Capítulo 20
Rayner comprobó el nudo de la cuerda antes de sentarse en el suelo para apurar la botella que lo acompañaba. Había llorado hasta quedarse sin lágrimas. Había gritado hasta quedarse sin voz. Ya no le quedaba nada más que hacer. No quería seguir viviendo. Había llegado el momento de acabar con su sufrimiento.
La noticia de la muerte de Lowell había cavado su tumba. La tía Mauve se había presentado en la cabaña y le había contado cómo tuvieron que regresar con el coche cuando el mozo de cuadras los había alcanzado con su caballo. Y cómo se encontraron a Anelise con su hijo muerto en los brazos.
Él no podía siquiera imaginarse lo que ella sintió en ese momento. Aunque vivió algo parecido con su hermano, algo que volvía a revivir ahora, para Anelise fue peor. Lowell era carne de su carne.
Terminó lo que quedaba en la botella y subió al tronco que había colocado bajo la cuerda. Se movía peligrosamente y debía darse prisa. Iba a pagar por sus pecados de una vez por todas. Cualquier juez lo habría condenado, de haber sido conocedor de su atroz crimen. Pero allí no había ningún juez más que él. Cuando metió la cabeza dentro del círculo de cuerda pensó en Anelise. Solo pensaba en hacer algo que pudiera aliviarla. Que supiera que la persona que le había causado tanto mal había pagado al fin su condena.
La vio entonces sola y frente a la tumba de su hijo y se preguntó si realmente era en ella en quien pensaba. ¿No era cierto que aquello iba a acabar con su propio sufrimiento, mientras que el de ella continuaría hasta el fin de sus días?
El tronco se tambaleó y él se sujetó a la cuerda para no caer. El lazo se apretó alrededor de su cuello y le cortó la respiración. La imagen de Nicolas se materializó también frente a él.
—Eres un maldito cobarde —le dijo su hermano con expresión de desprecio—. Tú has causado todo esto y ahora vas a escapar dejándola sola.
Rayner buscó el nudo y consiguió sacar la cabeza antes de que el tambaleante tronco lo tirara al suelo. Respiró hondo y tosió varias veces hasta que su mente empezó a aclararse. Se puso de pie respirando con dificultad y miró a la botella que yacía en el suelo. La cogió y la lanzó contra el tronco del árbol haciéndola pedazos.
—Anelise, hija, tienes que levantarte. —Su padre trataba de convencerla de que abandonase la cama.
Habían pasado dos meses desde la muerte de Lowell y Anelise no levantaba cabeza. Había perdido las ganas de vivir y se limitaba a vegetar en aquella cama, día tras día, comiendo lo que le llevaban pero sin aceptar recuperar su vida.
Ni siquiera se molestaba ya en contestar, tan solo quería que la dejasen en paz.
Selig abandonó la estancia apesadumbrado. A la pena por la pérdida de su nieto no tardaría en tener que añadir la desgracia de perder a una hija, si seguía en su empeño. Bajó las escaleras cansado y mucho más viejo. Se dirigió al salón para esperar allí a que el mayordomo le avisara para la comida.
—Señor Vandermer. —Rayner se volvió cuando oyó abrirse la puerta.
Selig frunció el ceño, confuso, últimamente le costaba dilucidar lo que ocurría a su alrededor, pero la presencia de su yerno parecía muy real.
—No soy un fantasma —dijo el inglés leyendo en su mirada la confusión mental en la que se hallaba el padre de Anelise—. He venido a ocuparme de todo.
Anelise no se giró para ver quién entraba esta vez en su cuarto. No le importaba si era su padre para insistirle en que bajara a comer con él o alguna de las doncellas inventándose cualquier historia para tratar de arrastrarla de aquella cama.
Sin embargo, cuando lo vio de pie frente a ella fue como si una enorme losa de piedra la aplastara contra la cama. Las pocas fuerzas que le quedaban la abandonaron al ver aquellos ojos azules y profundos que la miraban con tanto amor. Eran los ojos de Lowell, los ojos de su pequeño...
—He venido para quedarme contigo hasta que te recuperes —dijo Rayner con ternura, sentándose en la cama y cogiéndole la mano—. Cuando estés bien, cuando hayas superado este duro golpe, me iré si quieres, pero hasta entonces me quedaré a tu lado y lloraremos juntos a nuestro hijo.
Anelise lo miraba con ojos de loca, como si su cerebro se hubiese desconectado y no pudiese pensar con claridad.
—Soy la única persona que puede entender lo que estás sufriendo. La única a la que no tendrás que explicarle lo que sientes. Y estaré aquí para consolarte, porque eso me ayudará a soportar mi propio dolor.
De repente Anelise se sentó en la cama y se abrazó a él. Los sollozos la sacudieron como un huracán y sus gemidos eran tan desgarradores que atravesaron su carne y sus huesos hasta llegarle al alma. Rayner soportó con estoicismo su dolor. Se había jurado sostenerla y lo haría aunque para ello tuviese que bajar al mismo infierno.
Tres días después Rayner consiguió sacarla de la habitación y la llevó en sus propios brazos hasta el porche trasero, su lugar favorito de la casa. Puso una ligera manta sobre sus piernas pues, aunque el día era cálido, ella seguía teniendo frío.
Una de las doncellas le trajo una taza de té y le preguntó si quería comer algo.
—No, gracias, esperaré a la comida —dijo tratando de sonreírle.
La doncella asintió y miró a Rayner agradecida antes de volver a la casa. Todo el servicio estaba conmocionado por lo que había pasado. Todos querían mucho a Lowell y a su madre.
Rayner se apoyó en una de las columnas y contempló el jardín con expresión soñadora. Imaginaba a su hijo correteando por allí y volviéndose a mirarlo a cada rato para enseñarle algún descubrimiento.
—Mira, papá, ¿no es el escarabajo más grande que has visto?
Rayner sonrió y le respondió en su cabeza.
—Está claro que eres un gran explorador, hijo.
—¿En qué piensas? —preguntó Anelise.
—En nada —se apresuró a decir él.
Ella suspiró.
—Piensas en Lowell. Yo también pienso en él, todo el tiempo.
—Me imaginaba que correteaba por este jardín —dijo él al fin mirándola con orgullo—. Pienso en cómo sería su voz, su risa...
Anelise sintió una punzada en el pecho.
—Él quería conocer a su padre —dijo con la voz ronca—. Era lo que más deseaba.
Rayner se acercó y se arrodilló frente a ella.
—Estoy seguro de que ahora mismo nos está viendo aquí, a los dos juntos. Y también sé que sabe lo mucho, lo muchísimo que lo quería, aunque no estuviese con él.
Anelise extendió la mano sin pensar y le acarició el cabello. Fue como regresar a un lugar familiar, un lugar en el que se sentía segura.
—Debes odiarme mucho —dijo con la mirada perdida—. Te impuse un castigo muy cruel y lo aceptaste con resignación. Has perdido a tu hijo sin haber podido disfrutar de él.
Rayner bajó la cabeza y la apoyó en la mano de Anelise que descansaba en su regazo. Ella sintió la humedad de sus silenciosas lágrimas y se conmovió. Sabía lo mucho que había sufrido. Lo solo que había estado todos esos años. Recordó la primera vez que le pidió matrimonio y lo mucho que se esforzó para que lo rechazara. También pensó en aquellos días después de la boda en los que tanto se esforzaba en darle placer sin pedir nada a cambio. En lo mucho que se resistió a consumar el matrimonio.
Durante esos cinco años había pensado mucho en todo lo que él había pasado. En lo mucho que sufrió con la enfermedad de su hermano. En el tiempo que pasó sin compartir con nadie el miedo que lo atenazaba, durante las largas noches de vigilia en las que esperaba que Nicolas fuese a matarlo. Sin querer pedir ayuda a sus padres por temor a que se lo llevasen a algún lugar lejos de su casa. Sabiendo que su hermano era prisionero de un monstruo invisible.
Bajó la mirada y la posó en la cabeza que seguía apoyada en su regazo. Debía pensar que había querido castigarlo. Era lo que ella quiso que pensara, porque la verdad le habría hecho resistirse y luchar y ella no era lo suficientemente fuerte para vencerlo. No quería hacerle daño, pero se lo había hecho. Mucho. Y ahora Lowell estaba muerto y ya jamás podría conocer a su padre.
—¿Podrás perdonarme alguna vez? —dijo en un susurro.
Rayner levantó la cabeza lentamente como si creyera que había imaginado sus palabras. Cuando la miró vio la angustia en sus ojos.
—¿Perdonarte yo? —dijo con la voz rota y los ojos brillantes.
—Te he privado de disfrutar de tu hijo estos pocos años —dijo, decidida—. Por temor a perderlo en el futuro le privé de su padre, y deberías estar furioso conmigo.
—Jamás podré estar furioso contigo —dijo él con una triste sonrisa—. Sé que nunca estuvo en tu ánimo causarme daño alguno. Tan solo querías protegerlo, alejarlo de todo aquello que lo abocaba a un final como el de Nicolas.
—¿Cómo lo...? —Los ojos de Anelise se llenaron de lágrimas angustiadas.
—¿Qué cómo lo sé? —Movió la cabeza como si no comprendiera lo que la sorprendía tanto—. ¿Por qué crees que te amo tanto? ¿Crees que son tus ojos o tus labios? ¿Crees acaso que alguna vez me importó el dinero de tu padre? Te amo porque eres la única persona en el mundo a la que admiro por encima de todo, a la que respeto y venero. Sé que no está en tu mano hacer daño, que eres demasiado buena para causar dolor voluntariamente. No tardé en comprender que querías alejar a Lowell de mi familia porque ellos verían su enfermedad antes que a él mismo. Nuestro hijo habría crecido en un ambiente enrarecido, repleto de susurros y miradas esquivas. Y lo alejaste de mí porque la culpa es un demonio ladino y aterrador y sabías que no podría vencerla fácilmente. No querías que el niño creciese con nuestro contante miedo, culpa y decepción. Querías que tuviese una vida feliz, llena de amor, y eso solo tú podías dárselo.
—¡Oh, Rayner! —exclamó y él la abrazó con ternura.
—No tengo nada que perdonarte, amor mío. Mi pena y mi dolor no me los causaste tú sino yo. Fue mi cobardía, el miedo a perder de nuevo lo que me llevó a ese dolor. Durante estos años me he autodestruido y eso demuestra que tenías razón. Si hubieseis estado a mi lado os habría arrastrado al mismo pozo.
Se separó de ella y la miró a los ojos, quería leer en ellos y un enorme sentimiento lo inundó al reconocer aquella mirada que tanto había añorado.
—Me reconforta el corazón saber que te tuvo a ti, pues nadie mejor que tú para darle todo el amor que yo no pude darle. No te tortures con la falsa idea de que tengo algo que reprocharte. Todo el sufrimiento que he padecido lo doy por bien pagado si consigo que perdones mis pecados y me dejas cuidarte el resto de nuestras vidas.
—Amor mío —susurró ella y, sin decir nada más, selló su concesión con un cálido beso.
Epílogo
—Mamá, ¿de verdad te gusta? ¿No te parezco un pastel de nata? ¡Estamos en 1914, estos bailes ya no tienen sentido!
Anelise se rio ante la explosión apasionada de su hija y la llevó frente al espejo para que se viese a través de sus ojos.
—Sarah, eres la jovencita más bella de todo Cottesburg y lo sabes. Esta noche es tu baile blanco y el color del vestido es innegociable.
—Pues sigo pensando que es una tontería y que el azul claro me queda mejor.
—¿Puedo pasar? —dijo Aston tocando a la puerta con los nudillos.
—¡Pasa! —gritó su hermana colocándose frente a él cuando estuvo dentro—. Di la verdad de lo que piensas.
—Pareces una tarta de nata —dijo su hermano mayor.
—¿Lo ves? —exclamó volviéndose hacia su madre.
—Pero la tarta de nata es mi preferida —dijo Aston para arreglarlo.
Tenía la pícara mirada de su padre y sonreía con ironía, consciente de que no era aquello lo que se esperaba de él.
—Vamos, hermanita. Todos mis amigos están locos por ti y lo sabes. Esta noche no va a haber una joven que reciba más peticiones de baile que tú. Deja de preocuparte por el vestido y sal de una vez de este cuarto. Papá y Everett están abajo, impacientes por verte.
Sarah miró una vez más a su madre y finalmente sonrió despojándose de toda preocupación. Anelise sonrió también al verla salir de la mano de su hermano. Su hija no podía estar disgustada más de un par de minutos, enseguida encontraba un motivo para alegrarse.
Rayner y Everett, el más pequeño de los tres hijos del conde de Cottesburg, esperaban a los pies de la escalera. Anelise vio el orgullo en los ojos de su esposo y sonrió feliz. Everett hizo una broma a su hermana y su padre le alborotó el cabello regañándolo mientras se reía. Sarah lo persiguió cogiéndose la falda del vestido y Aston la agarró por la cintura advirtiéndole que debía comportarse como una señorita.
Anelise había llegado al último peldaño y Rayner le tendió la mano.
—¿Me concederá algún baile esta noche, condesa? ¿O es usted de las que se pasa las noches suspirando por el señor Darcy?
Anelise sonrió al recordar la primera vez que hablaron, mientras sus tres hijos dejaban sus juegos y se volvían a mirarlos con curiosidad.
—¿Y qué mujer no suspiraría por un hombre que tiene una renta de diez mil libras al año? —dijo Anelise.
—¡Vaya! Tiene usted las ideas claras.
—Perdóneme por ser demasiado americana —dijo ella con expresión falsamente tímida—. Aunque estoy segura de que a mi madre no le gustaría mi comportamiento.
—No me quejo, ahora sé cuál es su ideal masculino —dijo Rayner.
—¿De qué están hablando? —preguntó Everett mirando a su hermano mayor.
—De Fitzwilliam Darcy, el personaje de la novela de la señorita Austen —explicó Sarah.
—Shssss, callaos —ordenó Aston.
—¿Cree que mi ideal de hombre es el señor Darcy? —decía Anelise caminando alrededor de su marido.
—No lo creo. Está claro que yo soy mucho más atractivo que él y poseo una cantidad de dinero muy superior a la suya —respondió Rayner siguiéndola con la mirada.
—Se van a marear —dijo Everett.
Sarah estaba como hipnotizada, incluso le pareció que sus padres rejuvenecían visiblemente ante sus ojos.
—Es usted libre de emitir su opinión, aunque sea completamente errónea. —Anelise se detuvo retándolo con la mirada—. Está claro que, en cuanto a atractivo físico, lo que a usted le parece admirable a otro puede parecerle horrendo. A mí, por ejemplo...
—Eso no puedo aceptárselo, la belleza es fácil de diferenciar. Por ejemplo, usted —dijo Rayner—. Sabe perfectamente que es la mujer más hermosa de mi mundo y es demasiado sincera para fingir lo contrario.
—Jamás haría tal cosa. Aunque creía que era el señor Darcy el objeto principal de nuestra charla. Me pareció que era él quien le parecía a usted atractivo, física y económicamente.
Rayner sonrió como entonces.
—Sigue siendo usted muy divertida, condesa.
—Y usted sigue sin tener una biblioteca semejante a la de Pemberly.
Rayner soltó una carcajada y la cogió por la cintura para besarla.
—¡Oh, no! —exclamó Everett con disgusto dándose la vuelta, lo último que quería un joven de su edad era ver besarse a sus padres.
Sarah y Aston, en cambio, no apartaron la mirada. Los dos jóvenes eran lo suficientemente mayores como para admirar el amor que se tenían sus padres. Sabían que no todo les había sido fácil en la vida, la muerte del hermano que no conocieron fue una dura prueba para ellos.
La joven debutante se miró el vestido y sonrió. Aunque su madre tuvo que atravesar el océano para encontrar al amor de su vida, ella esperaba tener más suerte y descubrir a algún joven digno de atención en el baile de esa noche.
Aston, en cambio, se hallaba perdido en pensamientos más lúgubres. Recordaba la conversación que había tenido con su padre aquella misma tarde sobre la posibilidad de que Inglaterra declarase la guerra al imperio germánico.
Anelise y Rayner se separaron y miraron a sus hijos con cierta timidez.
—Disculpadnos —pidió su padre—, hemos revivido un bello recuerdo...
Aston se libró de sus oscuros pensamientos y se obligó a sonreír. Hoy era el día de su hermana y debía esforzarse por qué tuviese un baile digno de recordar.
—Vamos, hermanita —dijo ofreciéndole el brazo para que se agarrara—. Tengo ganas de ver la cara de mis amigos cuando entre al baile con la joven más bella de toda Inglaterra.
Everett se colocó al otro lado y también le ofreció el suyo.
—Eso —dijo asintiendo—. Yo también quiero.
Sarah los miró a ambos alternativamente y puso los ojos en blanco.
—Mira que sois cursis —dijo y, agarrándose el vestido, echó a correr hacia la puerta dejándolos desconcertados.
Anelise miró a su esposo y ambos se echaron a reír.
Nota de la autora:
Querid@ lector@
Hola. ¿Qué te ha parecido esta historia? Espero que hayas disfrutado de las aventuras y desventuras de Anelise. Yo me pongo ya a trabajar en mi siguiente novela y espero poder sorprenderte con una trama original, como siempre es mi deseo.
Sin más, me despido con un cálido abrazo esperando seguir contando con tu confianza.
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