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Capítulo 6


—Debo decirle que me ha sorprendido —⁠dijo el futuro conde de Cottesburg mirándola sin reparos⁠—. He conocido a su madre y no se parece usted a ella.

Anelise lo miró sin saber si se trataba de un elogio o un insulto.

—Probablemente a ella le gustaría haberlo escuchado decir eso. Mi madre no me considera uno de sus éxitos —⁠dijo con sinceridad.

Rayner Brogan no pudo disimular su sonrisa.

—No estoy muy acostumbrado a tratar con jovencitas americanas, pero estoy seguro de que no hay muchas como usted. Desde luego, no se parece en nada a sus coetáneas inglesas. Ninguna joven que se precie aceptaría de tan buena gana reconocer que su madre no se siente orgullosa de ella. Al contrario —⁠dijo divertido⁠—, se esfuerzan mucho en elogiarse a sí mismas.

—En esto, como en todo, me temo que la generalización es perversa, señor Brogan.

—Para que la conozca un poco mejor podría hablarme de lo que le gusta.

—Me gusta leer —dijo distraída.

—¿Qué clase de libros?

—Los de la señorita Austen, por ejemplo.

—Ya veo —dijo él asintiendo—. Es usted de las que se pasa las tardes suspirando por el señor Darcy.

Anelise sonrió con ironía.

—¿Y qué mujer no suspiraría por un hombre con una renta de diez mil libras al año?

—¡Vaya! ¡Ha sido usted muy rotunda! —⁠dijo riendo.

—Le pido disculpas si he sido demasiado... americana —⁠dijo ella fingiendo avergonzarse⁠—. Puede estar seguro de que si mi madre me oyera no estaría muy satisfecha con mi comportamiento.

—Al menos ya sé cuál es su ideal masculino —⁠dijo él escondiendo una sonrisa divertida.

—¿Se refiere usted al señor Darcy?

—Evidentemente yo soy mucho más atractivo que él y poseo una cantidad de dinero que, perfectamente, podría competir con la renta del señor Fitzwilliam.

—Soy de las que opina que cualquiera puede emitir una opinión, por muy equivocada que esta sea —⁠dijo Anelise con un tono que parecía serio y sesudo⁠—. Está claro que, en cuanto a atractivo físico, lo que a usted le parece admirable a mí puede parecerme horrendo...

—Eso no puedo aceptárselo, hay unos cánones de belleza que todos debemos respetar. Por ejemplo, usted. —⁠Anelise lo miró sorprendida⁠—. Sí, no irá ahora a desmontar la buena opinión que me he hecho sobre usted y fingir que se considera poco atractiva.

—No haría tal cosa. Sé que la naturaleza ha sido bondadosa conmigo y siempre me ha decepcionado la gente que abusa de la falsa modestia. En cuanto a que se ha hecho una buena opinión sobre mí, no entiendo sobre qué base, ya que ha sido el señor Darcy el objeto principal de nuestra charla. Por lo que deduzco que es él quien le parece atractivo, física y económicamente.

Rayner volvió a sonreír, ya sin disimulo.

—Es usted muy divertida, señorita Vandermer. Y gran parte de su encanto radica en que parece no importarle lo que opine sobre usted.

—Todavía no he visto que tenga una biblioteca semejante a la de Pemberly. Solo entonces su opinión será relevante para mí.

Rayner soltó una carcajada y siguió riéndose a gusto durante un buen rato.

Si alguien le hubiese dicho a Anelise que haría amistad con el futuro conde de Cottesburg, ella habría sonreído, condescendiente, pensando que la persona que le hablaba no tenía ni idea de cómo era ella. Rayner era un joven arrogante, arisco, antipático con todo el mundo y con una marcada línea sobre lo que le importaba y lo que no. Línea que no dejaba que nadie traspasase. Si algo no le interesaba se lo hacía saber a su interlocutor sin dejar el más mínimo resquicio para la duda. Estaba claro que se movía en una dimensión totalmente distinta a la suya y su percepción del mundo era igual de diferente. Parecía ajeno a todo convencionalismo e incumplía sistemáticamente cualquier regla que le fuese impuesta por el rancio clasismo de la sociedad a la que pertenecía por derecho y nacimiento. Quizá fue esa rebeldía la que atrajo tanto a Anelise, resultaba reconfortante conocer a alguien como él, capaz de enfrentarse a los suyos con la más absoluta tranquilidad.

Rayner y Anelise se hicieron inseparables. Él era su pareja en los bailes, la acompañaba en sus paseos diarios y siempre era bien recibida cuando se encontraban en cualquier evento. Lady Hana no podía estar más contenta viendo a su hija alternar con lo más selecto de la sociedad inglesa, aunque tuviese que ser de la mano de aquel arrogante y maleducado joven del que tanto había oído hablar, nunca bien. Aun así, Hana Vandermer era capaz de valorar el hecho de que lo adornaba un futuro espléndido como futuro conde de Cottesburg. Ser la madre de una condesa se acercaba mucho al ideal que había alimentado durante años.

—¿Te ha contado ya la historia de su hermano? —⁠Cynthia estaba sentada en la cama esperando a que la doncella terminase de peinar a su prima.

Anelise la miró a través del espejo y le hizo un gesto para que esperase a que la doncella se hubiese marchado.

—Todo el mundo lo sabe —respondió Cynthia⁠—. Hubo un tiempo en que no se habló de otra cosa en Cottesburg. Tanto arriba como abajo.

La doncella miró a Anelise a través del cristal y asintió.

—Sé que murió de manera trágica... —⁠dijo Anelise dándose por vencida.

—Nicolas Brogan era el joven más elegante y atractivo que yo haya visto jamás —⁠empezó Cynthia⁠—, más que su hermano, incluso. Iba a ser el próximo conde de Cottesburg y todo el mundo lo respetaba por ello. Estaba prometido e iba a casarse, pero de repente dejamos de verlo. No asistía al oficio del domingo y no se le veía nunca con su hermano, a pesar de que siempre habían estado muy unidos. Corrieron muchos rumores, pero nunca supimos de verdad lo que le pasó. La cuestión es que un día salió a montar a caballo con su hermano y el animal lo tiró. Se rompió el cuello y murió allí mismo.

—¡Dios mío! —exclamó Anelise. Le hizo un gesto a la doncella para dar su tarea por terminada⁠—. Ya estoy bien, Anna, puedes marcharte. Has hecho un trabajo maravilloso.

La doncella abandonó la habitación con una sonrisa satisfecha por las felicitaciones que recibió de Anelise, aunque secretamente disgustada por no poder quedarse a escuchar el resto de la conversación.

—Aunque lo sepan, no me parece adecuado hablar de estas cosas delante del servicio. No me gustan los cotilleos —⁠dijo Anelise cuando estuvieron solas.

—Ellas también tienen derecho a divertirse. —⁠Rebatió su prima sonriendo.

A Anelise le resultó cruel ese modo de hablar de su prima.

—Debió ser terrible para su hermano —⁠dijo con cierto reparo.

—No sé qué decirte, no es fácil saber lo que pasa por la cabeza de Rayner Brogan —⁠dijo Cynthia negando con la cabeza.

El concurso de orquídeas se celebraba en Godinton House, el palacio de los condes. Anelise y el resto del grupo atravesaron el pórtico de piedra que daba al parque. Un guarda con librea las saludó con reverencia.

—Debe pensar que somos aristócratas —⁠susurró Anelise a su prima⁠—. Seguro que si supiera que soy americana no lo habría hecho.

Cynthia se volvió a mirar al hombre y al darle la espalda de nuevo trató de contener la risa.

—Cuéntame un poco más sobre ese concurso.

Anelise y Cynthia caminaban delante del grupo formado por sus dos madres y el padre de Cynthia. El cochero las había dejado en un lugar estratégico, destinado a los carruajes, para que los invitados pudieran admirar las vastas posesiones de los condes.

—Pues es un evento muy importante para Cottesburg. Después de todo es la única ocasión en la que se permite que los aldeanos pisen estas tierras —⁠explicó Cynthia con tono sarcástico⁠—. En cuanto al concurso, es un mero teatro en el que la condesa gana siempre.

—Lo dices como si pensaras que está amañado —⁠dijo Anelise, sorprendida.

—¡Por supuesto que lo está! —⁠dijo elevando demasiado la voz. Se volvió para asegurarse de que su madre no la había escuchado antes de continuar en un tono más adecuado⁠—. Todos estos falsos concursos están amañados, prima. Estoy segura de que es igual en América. A mí me daría igual si no fuese por el pobre Wickens, nuestro jardinero. Te aseguro que cultiva las orquídeas más hermosas que hayas visto jamás.

Anelise frunció el ceño, descontenta.

—¿Y nunca gana?

—Jamás. La condesa no lo permitiría. La madre de Rayner es, como todos en esa casa, una mujer acostumbrada a hacer su santa voluntad.

—Cynthia, ven, hija —la llamó su madre.

—Ahora vuelvo —le dijo a su prima⁠—, seguro que mamá quiere que le explique a tu madre algo que ella no recuerda. Le pasa constantemente.

Anelise se alegró de quedarse sola un momento, le apetecía disfrutar del paseo sin tener que mantener una conversación. Se deleitó contemplando el precioso puente que habían construido sobre el lago. Realmente el paisajista de los condes de Cottesburg había hecho un trabajo magnífico. El grupo llegó hasta una avenida de robles y, tras atravesarla, cruzaron bajo otro arco que daba a un patio rodeado de edificios. En ese momento Cynthia ya volvía a estar junto a ella.

—Esa es la Sala de audición —⁠le explicó su prima señalando un pequeño edificio flanqueado por galerías.

Anelise hubiera deseado poder ver el resto de la propiedad, pero no había sido invitada formalmente y nadie que no fuese invitado formalmente podía adentrarse en los dominios de los condes.

Algo parecido ocurría con el concurso. Todo el pueblo estaba invitado para el evento floral y podían pasar a ver las flores que participaban en el concurso, aunque a la hora de leer el veredicto, solo los que tenían invitación escrita podrían quedarse en el interior de la Sala. El resto esperaría fuera a conocer el resultado.

Asomado a la ventana la vio llegar acompañada de un pequeño grupo de personas entre las que se encontraba su madre. Hana Vandermer era la imagen de mujer que él más despreciaba. Superficial e interesada, capaz de relegar sus sentimientos, si es que los tenía, con tal de conseguir su propósito. Sonrió con desprecio, acababa de describir a su propia madre. El pesimismo de sus pensamientos en ese momento la habría ahuyentado sin duda. No había nada que él despreciase más que la mentira y la falsedad. ¿Qué somos capaces de hacer por amor? Siempre había creído que el amor hacía alcanzar las más altas metas, las más elevadas virtudes. Ahora empezaba a comprender lo bajo que se puede caer también por amor. Repasó su rostro, cada rasgo de su fisonomía había quedado grabado en su memoria para siempre. Apenas unos días compartidos y ya sabía que era su alma gemela. La única capaz de hacer desvanecerse la oscuridad que lo envolvía.

—Hijo, estás aquí. —La condesa entró en la habitación de manera abrupta cortando el hilo de sus negros pensamientos⁠—. Debemos hacer acto de presencia en la Sala de audición. Tú deberías adelantarte, para que estés allí cuando llegue la americana.

—No la llames así, mamá, tiene nombre —⁠dijo sin volverse.

—Está bien, hijo, como desees, pero ya sa...

Rayner no esperó a que terminara la frase, salió de la estancia sin decir nada más. La condesa se quedó mirando la puerta con expresión confusa. ¿Sería posible que aquella insignificante y rica joven hubiese despertado algún sentimiento en el corazón de su hijo? Le parecía algo tan improbable como extraordinario. Durante unos segundos sopesó lo adecuado o contraproducente que podría resultar esa posibilidad para sus planes. Finalmente se dijo que no había muchas más opciones. Rayner se había encargado de convertir la tarea de conseguirle una esposa en algo prácticamente imposible dentro de su amplio círculo. Y, además, la fortuna de la americana no era nada despreciable. Suspiró alejando con su aliento cualquier duda y se dispuso a encarar el evento con la arrogancia y el orgullo que la caracterizaban.

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