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En un reino, hace mucho tiempo, existió un general, su nombre era Kim Seojoon.

Era el menor de los hermanos Kim, un militar de pies a cabeza, había vivido lejos de las intrigas políticas y las luchas por el poder. Pero la muerte de su hermano mayor Kim Woobin lo había arrastrado a un ascenso prematuro al comando de sus propias tropas, y con el peso de la promesa que su hermano le arrancó antes de partir —cuidar de su familia—, Seojoon asumió la tutela de su sobrino, el pequeño Kim Namjoon.

A partir de ese momento, Seojoon se convirtió en el nuevo general de Baekje, obligado a proteger a su sobrino mientras enfrentaba un reino dividido por tensiones internas y la constante amenaza de Goryeo, que acechaba desde el norte con una fuerza cada vez mayor. El rey, siempre desconfiado del poderío de los Kim, buscaba mantenerlo alejado de la corte. Con la excusa de reforzar las fronteras, lo enviaba a los confines más inhóspitos del reino, esperando que las batallas lo reclamaran como a su hermano. Pero Seojoon regresaba siempre, ileso y victorioso, frustrando una y otra vez los oscuros designios del monarca.

Fue en una de esas largas expediciones cuando Seojoon encontró algo que nunca había buscado, algo que ni las espadas ni las estrategias podían enseñarle. Al detenerse junto a un riachuelo para que su caballo bebiera agua, vio a una joven de cabellos oscuros, quien, sin temor alguno, le ofreció agua con una sonrisa que desarmaba hasta al guerrero más endurecido. No lo trató como el gran general de Baekje; no hubo reverencias ni temores, solo una humanidad sincera que él no había conocido antes. Fue una charla breve, ligera como el susurro del viento, pero suficiente para que ambos desearan encontrarse de nuevo.

Las noches que siguieron fueron un refugio bajo las estrellas, donde el tiempo parecía detenerse mientras hablaban de sueños y secretos que el universo escondía. Seojoon, criado en la rigidez de una dinastía militar, comenzó a cuestionar las enseñanzas que le habían inculcado. Siempre le dijeron que el amor era un arma de doble filo, un lujo peligroso para un guerrero, pero con Moonbyul, como se hacía llamar la joven, esas lecciones se desmoronaron. Sin embargo, la dicha de su amor fue efímera.

Cuando Moonbyul quedó embarazada, ambos comprendieron el peligro que acechaba. Seojoon sabía que el rey no se detendría hasta destruir todo aquello que pudiera amenazar su reinado, y Moonbyul, con los ojos llenos de tristeza, confesó un secreto que había ocultado hasta entonces: no pertenecía al mundo de los mortales. Ella era la luna, una diosa que había descendido al reino humano, condenada ahora a sufrir la ira de los dioses por su amor prohibido.

La noche en que Moonbyul dio a luz estuvo marcada por la magia y el sacrificio. En una antigua cabaña, bajo el resplandor de la luna llena, una bruja desafió a los cielos para ayudarla y mientras las estrellas parecían llorar por el destino que se cernía sobre ellos, un niño llegó al mundo. En sus primeros llantos resonaba el poder de los cielos y la tierra, y fue la bruja antes de desvanecerse como polvo al viento, que con su último aliento susurró el nombre que quedaría grabado en la historia: Taehyung.





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6 años después.

La infancia es un regalo que debe vivirse con juegos, risas y descubrimientos. Los adultos deben encargarse de las cargas de la vida para que los niños disfruten de su inocencia y construyan recuerdos felices.

Pero mientras Taehyung sostenía su pequeña espada de madera, listo para contratacar, una pregunta persistía en su mente: ¿por qué esa norma jamás había aplicado para él? Desde que tenía memoria, había sido diferente a los demás niños de su edad. Mientras otros jugaban bajo el sol y reían despreocupados, él no había salido de casa nunca.

Había crecido escuchando las advertencias de su madre, quien lo detenía cada vez que intentaba salir. "El mundo allá afuera no es seguro", le decía, y Taehyung, demasiado pequeño para cuestionarla, asumía que sus palabras no eran más que excusas para mantenerlo encerrado. Sin embargo, un día, en un descuido, escapó hacia la ciudad. Fue entonces cuando la realidad lo golpeó como el filo de una espada: las miradas que lo seguían no eran de curiosidad, sino de temor y rechazo.

Sus cabellos plateados y sus ojos grises eran un enigma para la población, que jamás había visto algo similar. Aquella tarde, un grupo de niños lo encontró primero, y sus risas burlonas pronto se convirtieron en gritos de odio. "¡Demonio!", le gritaban mientras le lanzaban piedras. Aterrorizado, regresó a casa, y al cruzar la puerta vio en los ojos de su madre una tristeza profunda, una culpa que Taehyung no podía comprender del todo, pero de igual forma juró no volver a causarle dolor.

Desde ese día, obedeció cada orden sin cuestionar, ocultando su cabello bajo capuchas y telas, dejando de lado aquello que le hacía feliz. Cuando cumplió cinco años, su padre le entregó como regalo una espada de madera. "A partir de ahora, entrenarás", le dijo con la firmeza que caracterizaba su voz. "Debes estar listo para defenderte algún día". Taehyung no entendió del todo esas palabras, pero tampoco pidió explicaciones, solo recordó la promesa que se había hecho a sí mismo y asintió, aceptando su destino con una obediencia silenciosa.

Taehyung había aceptado, el ser diferente y que había algo en él que nunca podría igualar a los demás. Pero, aun así, seguía preguntándose por qué no podía ser como ellos, anhelando en silencio, aquello que nunca se le concedió: ser simplemente un niño.

—Concéntrate, Taehyung —la voz firme de su padre lo sacó de sus pensamientos.

El niño reaccionó de inmediato, enderezándose con torpeza y alzando su espada de madera. La empuñó con ambas manos, sus deditos apenas lograban abarcar el mango, mientras miraba a su primo Namjoon, quien esperaba firme y sereno, el inicio del duelo.

—Debes observar cómo se mueve Namjoon —continuó su padre—. Aprende a leer los movimientos de tu oponente antes de que él lea los tuyos.

—Sí, papá.

Esa afirmación, tan breve como obediente, fue suficiente para que el general Kim diera la orden de iniciar la simulación. Todos los soldados que habían rodeado el lugar observaban atentos, algunos intercambiando miradas que ya anticipaban el resultado.

El contraste era dolorosamente evidente. Namjoon, con sus trece años, tenía una ventaja evidente. No solo era mayor y más fuerte, sino que su entrenamiento como alfa le daba una agilidad y precisión que lo hacían destacar. Desde la muerte de su padre, el general Kim había asumido el rol de figura paterna para él, y Namjoon, lejos de resistirse, parecía disfrutar cada lección de combate que le enseñaban. La sangre de los Kim corría con fuerza por sus venas, y eso lo hacía destacar en el campo de batalla.

Taehyung, en cambio, a sus seis años, luchaba por sostener con firmeza la espada de madera que sujetaba con ambas manos. Sus movimientos, aunque rápidos, carecían de la coordinación necesaria. Y tal como todos habían previsto, la batalla no duró mucho: en un descuido, Taehyung dejó su flanco desprotegido, y Namjoon, con un movimiento calculado, desarmó al pequeño, enviando su espada al suelo. Taehyung cayó de espaldas, mientras la espada de su primo apuntaba hacia él.

—¡Ah! —exclamó el niño, más sorprendido que lastimado.

Namjoon bajó su arma y le extendió la mano con calma.

—Has mejorado, pero aún te falta aprender a esquivar cuando estés en desventaja —dijo una voz grave a sus espaldas.

Taehyung levantó la vista y vio a su padre, que había estado observando desde la distancia.

—Voy a practicar más, papá —respondió el niño con una vocecita tierna que arrancó sonrisas de los soldados presentes.

Kim Seojoon permitió que una leve sonrisa se dibujara en su rostro antes de dar media vuelta y retirarse al ser llamado por uno de sus hombres.

—Sigan practicando sin mí —ordenó mientras se alejaba.

Una vez solos, Namjoon miró a Taehyung, quien aún sacudía el polvo de su ropa.

—No me golpeaste fuerte porque estaba mi papá, ¿cierto, Nami? —preguntó con un tono acusador, pero inocente.

Namjoon soltó una risa baja, negando con la cabeza.

—¿Cómo crees, Tata? Usé toda mi fuerza para derribarte. Es más, creo que ya casi me igualas en fuerza.

—¡Yeii! ¡Soy tan fuerte como Nami! —exclamó Taehyung, alzando ambos brazos al aire antes de comenzar a saltar alrededor de su primo, como si hubiera ganado una gran batalla.

Namjoon lo miró con una sonrisa indulgente. Sabía que mentía, pero también sabía que Taehyung necesitaba sentir que estaba progresando, aunque fuera un poquito. El pequeño era frágil, claramente se presentaría como un omega, y no importaba cuánto practicara, jamás podría alcanzar la fuerza de un alfa.

Cuando Taehyung dejó de saltar, fijó su atención en una ardilla que trepaba un árbol cercano. Namjoon aprovechó el momento para inclinarse hacia él y susurrar como si fuera un secreto importante:

—¿Quieres ir a perseguirla? —le susurró con complicidad.

Taehyung alzó la mirada, con los ojos llenos de emoción.

—¿Puedo? —preguntó con una mezcla de incredulidad y entusiasmo.

—Claro, yo me encargo de explicarle algo al tío Seojoon. Ve.

El niño no dudó ni un segundo. Abrazó a Namjoon con sus pequeños brazos antes de salir corriendo tras la ardilla, olvidándose por completo de la espada y del entrenamiento. Sus pasos torpes y su risa ligera llenaron el campo de una calidez que contrastaba con la rigidez militar del entorno.

Namjoon lo observó mientras corría tras el animal, tropezando de vez en cuando con el pasto, pero sin perder la alegría. En esos momentos, era solo un niño, y Namjoon no podía evitar sentirse feliz de poder darle al menos eso.

—Sabes que no debes consentirlo, ¿verdad, Namjoon? —la voz grave del general Kim lo hizo girarse de golpe.

Namjoon bajó la mirada, anticipando lo que vendría.

—Taehyung necesita aprender a defenderse si algún día no estoy para protegerlo. Tú más que nadie sabes por qué.

El joven alfa asintió con un suspiro resignado. Entendía lo que su tío quería decir. El pequeño Taehyung había llegado al mundo en circunstancias difíciles, y la sospecha sobre la muerte de su padre seguía siendo una sombra que lo perseguía. Sin embargo, Namjoon no podía dejar de pensar que todo aquello era demasiado para un niño tan pequeño.

—Sí, pero... Tae es solo un niño, tío Joon. Yo puedo protegerlo si usted no está. No hace falta que lo presione tanto.

El general suspiró, desviando la mirada hacia su hijo, quien seguía corriendo tras la ardilla.

—Tampoco quiero hacerle esto, Nam, pero no puedo arriesgarme a perderlo. No lo soportaríamos ni Moonbyul ni yo. Por eso tiene que ser más fuerte. No quiero que su condición de omega lo haga vulnerable.

Namjoon apretó los labios y asintió, aceptando la realidad.

—Prométeme que siempre cuidarás de él —pidió Seojoon, colocando una mano firme sobre su hombro.

—Lo haré, tío. Lo protegeré con mi vida.

El general asintió, satisfecho, y palmeó su hombro antes de anunciar:

—El rey me ha convocado. Probablemente me envíe de nuevo a las fronteras del norte, así que tendrás que quedarte con tu tía un tiempo. El señor Lee Minno estará a cargo del ejército durante mi ausencia. No dudes en buscar su ayuda si la necesitas.

—Entendido, general Kim —respondió Namjoon, inclinando la cabeza en señal de respeto.

Cuando el general se alejó, Namjoon volvió la vista hacia Taehyung, quien seguía corriendo detrás de la esquiva ardilla. Mientras lo observaba, solo podía esperar que su tío regresara sano y salvo, y que aquel mundo caótico les concediera un poco más de tiempo para vivir en paz.




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El rey Min era conocido por su astucia, un hombre tan astuto como frío, cualidades que lo habían llevado al trono con una velocidad asombrosa. Mientras otros reinos necesitaban años para consolidarse, Baekje, bajo su reinado, había florecido rápidamente. Su éxito, sin embargo, no provenía únicamente de sus habilidades políticas, sino también de sus métodos poco éticos. Las alianzas forjadas con manos firmes y sonrisas afiladas, junto con el silenciamiento implacable de quienes osaban interponerse en su camino, habían convertido al reino en una nación estable a pesar de las disputas internas que bullían bajo la superficie como brasas encendidas.

Era por eso que Kim Seojoon temió profundamente cuando el rey hizo aquella solicitud.

—¿Quiere que le presente a mi familia? —repitió, sintiendo cómo sus manos comenzaban a temblar, como hojas sacudidas por un viento gélido.

—Así es, general Kim. Me han contado que te casaste hace algún tiempo y que incluso has tenido un hijo. No he tenido la oportunidad de felicitarte como corresponde —respondió el rey, con una sonrisa que no albergaba amabilidad alguna. Luego, dejando que su tono se impregnara de burla, añadió—: Solo conozco al pequeño hijo del difunto Kim, y me encantaría ver a la familia del gran general de Baekje.

La carcajada que siguió a sus palabras resonó como un eco cruel en la sala, llenando los oídos de Seojoon con un zumbido inquietante. La expresión de pánico que cruzó el rostro del general solo intensificó la diversión del monarca, quien lo observaba con los ojos de un depredador que juega con su presa antes del golpe final.

Seojoon buscó desesperadamente en su mente una salida, una excusa que pudiera librarlo de aquella trampa, pero sabía que el día había llegado. Había intentado, con todos los medios a su alcance, mantener a su familia fuera del alcance de los ojos inquisitivos del rey. Sabía que el menor signo de amenaza, incluso la más ínfima sospecha, podría sellar su destino. Aunque el rey ya tenía un heredero, el príncipe Min Yoongi, eso no garantizaba la seguridad de su familia. A los ojos de un monarca tan paranoico, cualquier lazo con el linaje de los Kim era una amenaza latente.

—Supongo que no me negarás el honor de conocerlos, ¿verdad, general? —presionó el rey, su sonrisa burlona clavándose como un puñal en el alma de Seojoon.

El general apretó los dientes, sintiendo cómo la impotencia se enroscaba en su pecho como una serpiente, sofocándolo. No tenía escapatoria; cualquier negativa solo despertaría sospechas más profundas.

—Por supuesto que no, majestad —respondió finalmente, su voz firme, aunque sus entrañas temblaban—. Mañana escoltaré a mi familia al palacio para que pueda conocerlos.

El rey lo observó por un momento, como un jugador satisfecho tras mover una pieza clave en el tablero, y luego asintió con desdén antes de continuar:

—Bien, estaré esperándolos.

Seojoon permaneció en su lugar, inmóvil, mientras el peso de lo inevitable lo aplastaba. Su corazón, un tambor desbocado, latía con fuerza en su pecho. Sabía que había aceptado más que una simple orden; había abierto la puerta a un peligro que, desde siempre, había temido con cada fibra de su ser.

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El día siguiente llegó sin que pudieran evitarlo. Había sido una larga noche, y quizá por eso las ojeras de Moonbyul y Seojoon eran tan evidentes, profundas como las sombras que cargaban en sus corazones. Ninguno de los dos había logrado conciliar el sueño después de que el general llegó con la noticia: el rey los había convocado al palacio.

Kim Taehyung no entendió del todo la gravedad del asunto cuando su padre, con el ceño fruncido y una voz tensa, le informó a su madre que debían presentarse ante la corte. Pero lo supo, en lo más profundo de su ser, cuando las criadas lo escoltaron a su habitación y, aun desde allí, pudo escuchar los gritos ahogados y el llanto desconsolado de Moonbyul.

Ahora, mientras caminaban en silencio por los interminables pasillos del palacio, la tensión era palpable. Un escolta los acompañaba, aunque ninguno de los guardias parecía prestar atención al aire inquietante que los envolvía. Las antorchas apenas iluminaban el corredor, proyectando sombras que se deslizaban como espectros, haciendo de aquel lugar majestuoso algo lúgubre.

Vestían con elegancia, en un intento desesperado por encajar en un entorno que los hacía sentir pequeños e indefensos. Moonbyul mantenía firmemente ajustada la capucha que ocultaba sus cabellos blancos, cortesía de los cielos que la habían castigado de aquella forma. La noche anterior, ambos habían acordado que cubrir su cabello era la única forma de evitar preguntas indeseadas. Con Taehyung, todo parecía más sencillo: no era extraño que los niños usaran prendas con capuchas. Sin embargo, la madre no podía controlar el temblor de sus manos ni la idea de que el rey pudiera descubrirlos.

—No tengas miedo —susurró Seojoon con voz baja, soltando feromonas calmantes que llenaron el aire con un leve aroma a madera y tierra mojada.

Moonbyul alzó la vista, sus ojos vidriosos reflejaban la lucha interna que libraba en silencio. Apenas tuvo tiempo de asentir antes de que las enormes puertas del salón del trono se abrieran, dejando paso a una escena que parecía sacada de una pintura intimidante.

Los ministros y consejeros del rey se habían reunido seguramente a pedido del monarca y allí, al final del gran salón, se encontraba el rey. Majestuoso y altivo, sentado en su imponente trono como si fuera una extensión de su propio cuerpo, con la reina consorte a su lado, hierática y distante. Junto a ellos estaba un niño pequeño, de pie, mirando con una solemnidad inquietante.

La familia caminó hacia ellos con una velocidad calculada, ni demasiado apresurada ni demasiado lenta, como si cualquier paso en falso pudiera desencadenar un desastre. Moonbyul seguía mirando el suelo, perdida en sus pensamientos y guiada únicamente por la firmeza de Seojoon, que sostenía su mano con fuerza. Los nervios la tenían paralizada, pero no podía dejar de escuchar las palabras del monarca que resonaban en el vasto salón:

—... Y este es mi hijo, Min Yoongi, heredero del reino de Baekje.

Instintivamente, los ojos de Moonbyul siguieron los de Yoongi, que se habían fijado en Taehyung con una mezcla de fascinación y alegría casi infantil, como si hubiera estado esperando este encuentro desde hacía mucho tiempo. Pero ella sabía lo que significaba esa mirada, sabía que traía consigo un presagio oscuro, una advertencia que resonaba en lo más profundo de su alma.

Cuídense 737.

Liz.

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