Son blancos.

El rey Min enmudeció por un instante. Su expresión pasó del desconcierto a la astucia. No dijo nada, pero Yoongi supo en ese momento que había cometido un error. Un terrible error.

Días después, la señora Kim fue convocada al palacio y Yoongi fue obligado a estar presente.

Cuando ella entró, la elegancia y serenidad con la que caminaba contrastaban con la tensión en el aire. Se inclinó respetuosamente ante el rey, pero este no perdió tiempo en ir al grano.

—Descúbrete la cabeza —ordenó con voz firme.

El corazón de Yoongi latía con fuerza mientras la señora Kim, sin expresión alguna, obedecía. Cuando la tela cayó, dejando al descubierto su cabello claro, un murmullo recorrió la sala. No fue un murmullo de horror, sino de fascinación y suspicacia. El rey Min se quedó en silencio por unos instantes, observándola como si acabara de descubrir una pieza clave en un tablero de estrategia.

Luego, sonrió.

—No haré contigo lo que hago con las brujas y chamanas de Baekje —dijo en tono casi casual—. Aún no estoy seguro de que seas una de ellas. Pero si el pueblo llegara a saber esto... bueno, no podría predecir las consecuencias. —Su mirada se afiló—. Será mejor que la familia Kim se lleve bien con la corona. Podría ser su única salvación.

Yoongi sintió un nudo en la garganta. La mirada de la señora Kim se posó en él, y en sus ojos había algo peor que enojo o indignación: resentimiento. Él la había entregado. Aunque había salvado a Saemi, no podía evitar la sensación de que había condenado a alguien más.

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Cuidense 737
Liz.

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