Capítulo 17
El parto duró un día entero y Anelise demostró ser una mujer fuerte y valiente, a pesar de sus veinte años. El bebé fue un precioso niño de cabello rubio y rizado, con unos ojos azules como los de su padre y un hambre voraz. La condesa insistió en que no lo pusiera en su pecho, pero Anelise había hablado largo y tendido de ese tema con Marge Kennell y había llegado a la conclusión de que era importante ese vínculo entre madre e hijo, de modo que no cedió tampoco en ese aspecto y su suegra tuvo que conformarse con que fuese ella quien lo amamantara.
Cuando Rayner entró en la habitación Anelise estaba exhausta y achacó la expresión de su marido al hecho de verla tan desmejorada después de tanto esfuerzo. ¿Cómo si no podía explicarse aquel rostro que parecía el de alguien que acudiese a un funeral y no al nacimiento de su primer hijo?
Los días que siguieron al nacimiento de Lowell fueron extraños para Anelise. Se sentía tremendamente feliz al ver a su pequeño y no quería separarse de él, pero Rayner, en cambio, no parecía muy contento. Se ausentaba más que nunca, siempre había una ocupación urgente a la que debía acudir. Cuando estaba con el bebé se mostraba cariñoso, pero nunca aguantaba mucho tiempo con él en brazos. Parecía que le quemase en las manos.
Sitiado por la angustia de lo inevitable, el ánimo de Rayner decayó hasta llegar a la desesperación. Su fuerte temperamento lo hacía estallar de manera intempestiva y su aspecto se fue ensombreciendo. Su salud física también se resintió. Su rostro, pálido y demacrado, hacía resaltar aquella mirada extraviada que lo acometía por sorpresa en el momento más inesperado.
Intentaba estar lejos de Godinton House el mayor tiempo posible, seguro de que su final estaba cerca. Se mantenía ocupado llenando su día de preocupaciones sobre las tierras o los animales y regresaba de noche, cansado y silencioso, rogando al cielo por qué el mundo no se desplomase aún sobre su cabeza.
Cuando volvieron a casa, Rayner empezó a tener problemas para dormir. Anelise estaba ya totalmente recuperada, por lo que pensó que retomarían su vida matrimonial, pero no fue así. Su esposo la evitaba. Al principio, los dos primeros meses que permanecieron en Godinton House después del parto, creyó que el motivo era que temía hacerle daño y no le dio importancia, pero una vez en casa empezó a preocuparse. Vinieron a su mente los primeros tiempos después de la boda, cuando su marido no se decidía a consumar el matrimonio.
Ella se sentía una mujer plena, el nacimiento de su hijo había supuesto la culminación de su felicidad. Quizá por eso sentía con más intensidad y deseaba a su marido incluso más que antes, sin embargo, no era apropiado que una mujer mostrase esa clase de sentimientos y la angustia comenzó a reconcomerla preguntándose si habría dejado de amarla.
—La duquesa viuda, lady Sarah Dinsdale —dijo Binney dejándola entrar en el saloncito en el que Anelise leía un libro.
—Gracias, Binney —dijo la duquesa esperando que el mayordomo saliese y cerrase la puerta tras él. Se volvió hacia Anelise y puso una cara muy divertida—. Por un momento creí que iba a recitar todo mi árbol genealógico.
—Se toma muy a pecho sus funciones —dijo Anelise acercándose a besarla—. Pero sentémonos.
—Sí, hija, que ya estoy hecha un carcamal y no aguanto de pie más de dos minutos seguidos.
—¿Le apetece un té?
—Mejor una copita de jerez —dijo sonriendo con picardía.
Anelise se levantó, sirvió dos copas y le entregó una a la duquesa. Tenía curiosidad por saber a qué se debía aquella inesperada visita. Normalmente la duquesa avisaba de que acudiría a verla enviando a una de sus criadas el día anterior. No le gustaba sorprender, decía que las sorpresas son casi siempre desagradables.
—¿Cómo está el pequeño Lowell? —preguntó su bisabuela.
—Está precioso —dijo sonriendo orgullosa—. Ayer cumplió cuatro meses. ¿Quiere que envíe a buscarlo? A esta hora está durmiendo, pero estoy segura de que...
—No, no, no —se apresuró a interrumpirla—. He venido a verte a ti.
Anelise asintió y un escalofrío recorrió su espalda. Su intuición le decía que lo que había venido a decirle no era nada bueno.
—¿Está mi nieto en casa? —preguntó.
—No tardará en llegar, ha ido al aserradero a verificar un pedido...
—¡Señor Brogan! ¡Señor Brogan!
Rayner se volvió hacia el muchacho que había entrado en el aserradero a voz en grito, y lo miró con el ceño fruncido.
—Me envía el señor Weiss —dijo refiriéndose a Regin Weiss, el mayordomo de la duquesa viuda.
Rayner lo agarró del brazo sin mucho miramiento y salió con él a la calle.
—¿Y no te ha dicho Regin que debías ser discreto? —dijo entre dientes—. Habla.
—Me ha dicho que le avise de que la duquesa iba hacia su casa. En lo que yo he tardado en venir hasta aquí, ella ya debe haber llegado.
El futuro conde apretó los labios, convirtiéndolos en una línea dura y severa. Le dio una moneda al muchacho y corrió hacia su caballo sin despedirse de nadie. El corazón le latía desbocado y todo su cuerpo se cubrió de una fina capa de sudor mientras obligaba al caballo a cabalgar lo más veloz que el terreno le permitía.
—Quiero que sepas que te tengo verdadero aprecio —decía la duquesa en ese momento—. Desde que entraste en esta familia supe que Rayner había sido muy afortunado al encontrarte...
—Gracias, duquesa —la interrumpió Anelise—, yo también...
—No me interrumpas —dijo lady Sarah poniéndose muy seria. Parecía tensa—. Lo que he venido a decirte no es fácil y si me interrumpes a cada momento no acabaré nunca.
—Lo siento, no volveré a hacerlo —se disculpó, sorprendida.
—Ojalá no tuviese que...
—¡Abuela! —Rayner acababa de entrar en el salón como una exhalación y miraba a la gran dama con expresión furiosa.
Anelise nunca había visto aquella expresión en su rostro, ni siquiera cuando se enfadó tanto con ella. La duquesa miró a su nieto sin el más mínimo gesto de sentirse amedrentada.
—¿Te parece que esa es manera de entrar en una habitación? —Lo regañó.
—Rayner, cariño...
—Anelise, déjanos un momento, por favor —ordenó sin dejar de mirar a su abuela.
—Pero...
Su esposo la miró tajante, lo que hizo que se levantara sin tardanza y saliese del salón cerrando la puerta sigilosamente.
—Te lo advertí —dijo la duquesa.
—Debes darme un poco más de tiempo —dijo él con los puños apretados—. ¡Es tan feliz!
—Cuanto más esperes, más daño le harás. Debes contárselo ya. Mírate, la culpa te consume.
Rayner temblaba como una hoja, sentía tal furia que de haberla dejado salir habría hecho tambalearse las paredes. Quería gritar de rabia, romper todo lo que estuviese a su alcance. Porque sabía que su abuela tenía razón, no podría alargar mucho más su propia agonía. Apenas podía comer, no dormía y el dolor lo estaba matando.
—Está bien —dijo derrotado, perdiendo de pronto las fuerzas y sintiendo que un agujero negro y profundo se abría bajo sus pies—. Márchate. Se lo diré ahora mismo.
La duquesa se puso de pie y dejó la copita de jerez sobre una mesilla. Se acercó a su nieto y le acarició la mejilla con ternura.
—Siempre fuiste mi nieto preferido —dijo con tristeza—. Por muy duro que fuese, siempre hiciste lo correcto. Con tu hermano...
No pudo terminar de hablar, no quería llorar. En su vida había derramado muchas lágrimas y sabía que el dolor pasa, pero si no hacemos lo correcto se queda la culpa para siempre y es muy difícil sobrevivir a ella.
Rayner no se volvió, dejó que saliera del salón sin decir nada y esperó a que su mujer regresara.
—Deberías sentarte —dijo mirándola con el rostro tan blanco que parecía una estatua de mármol.
—Estoy bien así —dijo ella con preocupación—. ¿Qué ocurre, Rayner?
—Te amé desde el primer momento en que te vi —empezó a hablar—. No fue por tu belleza ni tampoco por tu dinero. Te amé porque sentí que eras capaz de verme. A mí. A la persona que se oculta detrás de toda esta fachada aprendida tras la que me he ocultado durante estos últimos años —dijo señalándose.
—Rayner, me estás asustando —dijo ella sintiendo que su corazón temblaba.
—Sé que después de escuchar lo que tengo que decirte me odiarás, y debes comprender que ver odio en tus ojos será tan insoportable que he tenido que recabar fuerzas para poder hablar. Por eso he esperado tanto para llegar a este momento. He tratado por todos los medios de encontrar una manera de evitarte este dolor, pero no la hay.
Anelise había empalidecido también. Era evidente que Rayner exudaba dolor por todos sus poros y ese dolor la atravesó a ella como un afilado estilete.
—¿Ya no me amas? —preguntó temblando.
Rayner sonrió con tristeza mientras sus ojos se humedecían.
—Te amo más que nunca. Siento que el pecho me estalla cuando te miro y que mis entrañas se retuercen por lo mucho que te deseo.
Anelise respiró aliviada y corrió a abrazarse a él.
—Entonces no hay nada que puedas decirme que me cause tanto dolor como temes, amor mío —dijo aliviada.
—A veces me despierto helado, sin poder moverme —siguió hablando él mientras acariciaba su cabello con ternura—. Intento hablar, pero mi lengua está congelada y soy incapaz de articular palabra. En mi mente te llamo, te llamo incesantemente, pero tú no me escuchas.
—¡Oh, Rayner! Estoy aquí, en tus brazos. —Anelise lo abrazó con más fuerza—. No voy a irme a ninguna parte.
—Cuando intento dormir solo veo un muro invisible para todos excepto para mí —siguió como un autómata, como si no fuera ya dueño de sus palabras—. Ese muro se levanta entre nosotros y, ladrillo a ladrillo, va subiendo sin que yo pueda hacer nada para derribarlo. Cuando el muro está terminado me hallo solo a este lado y por más que te llamo tú no me oyes. Estoy delante de ti, pero no me ves.
—Basta —dijo Anelise levantando la cabeza para mirarlo a los ojos y acariciándole la mejilla con dulzura como había hecho su abuela unos minutos antes—, deja de hablar de ese modo.
—Todos debemos pagar nuestras culpas y yo no seré menos. —La miró con intensidad—. Solo déjame sentir tus labios una vez más.
Los ojos de Rayner brillaban como el fuego de una chimenea encendida. Y, como si ese fuego lo arrollara, la besó con una pasión abrasadora. Era una pasión desconocida, cargada de tensión y ansiedad. Rayner se separó ligeramente y en sus ojos había una mirada aterradora, casi diabólica. Al sentir de nuevo sus labios, Anelise supo que nunca antes la había besado así. Su boca parecía querer devorarla y sus manos recorrían su cuerpo como si quisiera poseerla allí mismo. Era como si temiera que fuese a desvanecerse ante sus ojos para siempre.
Rayner separó sus labios como si aquel gesto le causara dolor, con una expresión de renuncia y pérdida. Anelise comprendió que, fuese lo que fuese lo que tenía que decirle, nada volvería a ser igual después de que hablase.
Rayner dio un paso atrás para alejarse de ella, respiró hondo por la nariz y comenzó su relato.
—Mi hermano estaba muy enfermo cuando murió. Un año antes de aquel fatídico día había empezado a tener episodios extraños. Se olvidaba de dónde dejaba las cosas, de lo que había hecho el día anterior. Venía a buscarme y me pedía cuentas por algo que no había sucedido... Yo era su confidente, su amigo, además de su hermano. Nos lo contábamos todo. Los dos nos dimos cuenta de que algo malo pasaba cuando una noche me desperté y estaba junto a mi cama, observándome con la mirada perdida y un puñal en la mano. Me preguntó quién era yo y qué hacía en la cama de su hermano. Conseguí despertarlo de aquella fantasía y los dos comprendimos que fuese lo que fuese no podíamos ocultarlo más.
Anelise había empalidecido y lo miraba como si la vida se le escapase por los ojos. Rayner sintió una punzada en el pecho, consciente de que el veneno de la verdad estaba haciendo efecto.
—Al hablar con nuestros padres nos llevamos una gran sorpresa. Mi padre nos contó que su hermano había padecido la misma enfermedad y, horrorizados, descubrimos que no se trataba de algo fortuito, sino de un mal familiar.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Anelise.
—Nosotros habíamos oído hablar del tío George, pero no nos dimos cuenta de que siempre hablaban de él sin mencionar los años previos a su muerte. Ese día nuestro padre nos contó que dos años antes de morir había enfermado del mismo modo que Nicolas. Pero lo más terrible vino después, cuando supimos la enfermedad que padecía. Es una palabra tan estremecedora que aún hoy me cuesta mucho decirla... Locura.
Anelise se llevó una mano a la boca para ahogar un gemido.
—Nicolas se mantuvo sereno mientras que yo perdí por completo la compostura. Le grité a mi padre por no habérnoslo contado. ¿Cómo podía ocultarnos lo que nos iba a pasar? Entonces él dijo que yo estaba libre de esa lacra, al igual que él mismo. La enfermedad solo atacaba al primer hijo si este era varón.
—¡No! —gritó ella cayendo de rodillas.
Rayner se sintió morir, se arrodilló frente a ella y trató de abrazarla, pero Anelise lo rechazó con rabia.
—¿Por qué? —le gritó—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Ya lo sabes —dijo él con mirada serena, una mirada que no mostraba el torbellino destructor que se había desatado en su cerebro—. No quería perderte. Fui tan estúpido que me dije que sería una niña y el peligro pasaría sin que tuvieses que sufrir ese temor.
—Lowell... —sollozó Anelise cubriéndose la cara con las manos—, mi pequeño...
Rayner apretó los puños y cerró los ojos un instante. Le costaba respirar y el corazón le latía tan deprisa que temió no poder soportarlo. No podía pensar en su hijo, no si quería acabar lo que había empezado.
Durante los siguientes minutos Anelise derramó las lágrimas más amargas que hubiese vertido jamás. El dolor que sentía en su pecho se irradiaba a todo su cuerpo como relámpagos que estallaban en la punta de sus dedos.
Mucho tiempo después, cuando ya no le quedaban fuerzas de tanto llorar, se secó los ojos y se puso de pie con dificultad. Cuando Rayner trató de ayudarla lo miró con tal desprecio que él bajó los brazos, derrotado.
—¿Cómo será? —preguntó ella casi sin voz.
—No lo sé —musitó.
—¿Nicolas lo supo? ¿Supo que se estaba volviendo... loco? —Casi no pudo verbalizar la aterradora sentencia.
Su marido asintió lentamente y Anelise apretó los ojos y los dientes para no gritar. Gritar hasta desgañitarse, hasta que no pudiera pensar.
—¿Cómo murió? —Al ver que no respondía se acercó a él y lo observó con aquella mirada que él tanto había temido—. ¡¿Cómo murió?!
—Se... colgó. —Los labios de Rayner temblaban y apenas le salía la voz—. Fue hasta la cabaña y se colgó de un árbol.
Anelise asintió una y otra vez. Lo comprendía, lo comprendía bien. Ella sería capaz de hacerlo. Ahora mismo se sentía capaz de hacerlo. ¿Cómo puede soportar una madre algo así? ¿Cómo abrazar a tu hijo sabiendo que no podrás protegerlo del futuro que le espera?
Anelise recordó el dibujo de Noreen y la conversación que mantuvieron en la capilla de Godinton House.
«—Yo debería haber sido su hermana mayor. Debería haberlo protegido».
Casi podía ver el cuerpo de Nicolas balanceándose de un lado a otro del dibujo. Sin decir nada se dio la vuelta y salió del salón. Su marido no trató de detenerla. Había visto aquella mirada en sus ojos y sus más profundos temores lo dejaron paralizado.
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