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Capítulo 13


Anelise se sentía emocionalmente feliz y eso la ayudó a desenvolverse en la otra parte de su vida que no le resultaba tan agradable. Lo que menos le gustaba eran las interminables cenas que debía organizar con el recuerdo siempre presente de aquella primera vez y su funesto error con el duque de Whitby.

Llevar una casa no era algo nuevo para ella, pero ahora comprendía lo distintas que eran en el fondo las costumbres americanas respecto a las inglesas. Debía respetar el estatus del servicio tanto como el de rango nobiliario. En primer lugar estaba Binney, el mayordomo, cuyo cometido era mantener a todo el mundo en su lugar. «Incluso a mí», pensó Anelise con una perversa sonrisa.

El dominio de Binney estaba circunscrito a todo aquello que tuviese que ver con los hombres y era respetado tanto abajo como arriba. En un palacio como Godinton House, después del mayordomo estaban el ayuda de cámara y el submayordomo, a los que seguían los lacayos. En el apartado femenino, que mantenía una prudencial similitud con la parte masculina, estaba en primer lugar el ama de llaves y a continuación las doncellas.

Por suerte para Anelise el servicio de su casa no era tan abultado como el de los condes. Aparte de Binney, el mayordomo, estaba la señora Hoover, el ama de llaves, Walpole, la doncella principal, Filingham, la cocinera, y Josie, su ayudante. Además contaban con un lacayo y una doncella más, muy lejos del enorme cuerpo de servicio de Godinton House.

Al principio Anelise trató de mostrarse cercana y sencilla frente a ellos, pero pronto comprendió que lejos de agradarles les incomodaba su actitud. Cuando le preguntó a su marido, le contestó divertido que los criados eran muy inteligentes y sabían que aquello acabaría perjudicándoles frente a otras personas. Concretamente frente al resto de los habitantes de Inglaterra.

—Binney, cada día eres más estirado. Si sigues así van a tener que nombrarte lord.

La puerta de la biblioteca se abrió y la tía Mauve entró con su habitual entusiasmo. Anelise se levantó para recibirla con afecto.

—Querida tía, precisamente estaba pensando en usted —⁠dijo la americana mostrándole el libro que tenía en las manos⁠—. Gracias, Binney.

El mayordomo cerró la puerta tras él y la tía Mauve miró a Anelise con expresión divertida.

—Este hombre sería un buen compañero para nuestra reina —⁠dijo bajando el tono⁠—. Seguro que con ella se sentiría mucho más cómodo. Estoy segura de que el negro es su color preferido.

Anelise trató de no reírse, no estaba bien seguirle el juego. Lo cierto era que la tía Mauve era el miembro de la familia con quien mejor se entendía. Solían hablar de literatura y de feminismo, algo que no se podía tratar en casi ningún salón de los que frecuentaba.

—¿Cómo has conseguido ese ejemplar de las cartas de Mary Wollstonecraft? —⁠preguntó lady Cadwell quitándoselo de las manos.

—Empiezo a tener influencias en Inglaterra —⁠dijo Anelise con expresión misteriosa.

—Has conocido a lady Beufort.

Anelise abrió la boca sorprendida.

—¿Cómo lo has...?

—La vi anoche en la cena de los Stuart y me lo dijo —⁠sonrió la tía Mauve⁠—. ¿Ya las has leído?

—Llevo la mitad y debo decirte que estoy emocionada. Mary Wollstonecraft fue una mujer extraordinaria, con una mente lúcida y una inteligencia superior.

—Estamos totalmente de acuerdo —⁠dijo lady Cadwell⁠—. No sé qué haces aquí, pequeña. Pudiendo estar en un país joven como América, no comprendo que quieras enterrarte en este pozo de tradiciones y convencionalismos que es Inglaterra. Si fuese por la reina andaríamos todas de puntillas y hablando en susurros.

Anelise miró involuntariamente hacia la puerta.

—Tranquila, todo el mundo sabe cómo pienso. Hasta ese Binney.

—La condesa fue quien lo eligió para nosotros —⁠explicó Anelise⁠—. Tenía las mejores referencias. Fue mayordomo de la marquesa de Lowbury.

—Ahora lo entiendo todo. La marquesa de Lowbury era la mujer más rancia de toda Europa. Y mira que tenía con quien competir.

—Lady Beufort me pareció una mujer encantadora y muy instruida —⁠dijo Anelise.

—Al contrario que la mayoría de las mujeres inglesas, que reciben una educación escasa y sesgada para que no puedan pensar por ellas mismas.

—Usted recibió una buena educación.

—Gracias a mi madre. No creas que nuestro padre tenía mucho interés en que mis hermanas y yo estudiásemos. Al contrario, era un hombre con un fuerte sentido de la masculinidad, lo que equivale a que era corto de miras. Por suerte, estaba nuestra madre... A nuestra madre ya la conoces.

Anelise sonrió abiertamente. Lady Cadwell ya sabía la opinión que le merecía la duquesa viuda, a pesar de que nunca habían hablado de ello resultaba del todo evidente el cariño que le profesaba a lady Sarah.

—Mi hermana Martha es igual que nuestro padre, me temo —⁠dijo lady Cadwell como si se excusara por ello⁠—. Pero vamos a dejar de hablar de la familia y hablemos de las maravillosas cartas de Mary Wollstonecraft.

—¿Por qué crees que no se casó tu tía?

Estaban sentados en suelo. Rayner apoyado en el tronco de una encina y Anelise recostada sobre su pecho. Después de sus largos paseos solían sentarse en aquel precioso rincón de las tierras de los condes, en el que los tenues rayos de sol se colaban entre las ramas de los árboles creando una atmósfera cargada de romanticismo. No se escuchaban más que los trinos de algunos pájaros en aquella fresca tarde.

—No lo sé —respondió Rayner jugando con sus rizos⁠—. Supongo que no encontró a ningún hombre capaz de seducirla.

—Ojalá se hubiese casado —dijo ella pensativa⁠—. Estoy segura de que sería una madre maravillosa que enseñaría a sus hijas a ser mucho más que simples y adorables mujercitas.

Rayner se inclinó para mirarla a los ojos.

—No veo qué hay de malo en que las mujeres sean adorables —⁠dijo con mirada perversa⁠—. Tú lo eres.

—Yo no soy adorable. —Anelise se separó de él y se colocó de manera que pudiese mirarlo, sentada sobre sus pies⁠—. He recibido una educación esmerada y poseo una inteligencia nada despreciable.

—¿Y qué tiene eso que ver? —⁠preguntó él haciéndose el confundido.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero —⁠dijo ella mirándolo con severidad⁠—. Desde que estoy aquí he conocido a unas cuantas de esas «mujercitas adorables» y me enorgullezco de no pertenecer a su grupo.

—¿Te refieres a tu prima Cynthia?

—No te metas con Cynthia —dijo ella mirándolo enfurruñada.

—No me meto con ella, pero es un perfecto espécimen de esas «mujercitas adorables» que mencionas. Robert Turrell no se habría casado con ella de no ser así.

Anelise sabía que tenía razón. Desde que su prima se había casado tan solo tenía tiempo para atender a las necesidades de su esposo. Y todo empeoró cuando supo que estaba embarazada, apenas salía de casa y solo se veían cuando Anelise iba a visitarla. Últimamente, además, parecía no recibirla con demasiado entusiasmo. Siempre creyó que si estuvieran cerca serían las mejores amigas, pero al parecer su amistad se afianzaba con la distancia.

—Me refería a Paige Jenkyns, en realidad —⁠dijo trasladando su irritación hacia otra persona.

—¡Oh, la adorable señorita Jenkyns! —⁠exclamó Rayner con expresión extasiada.

Anelise apretó los labios con evidente enfado y se puso de pie sacudiéndose el vestido. Su esposo la imitó y trató de contener la risa que se le escapaba rebelde.

—Es cierto que la señorita Jenkyns es muy hermosa, me alegra ver que eres capaz de admirar la belleza y la perfección en otra mujer.

—Para mí la belleza es otra cosa —⁠dijo Anelise dándose la vuelta para dirigirse al sendero.

Rayner la agarró del brazo para impedírselo y la atrajo hacia su cuerpo.

—Para mí también —dijo mirándola a los ojos dejando a un lado toda impostura⁠—. No me interesan las mujeres hermosas que solo buscan los halagos masculinos. No me interesan las conversaciones vanas y las tediosas y vacías charlas sobre la última recepción de la reina. Nunca me interesaron y por eso siempre estuve tan solo. Hasta que te conocí vagaba por estos bosques preguntándome cuál era la finalidad de mi existencia. Era un alma triste y descreída que no encontraba una motivación que justificase el esfuerzo de aceptar la vida tal y como me la habían brindado. Pero cuando te conocí... —⁠La levantó en volandas y giró con ella⁠—. Mi mundo se llenó de luz e insuflaste aire puro en mi pecho. —⁠La bajó lentamente, haciendo que sus cuerpos se rozaran provocando que el rubor encendiese las mejillas de su esposa⁠—. Tú, Anelise Brogan, eres la respuesta a todas mis dudas. El amor que inflama mi corazón cada minuto de cada día y que me lleva al éxtasis más intenso cada noche. No hay mujer capaz de competir con tu belleza, porque no se limita a tu precioso rostro, sino que corre por tus venas, se riza en tu pelo y se trasforma en palabras que salen de tu deliciosa boca...

Anelise sintió sus labios cálidos oprimiendo suavemente los suyos. Cerró los ojos y se dejó arrastrar por el sentimiento que habían provocado sus embriagadoras palabras. Nada le importaba más que el sabor de su boca y el contacto de su cuerpo.

Rayner no recordaba haber deseado nada con tanta intensidad como la deseaba a ella. Por más que estuviesen casados y disfrutase ya plenamente del placer de su cuerpo cada noche, nunca parecía saciarse aquel ansia que lo invadía cuando la besaba. No quería asustarla y por ello contenía sus impulsos, que se revolvían salvajes dentro de él, y la trataba con dulzura y la acariciaba con sutileza cuando en realidad habría deseado poseerla sin freno, con enloquecido deseo.

Los besos de Rayner eran cada vez más profundos y su lengua la hacía estremecer. Se entregó por completo y llevó su mano al enervado sexo masculino acariciándolo, no sin pudor. Aquella inocencia con que lo tocaba provocó que el deseo de su esposo triunfase por encima de su resistencia y de pronto se vio acorralada contra el tronco de uno de aquellos árboles. Rayner levantó su falda, apartó la ropa que le estorbaba en apenas unos segundos y después la penetró sin remilgos. Ninguno de los dos era consciente de dónde se encontraban y que se hallaban expuestos a que un furtivo espectador los descubriese en una situación tan poco adecuada para alguien de su clase. Nada importaba allí más que la hermosa sensación de plenitud que los arropó a ambos cuando sus cuerpos regresaron del éxtasis.

Rayner se apartó suavemente sin dejar de mirarla.

—Espero que puedas disculpar...

—Chssssss... —Anelise le puso un dedo en los labios para que no siguiera y sonrió.

Él cogió su rostro entre las manos y la besó con ternura. Cualquiera que los hubiese visto caminando de la mano de vuelta a casa se habría sorprendido de su poco decorosa muestra de felicidad.

—Dicen que los mejores maridos son los que han vivido mucho —⁠dijo lady Abigail cogiendo una de las pastitas que había en su platito.

La madre de la condesa miró a su consuegra con aquella expresión tan acerada con la que solía obsequiarla la mayor parte del tiempo.

—¿Lo dices por alguno de los tuyos? Que en Gloria estén.

La condesa viuda miró a lady Sarah con irritación.

—Mi Baxter era un hombre íntegro de buenos principios —⁠respondió airada⁠—. Y lord Bolton fue un caballero intachable. Esto que comento es algo que he oído decir a algunas personas a lo largo de mi vida y estoy segura de que tú también lo has oído.

—No reconozco tal cosa —negó la anciana duquesa.

—Mamá, estoy segura de que entiendes lo que lady Abigail quiere decir —⁠dijo lady Martha en tono conciliador⁠—. Se refiere a que si un hombre ya ha tenido todas las aventuras que deseaba antes de casarse no buscará diversión después.

—Eso es, querida —dijo su suegra mirándola con simpatía⁠—. Los hombres son hombres y si no lo hacen antes lo harán después...

Anelise escuchaba la conversación con atención. No creía que Rayner hubiese tenido muchas aventuras. Aunque ciertamente tenía experiencia en los más íntimos asuntos maritales, le había asegurado que nunca antes se había enamorado. ¿Significaba eso que debía temer al futuro...?

—Sé a ciencia cierta que mi esposo me fue fiel hasta la muerte —⁠dijo la duquesa, con una ceja levantada⁠—, y fui la única mujer en su vida. Y yo también, por supuesto.

—¡Por supuesto! —exclamó lady Abigail como si hubiese dicho una estupidez.

—Creo que el secreto para ello no es tanto que el hombre ya haya picado en muchas flores, cuanto que ame a la escogida para sembrar su jardín —⁠sentenció la madre de lady Martha.

—El amor es algo necesario —⁠confirmó lady Abigail⁠—. Pero no es una condición imprescindible para concertar un matrimonio. Es una obligación de la mujer que tras la convivencia el amor haga acto de presencia.

Lady Sarah frunció el ceño contraria a aquella aseveración.

—Querida, no digo que no ocurra en alguna ocasión, pero me temo que en la mayoría de los matrimonios que se inician sin ese condimento tan especial, a lo que llega la pareja no es a amarse, sino a tolerarse.

—Yo no tuve elección en mi primer matrimonio —⁠reconoció lady Abigail⁠—. El enlace fue concertado por nuestros padres y ninguno de los dos tuvo nada que objetar.

Anelise creyó ver una chispa de admiración en los ojos de lady Sarah por aquella muestra de sinceridad de su consuegra.

—Lo lamento —dijo la anciana—. Pero debo felicitarte por lo bien que te fue.

La condesa viuda se infló como un pavo con aquel cumplido, así de poco acostumbrada estaba a esa clase de lisonjas por parte de la duquesa.

—Lo cierto es que la única diferencia que hubo entre mi primer matrimonio y el segundo fue que al conde tuve que aprender a amarlo.

—Si tuvieras que elegir a uno de los dos para pasar la eternidad, ¿por cuál te decantarías? —⁠preguntó la duquesa.

Lady Abigail lo pensó seriamente antes de responder.

—Me temo que no puedo responder a eso —⁠dijo la condesa viuda con expresión sorprendida⁠—. Los amé mucho a los dos y ambos formarán parte de mí para siempre.

—¿Ha habido muchas mujeres antes que yo? —⁠preguntó Anelise desde la cama.

Rayner se estaba quitando los gemelos y se volvió a mirar a su esposa. Se había celebrado un baile en casa de lord Wheeler y no se esperaba aquella clase de conversación antes de meterse en la cama. De hecho creía que Anelise caería rendida en cuanto pusiera la cabeza en la almohada.

—¿Por qué me preguntas eso? —⁠dijo frunciendo el ceño⁠—. Ya te dije que nunca me había enamorado hasta conocerte.

—Según tu abuela, el hombre que no disfruta de muchas mujeres antes del matrimonio lo hará después —⁠dijo mirándolo con preocupación.

Rayner sonrió y se sentó en la cama junto a ella mirándola con ternura. Llevaba la camisa desabrochada y Anelise pensó que estaba arrebatadoramente guapo.

—No hay mujer en el mundo que pueda interesarme más que tú —⁠dijo apoyando las manos a ambos lados del cuerpo femenino⁠—. Creía que te lo había dejado claro.

—Quiero que me prometas una cosa —⁠pidió Anelise jugando con los lazos de su camisón.

—Adelante.

—Si alguna vez te sientes atraído por otra mujer, me lo dirás. No digo que te enamores o que hagas algo... indebido. Me refiero a simple atracción. ¿Puedes prometérmelo?

Rayner sonrió de nuevo al tiempo que asentía.

—Te lo prometo.

—¿Eres un hombre de fiar, Rayner Brogan, futuro conde de Cottesburg? —⁠dijo agarrándolo de la camisa y atrayéndolo hacia ella⁠—. Lo has prometido con demasiada facilidad.

—Siempre cumplo mis promesas, señora Brogan, futura condesa de Cottesburg. Estoy tan seguro de que eso que temes no va a ocurrir jamás, que no tengo ni que pensarlo.

Los ojos de su esposo la miraban con intensidad y cuando se inclinó para besarla Anelise sintió aquella familiar contracción en la parte baja de su vientre. Le cogió una mano y la llevó hasta uno de sus pechos. Él no se hizo de rogar y acarició aquella carne firme y orgullosa.

Unos segundos después él seguía vestido, pero ella yacía completamente desnuda sobre la cama. Estremecida al sentir cómo la miraba, cómo recorría cada parte de su cuerpo con sus ojos y suspiraba ansioso por tomarla.

La dureza de su cuerpo seguía asombrándola, como la facilidad que tenía de ajustarlo al suyo. Lo siguió a su ritmo, con la cadencia propia de los amantes que saben que pueden deleitarse en el otro, sin prisas, pausadamente. Rayner gemía al tiempo que le decía todo lo que ella le hacía sentir mientras Anelise se agarraba a las sábanas mordiéndose el labio para no gritar. El ronco gemido masculino anunció la poderosa sacudida que marcaba la culminación del placer.

Se quedaron tumbados y abrazados, Anelise completamente desnuda y Rayner, aún con la camisa puesta, rodeándola con su brazo.

—¿Te parece una buena respuesta a tu pregunta? —⁠dijo él contra su cuello⁠—. Jamás habrá otra mujer que no seas tú, amor mío.

—Pero me lo has prometido —⁠dijo ella sintiendo aún los movimientos involuntarios de su cuerpo.

—Te lo he prometido.

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